Uno quisiera creer que no tiene la culpa.
Lo criaron viendo a su padre pegándole a su mamá
mientras estaba encima de ella moviéndose en la cama.
Hasta que se fue. Uno quisiera creer que delinquió por primera
vez a los catorce como una forma de hacerse amigos.
Es más fácil pensar que las lavadoras con las que se ganaba
la vida en el pabellón de reos peligrosos son metáfora postrera
que nos dejaría dormir tranquilos. Uno quisiera uno preferiría
pero tampoco hay que recoger espigas cuando se pueden sacar
guijarros desde el fondo del cauce de los ríos. Allí donde
las estaciones de trenes han sido manoseadas hasta el hartazgo
por la falta de talento de los administradores de la última década
y la complicidad de los guardianes del mito, allí donde las madres
tampoco tienen la culpa por casarse otra vez, el cable alrededor
[del cuello
de un niño no mayor de nueve años y lo demás mejor, en fin, ya
se sabe, semen derramándose por la pobreza, edulcorado el crimen
y la maldad más absoluta, un reo que no ha sido rematado sigue
siendo un reo, yo me pongo del lado de los que piensan
que el paraíso es nuestra única alternativa, sinceramente
yo prefiero embaldosar el parqué de las cocinas
a tener que enjuagar los calzoncillos de los narcos,
yo me quedo haciendo clases para los muchachos del medio oeste
los mismos que están dispuestos a salir a dispararle a los tornados
y no tener que ponerme de rodillas ante los sicólogos
que vienen en busca de señales: cuántas veces te perdiste
antes de cumplir los cinco años, te daba miedo la noche
o preferías almorzar apoyándote en la pared, escribías
con un cuaderno sobre las piernas o lo apoyabas en la falda
de tu esposa, pelotón de fusilamiento o ver la luz del día.
Pongamos las manos al fuego. Los dueños del púlpito
saben mucho más que nosotros. Yo soy de los que piensan
con una cuchara en la boca, con un martillo en la mano.