documentos de pensamiento radical

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domingo, 13 de marzo de 2016

dos poemas de LAS HORAS Y LOS LABIOS de EDUARDO MOGA



[Poema XXII]

La ropa tendida ha dejado de moverse. Las moscas ya no vuelan. No oigo los relojes ni las miradas. Un prolongado aguijón atraviesa el cristal desnudo que circunda la carne, lo solo de una calle imprecisa, la supuración de los sauces y las sombras.
Lo que quiero es que te vengas a  vivir conmigo.
La boca sabe a caucho. El dolor, acequia insomne, riega, otra vez, los cartílagos, las laderas de la intimidad. El cuerpo se despliega como un animal excesivo: se siente, cruelmente, cuerpo, sombra del cuerpo, éxtasis y humillación del cuerpo, artefacto que conviene al fuego y a la licuefacción del fuego. Y tropiezan los ojos y se cuartean los pómulos y se sublevan las cosas interiores, y el cuerpo lucha por desprenderse de este mármol que desordena, de este mármol con senos y eternidad que ocupa sus pensamientos como una noche quemante, como una multitud manchada de amor. La monotonía es un esqueleto que sonríe. La monotonía se derrama en los cuencos del alma, y redondea sus anfractuosidades, sin que se estremezca ni una sola hebra de su oscuridad. En la monotonía veo una plaza sin nadie, crepitante de silencio y de cigarras, cuyo polvo se levanta en tolvaneras dolorosas cuando sopla el mal, cuando pezones centinelas se allegan, nuevamente, a mis pezones. (¿Qué suscita esta metástasis? ¿Qué lluvioso poder acompaña a un aroma tan frágil? ¿Por qué se desprenden estos volúmenes malos del árbol frenético de los días?)
Una gaviota adorna, como una gárgola, el balcón de una fachada ennegrecida.
Prométeme que querrás a mis hijos, prométeme que no te reducirás los pechos, prométeme que estarás siempre dispuesta.
Un autobús espanta a la gaviota. Un fragor sucio envuelve a los cuerpos que esperan junto a los semáforos.

Prométeme que nunca me harás esto.
Y los muslos remontan los muslos. Y se apresura la sal de la lentitud, que recojo con la lengua temblorosa. Y la lengua atraviesa la lengua y el acero. Y el cielo es manos, y aquello en que se posan las manos. Y los dedos son hambre. Tú me has hecho sentir cosas que no había sentido con nadie. Y los muslos, enzarzados, alcanzan la médula del instante, la lápida de lo nunca sido. Y los ojos lamen y saquean y penetran en lo oscuro. Y la blusa cae. Y el aire cae. Y los vientres se levantan y caen y se levantan y se enceguecen de mucosas. Sólo con oírte al teléfono me humedezco. Y el silencio alcanza el límite de la saliva, y lo acaricia. Y las formas intercambian sus centros, se desnudan de escamas y escaleras, hasta que ya no sé dónde están mis brazos, el pene aturdido, la península de los sueños, los nombres. Esta tarde no te pongas nada debajo. Y cae la piel, que descubre sus sabrosos barrizales, sus diamantes escondidos, y se vuelve a incorporar, como una ola del yo, como una murmurada cadena. (El yo es quebradizo: depende de una mano que alza el vuelo y el orgasmo, y que se convierte en nuestra mano). Y la piel, al caer, es más piel, más concentración de baba y piel, más pureza agolpada o ebriedad de dientes. Y encuentro dureza en el sudor y en las entrañas, donde bate un viento espeso, palabras que arañan y gotean, hendiduras coléricas, zumo entreabierto. Me gusta esta urgencia; significa que me deseas. Y todo se desmorona en un golpe rojo, en una sucesión de espasmos que burla al tiempo y deshace el conglomerado de los días, en un hueco voraz en el que me arrebujo para saberme cosa, nada, dios, brizna poseída por el mundo, o alimentada por su demolición.
¿Me quieres?
Y todo esto sucede mientras cruzo una calle a la que mi delirio proporciona una dolorosa exactitud.



