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jueves, 17 de febrero de 2011

DESATANDO LA IMPUNIDAD DEL FRANQUISMO (fragmentos del artículo)




El proceso de recuperación de la memoria histórica, tan activo tantos años después
de la muerte del dictador Francisco Franco, es consecuencia directa de la
carencia de una actitud reparadora por parte del Estado en cuestiones que tienen
que ver con los derechos a la verdad, la justicia y la reparación a los que
tienen acceso las víctimas de la dictadura.

Desde la recuperación de la democracia ninguno de los tres poderes del Estado
(ni el legislativo, ni el ejecutivo, ni el judicial) ha cumplido con las obligaciones
que le marca numerosa legislación internacional, como por ejemplo, la
Convención Europea de Derechos Humanos, el Pacto por los Derechos Civiles y
Políticos o la Resolución de Naciones Unidas 47/133 de 18 de diciembre de 1992
que dicta las obligaciones de los estados en la protección y erradicación de la
desaparición forzada.

Esa ausencia de medidas reparadoras ha ocurrido en un Estado que ha utilizado
esas mismas herramientas legales para perseguir violaciones de derechos humanos
similares a las cometidas por la dictadura franquista pero en otros países. Se trata,
en cierto modo, de un Estado permeable hacia fuera, a la hora de perseguir al
represor chileno Augusto Pinochet o diversos responsables de la dictadura argentina;
e impermeable hacia dentro, cuando el uso de ese mismo marco legal no tiene
consecuencias internas. Algo ocurre para que esos poderes habrán la puerta cuando
esa justicia transita hacia “el universo” y la bloquean cuando debe hacerlo aquí.

Doble comportamiento y falsas apariencias
Ese problema entre dentro y fuera, entre la verdad y la justicia que se buscan en
“la vida de los otros” y no en la de nosotros tiene que ver con el blindaje construido en los primeros años de recuperación de la democracia por las élites franquistas deseosas de conservar todos sus privilegios, especialmente el de la impunidad, en la nueva forma de gobierno que se iba a establecer tras la muerte de Franco.

Se trata de un comportamiento estratégico especialmente palpable en el hecho de que
ningún presidente de Gobierno haya llevado a cabo un acto público y notorio
junto a las víctimas del franquismo dentro del territorio del Estado y sí lo haya
hecho fuera. Por ejemplo, ministros que visitan niños de la guerra, en Moscú o México, o la estancia de José Luis Rodríguez Zapatero en mayo de 2005 en el campo de concentración de Mauthaussen, rodeado de republicanos españoles. Una política de puertas afuera inaugurada por Juan Carlos de Borbón cuando en su visita a México en 1978 hizo todo tipo de gestiones y presiones hasta conseguir un encuentro con la viuda del Manuel Azaña, Dolores de Rivas, como una estrategia para representar la inclusión de las víctimas de la dictadura.

La batalla de la interpretación
La mayoría de los miembros de los gobiernos que ha tenido el Estado español desde la muerte del dictador hasta nuestros días han sido descendientes directos de miembros del régimen; independientemente de la siglas del partido que ha ocupado el Gobierno. Las élites formadas en universidades en los años cincuenta y sesenta eran en su inmensa mayoría descendientes de quienes habían ganado la guerra de 1936 y habían apoyado o formado parte del régimen.

La visión oficial de la Transición dice que fue un proceso en el que se juntaron
los ganadores y los perdedores de la guerra franquista y decidieron mirar
hacia adelante. Pero lo cierto, analizado colectivamente, es que negociaron los
verdugos y muchos de sus hijos, que formaban parte de los partidos de oposición
al régimen.

Las claves de la Transición
Todo ese trabajo quedó condensado en la Ley de Amnistía de octubre de 1977, aprobada con los votos del PSOE y del PCE y con la abstención de AP, casualmente el partido que representaba a quienes más se beneficiaban con ella. De ese modo se “disfrazó” de conquista de la izquierda una ley que blindaba la impunidad para los violadores de derechos humanos de la dictadura. La citada ley sacó de las cárceles a un centenar de presos políticos que para ser liberados no necesitaban una
ley sino una sencilla decisión que abriera la puerta de sus celdas.

