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lunes, 27 de septiembre de 2010

MELCHOR RODRÍGUEZ, EL ÁNGEL ROJO.



A Ricardo Horcajada, de 81 años, le cabe el raro honor de haber desplegado una bandera anarquista ante los ojos de algunos de los jerarcas del régimen de Franco y no haber sido detenido. "Con el miedo en el cuerpo", como dice él, extendió la enseña rojinegra sobre el féretro de Melchor Rodríguez el 14 de febrero de 1972 en el cementerio de San Justo de Madrid. Fue un entierro multitudinario y tan extravagante que, en plena dictadura, reunió a anarquistas y franquistas en un mismo duelo. Ricardo Horcajada sostiene que la actuación del delegado de Prisiones de la República frente a la muchedumbre que el 8 de diciembre de 1936 pretendió asaltar la cárcel de Alcalá de Henares fue un hecho extraordinario porque pocas veces en la historia se ha logrado contener con la palabra a una turba herida cegada por el dolor y el odio y lanzada a vengar la muerte de sus hijos.
Salió físicamente indemne de la prueba, aunque con algún desgarro en la camisa y un gran costurón en su hasta entonces rendida confianza en el comportamiento de las masas. Entre los 1.532 presos sospechosos de simpatizar con los facciosos que aquel 8 de diciembre de 1936 salvaron sus vidas había nombres y apellidos: Agustín Muñoz Grandes, Raimundo Fernández Cuesta, Martín Artajo, Peña Boeuf, Luca de Tena, Boby Deglané, Serraño Suñer, el falangista Rafael Sánchez Mazas, Fernando Cuesta, el general Valentín Gallarza..., que más tarde aparecerían incrustados en los tuétanos del régimen franquista. La leyenda del "ángel rojo" y la maledicencia del "traidor Melchor" nacieron simultáneamente ese día, en Alcalá de Henares: la primera, del terror que rezumaban las celdas donde se agolpaban los detenidos, y la segunda, de la ira frustrada de los vengadores que clamaban contra el cielo, impotentes ante las bombas criminales de los aviadores alemanes e italianos.
Durante los cuatro meses -noviembre de 1936-marzo de 1937- en los que se mantuvo en el puesto, el delegado de Prisiones de la CNT se multiplicó tratando de parar las "sacas" (excarcelaciones previas a los fusilamientos) masivas, en un pulso continuo con la Junta de Defensa de Madrid, controlada por los comunistas José Cazorla y Santiago Carrillo. Salvó miles de vidas, luchando contra el reloj y el pésimo estado de las carreteras -"deprisa, deprisa, todavía podemos llegar a tiempo"-, para aparecer cuando el pelotón de fusilamiento estaba ya formado y los condenados esperaban la fatídica descarga. Con el respaldo del ministro de Justicia, también anarquista, Juan García Oliver, detuvo los traslados de presos a Paracuellos, el paraje de la sierra madrileña donde, siguiendo la consigna de "limpiar la retaguardia", sugerida por los asesores soviéticos, fueron abatidos miles de detenidos.
El libertario que no creía en las cárceles restituyó la autoridad de los directores y funcionarios de prisiones encargados de la custodia de los 11.000 presos políticos y reforzó el control en un momento en el que la celda era el mejor refugio contra el secuestro, el simulacro de juicio de los 10 minutos y el asesinato. En ese empeño, sacó a los milicianos de los recintos penitenciarios, ordenó que ningún preso pudiera ser excarcelado sin su permiso entre las seis de la mañana y las ocho de la noche, extendió avales y salvoconductos a gentes de derechas que podían ser denunciadas y ajusticiadas. Para cobijar a los perseguidos se incautó en Madrid del palacio del Marqués de Viana, una mansión que, terminada la guerra, fue devuelta a su propietario con sus enseres intactos. "No falta ni una cucharilla", admitió el marqués Teobaldo Saavedra. Melchor Rodríguez portó siempre una pistola al cinto, aunque, por lo visto, la llevaba descargada porque nunca echó mano de ella, ni siquiera en las situaciones más comprometidas.
"Se puede morir por las ideas, pero no matar por ellas", predicaba, ante la incomprensión de muchos de sus compañeros que creían saber, y no se equivocan, que también los franquistas eliminaban a los disidentes o sospechosos de disidentes. Melchor Rodríguez formó parte de una corriente ácrata, humanista, integrada en Los Libertos, grupo libertario celoso de sus principios que trató de poner coto a los desmanes.
"Con la cantidad de veces que estuvieron a punto de matarle, la verdad es que no me explico cómo pudo morir sin creer en Dios", comenta hoy su hija, Amapola Rodríguez. Ella sí cree en Dios y también en el anarquismo de su padre. "Antes de que estallara la guerra me llevó a ver la obra de teatro ¡Abajo la guerra! Le gustaba mucho la naturaleza. Me puso Amapola porque decía que es una flor rebelde que nace sola en el campo sin tener que sembrarla". Aunque a sus 87 años goza de una memoria excelente, la hija del anarquista se muestra remisa a abordar ese terrible pasado. Cede, finalmente, ante la insistencia del periodista, pero sólo para recitar, de corrido, una de las poesías escritas por su padre:
"Anarquía significa:
Belleza, amor, poesía,
Igualdad, fraternidad
Sentimiento, libertad
Cultura, arte, armonía
La razón, suprema guía,
La ciencia, excelsa verdad
Vida, nobleza, bondad
Satisfacción, alegría
Todo esto es anarquía
Y anarquía, humanidad".