 [Poemas XXIII]

 He vuelto otra vez a la casa y he visto su silencio y he oído su permanencia. Olía a fruta cansada. Todas las casas huelen; todas son el producto de un beso, fundido en sus estucos, que despierta a los pasos susurrantes. En su sopor, amarillo de luna e insecticida, he tocado la ausencia, el amor que gotea de los grifos, el bostezar del sol en las paredes.

También huele -a penumbra- el vestíbulo de la escalera. Los buzones respiran el polen de los plátanos. Un útero sepia, enmarañado de azulejos, envuelve los pasos. El útero contiene cicatrices y cañerías. En sus pliegues, detrás de la electricidad, el tiempo se atenúa, se hace capullo de sombra o ladrido sin ojos, resucita en eyaculación fría, en madrugada confundida con la muerte.
Aún hay serrín en el suelo. Es el mismo serrín que pisaba en los otoños viejos, cuando estaban unidos los labios y el cielo, y las palabras decantaban una miel abstracta, y yo compartía la eternidad de las cosas, su luz varada y buena.
Este crío habla como un viejo.
(Es protestante, me dijo, en voz baja, la abuela. Luego se secó las manos en el mandil y desapareció, revoloteando, en su cuarto).
He abierto la puerta. O la puerta me ha abierto a mí. Me reciben los geranios asustados, la algarabía del polvo, la resignación del hule y las bovinas. Reconozco los lugares donde mi madre desconocía el orgasmo. Reconozco la plenitud de tanta fugacidad, lo esférico de las sábanas, el armario en que amontonaba los libros, la silla desde la que veía volar a las golondrinas las tardes lentísimas de junio, cuyo sol fermentado, deshecho en grises soñolientos, anunciaba duración y fuego. Y reconozco, en este remolino de indolencia, el yo: su disolución.
Y aquí lluevo. Y las cenizas recogen mi lluvia y se esponjan como si regresaran de un largo exilio. Y las cenizas llueven en mí, y me sofoca su alegría. Aquí no hay personas contra las que choque y en cuyo interior resuenen unos pocos huesos olvidados, ni abrazos que subrayen la distancia entre las pieles, ni el silencio amargo de estar vivo y muriendo, sino la lentitud de los párpados que se abaten sobre los labios menesterosos, los pechos apagados en el crecimiento de la sumisión y la lejía, las manos que sostienen serpientes y libros, látigos y serenidad.
Ya puedes empezar a pegar.
Y cayó un fuego quíntuple, una silbante antorcha de cuero, en el cuerpo que aún no era, que me hacía y me dañaba, que buscaba sus frutos como un arroyo escapando. Y el fuego aumentó el amor, como el rayo aumenta la noche. Y crecieron amapolas negras frente al televisor indiferente.
No obstante, la casa está viva: me acaricia con ferocidad, descompone mi nombre en muchos nombres, inventa a un niño en cada rodapiés gastado, en cada sombra gastada, en cada trapo que me mira, laxo como un perro que dormitase a la sombra de un muro. Y muere. La casa es sus muertos. La casa soy yo. Riego los potos. No les eches demasiada agua: los estrangularás. (La palabra estrangularás caracolea en el recuerdo, del que, sin embargo, se ha borrado la cara de quien la pronunció). Dejo el correo en la mesa, junto a una libreta, desplegada como una mariposa sucia, que aún conserva su caligrafía: la caligrafía de lo ido. Has de ser el número uno, siempre el número uno. Y me abrasa la suavidad de sus manos, el vinagre de sus manos, su inaccesible enormidad. Los cuerpos, apéndices de las lágrimas, desprenden un vapor triste. Los cuerpos son invisibles y ambiguos, islas de sufrimiento y seda. No ha variado la textura de su muerte: su ausencia es, será la misma durante toda la eternidad. Suena un reloj pobre. La casa huele a nadie.
Supimos que se había construido en 1930 porque, cuando mis padres reformaron la cocina, los albañiles descubrieron, en la argamasa del horno de carbón, un trozo de periódico de un día de aquel año.
Acuéstate, hijo, y descansa. La cama está recién hecha.
Un gato me mira, inmóvil y minucioso, desde el tejado del patio, al otro lado del balcón, en cuyas barandas se posan todavía, a veces, las palomas.


 Eduardo Moga. Las horas y los labios. DVD Ediciones, 2003



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