En ese sentido hay que tener en cuenta que numerosos partidos políticos no fueron
legalizados hasta agosto de 1977, por lo que no pudieron presentarse a las
elecciones y obtener representación parlamentaria. Unos estaban a la izquierda
del PCE y otros reivindicaban el retorno de la república como punto de partida
para restablecer la legalidad democrática. La operación fue orquestada desde el
Ministerio de Gobernación, ocupado por Rodolfo Martín Villa. Se trataba de que
en el Congreso de los Diputados que iba a debatir la ley de amnistía y elaborar la
Constitución, no hubiera voces discordantes una vez que los partidos políticos mayoritarios que formaron parte del Frente Popular en las elecciones de febrero
de 1936 habían aceptado “esas reglas del juego”. Trataban de convertir la Ley de
Amnistía y la Monarquía en conquistas de la izquierda.

Conscientes de las debilidades del proceso político, algunos científicos sociales
“colaboracionistas” comienzan elaborar el discurso cándido según el cual “tenemos
la mejor de las transiciones posibles”. Así se construye la idea de que nadie
reclamó otra cosa y nació una de las leyes de hierro de la oligarquía patria: el consenso.

Pero la conquista de la impunidad política y jurídica, sellada con la Ley de
Amnistía, era insuficiente; faltaba la impunidad social, la decisión manifiesta de la
ciudadanía de refrendar los acuerdos llevados a cabo por las élites políticas. El proceso había quedado atado pero había que demostrar que estaba bien atado.
Cuando en abril de 1979 ganan poder político en las elecciones municipales políticos
que habían sido clandestinos, familiares de diferentes comunidades autónomas
inician un movimiento social y comienza la búsqueda de desaparecidos. En algunas
zonas como La Rioja o la Ribera de Navarra, de forma muy activa. Se trataba
de un movimiento social, rechazado por las cúpulas estatales del PCE y del PSOE
pero que, en el ámbito local, comienza a tomar fuerza. Con el derrumbe de Adolfo
Suárez y el advenimiento de una victoria de Felipe González, saltan algunas alarmas.
Es fácil entender dónde si recordamos que la Segunda República llegó por el
resultado de unas elecciones municipales y no por un referéndum acerca del modelo
de Estado. Los comicios municipales habían reproducido en el mapa electoral
cierta memoria de las elecciones de febrero de 1936 ganadas por el Frente Popular.
Así que, independientemente de que el PSOE formara parte de la esencia monárquica
de la transición, podía temerse una reacción colectiva contra la monarquía.
Y entonces un teniente coronel de la guardia civil, Antonio Tejero, conquistó la
impunidad social para los franquistas y brindó a Juan Carlos de Borbón la oportunidad
de convertirse en salvador de nuestra democracia. El grito, pistola en mano,
en el Congreso de “¡Quieto todo el mundo!” paralizó el proceso de lucha por los
desaparecidos y ajustó ese nudo que ha conseguido una, hasta ahora, perpetua
impunidad para los franquistas. El miedo acumulado durante años de dictadura
hizo su trabajo como un fiel servidor a las élites blanqueadas para la democracia.

El nudo se deshilacha
De eso modo, la memoria histórica, el proceso social para el que es una herramienta,
está radiografiando la realidad de nuestra democracia, mostrando y
demostrando cómo la justicia ha sido el gran refugio de los franquistas. Mientras,
los dos partidos mayoritarios, los bautizadores de consensos, públicamente afirman
respetar la independencia judicial pero privadamente trabajan para garantizar
la inviolabilidad de la impunidad.

Emilio Silva. Desatando la impunidad del franquismo
VIENTO SUR Número 113/Diciembre 2010 pp: 31- 36

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