Hijo de un maquinista del puerto de Sevilla y de una obrera de una fábrica de cigarros, Melchor Rodríguez dejó los estudios y se puso a trabajar a la muerte de su padre, cuando tenía sólo 10 años. Trabajó de calderero, de carrocero en la industria del automóvil y de ebanista, antes de tentar la suerte en las plazas de toros. Su carrera de novillero se frustró tras una cogida en Madrid y tuvo que volver a la industria del automóvil, donde su fama de chapista extremadamente fino discurría en paralelo con la de, a ojos de sus patrones, exagerado perfeccionismo. Fue encarcelado tantas veces por sus actividades anarquistas, más de una treintena, que cuando Amapola le echaba en falta y preguntaba por él, su madre acostumbraba a responderle: ¡Pues dónde va a estar, hija mía, en su casa, en la cárcel! En la cárcel asumió el compromiso personal de contribuir a que se respetaran los derechos de todos los presos, y allí y en la calle aprendió lo que la falta de escuela le había hurtado. "La lucha contra la ignorancia nunca es una batalla perdida". Lo decía con pleno conocimiento de causa.
En sus esfuerzos por asimilar la figura de Melchor Rodríguez, los franquistas que le debían la vida trataron siempre de explicar su comportamiento adjudicándole un soterrado "espíritu cristiano". Tuvo que aclararlo en más de una ocasión. "Si he actuado con humanidad, no ha sido por cristiano, sino por libertario". Y también protegerse de sus agradecidos benefactores franquistas a los que había salvado la vida. Rechazó un puesto en el sindicato vertical franquista y devolvió tachado e inutilizado el caritativo cheque de 25.000 pesetas que le habría ahorrado muchos agobios económicos.
Finalizada la guerra -a él le cupo protagonizar el traspaso simbólico de la capital española a los golpistas vencedores; "Amapola, he entregado Madrid", le dijo a su hija entre lágrimas-, fue condenado, primero a cadena perpetua; luego, a 20 años, y finalmente, a cinco, gracias a la intermediación del general Agustín Muñoz Grandes, pieza clave del Ejército y mano derecha de Franco durante años. Con el respaldo de dos millares de firmas que solicitaban clemencia para el reo, Muñoz Grandes hizo durante el consejo de guerra una encendida defensa del "ángel rojo" que explica la clemencia de la condena. A la salida de la prisión, él continuó desarrollando sus actividades políticas y fue nuevamente detenido y encarcelado por difundir propaganda política ilegal.
Siguió también ocupándose de los presos aprovechando el ascendente moral adquirido sobre las personalidades a las que había salvado la vida. Ricardo Horcajada lo conoció así. "Cuando detuvieron a mi padre, me dijeron que en la calle de la Libertad, una muy estrechita que está detrás de la Gran Vía madrileña, había una persona que podía ayudarme. Era Melchor. Pese a su apariencia pulcra y cuidada, vivía muy pobremente en un piso diminuto que compartía con un antiguo banderillero y su mujer". El anarquista de verbo fácil y vehemente que se malganaba la vida vendiendo seguros se había separado de su mujer. De los testimonios familiares se deduce que Melchor Rodríguez fue una persona respetuosa con las creencias religiosas de su mujer y sumamente cariñosa con su hija. Y también que el héroe anarquista estaba hecho de la misma pasta que el resto de los mortales: soberbio y vanidoso, irascible e intransigente en ocasiones, pero nunca codicioso ni interesado. Aborrecía el dinero como si fuera un invento satánico, aunque aceptaba el trueque y los regalos, una camisa, por ejemplo, siempre que se la entregaran con los puños cortados. Sostenía que mostrar los puños de la camisa por debajo de la chaqueta era "propio de burgueses".
Según Ricardo Horcajada, en la última etapa de su vida vivió de la suma de dos miserias: la que le correspondía de jubilación y la resultante de su pobre cartera de clientes en la compañía de seguros La Adriática, donde trabajó. Él cree saber de qué materia estaba hecho Melchor Rodríguez. "Yo no he conocido ningún santo, pero supongo que, si existen, deben ser como Melchor, seres inocentes que pueden alcanzar cierto estado de gracia, en este caso civil; gentes infantiles, sin malicia, aunque rebeldes, como lo son la mayoría de los niños". Piensa que su amigo fue siempre un inadaptado para la vida y los negocios, un idealista que descubrió en el anarquismo la utopía de los hombres justos y santos y quiso ser uno de ellos.
La figura del delegado de Prisiones de la República brilla con un fulgor propio ahora que historiadores, políticos y propagandistas se aplican a la exhumación del periodo de la guerra y la posguerra civil. Ejemplos como el suyo -no hay, que se sepa, un Melchor Rodríguez en el campo franquista- emergen de los barrancos y cunetas de nuestro pasado con una fuerza aleccionadora.

JOSE LUIS BARBERÍA, LE LLAMABAN EL ÁNGEL ROJO. El País. 10/01/2009

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