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viernes, 22 de abril de 2011

CABEZAS DE TORMENTA (II)





Cien años atrás el anarquismo era un movimiento organizado,
culturalmente significativo, y políticamente temido.
Ese impulso no ha llegado hasta nosotros. Pero nada
se ha perdido. Ni las palabras dichas, ni las ideas publicadas,
ni los panfletos repartidos, ni las acciones realizadas.
Irradiada hace ya mucho tiempo, su influencia se dispersó
más allá de los propios simpatizantes. Afluentes de aquella
mutación cultural frustrada se vertieron soterradamente
en las aspiraciones y conductas de la actualidad...

...Se diría que el anarquismo constituyó
una porción importante del plancton que hasta el
día de hoy consumen los cetáceos del movimiento social,
incluso algunos que todavía tienen que madurar del todo...

...La razón que explica la dispersión triunfante de “la
idea” reside en el inmenso esfuerzo individual devotado
por cada anarquista a la supervivencia de su causa. Eran
fogoneros de un tren fantasma. En todo caso, el número,
la “masa crítica”, no supuso un obstáculo para la propagación
de un ideario político tan exigente. En cambio, si
algo favoreció esa difusión, fue la inexistencia de un “conmutador
central” ideológico que informara y disciplinara
a los militantes dispersos acerca de la orientación de su
acción y el contenido de sus propuestas. Por el contrario,
lo que resalta en la historia anarquista es la plasticidad de
teoría y praxis y, consecuentemente, una variedad notable
de su flora y fauna. La dosis de libertad de que disfrutaron
en relación con los modos de subjetivación que les
correspondieron se desprende de esta condición.
Esta limitación demográfica explica por qué cada vida
de anarquista se volvía preciosa, y por qué la vida misma,
entendida como “ejemplo moral”, resultaba ser tan valiosa
como las ideas, libros y manifiestos que editaron. En
cada vida se realizaba, mediante prácticas éticas específicas,
la libertad prometida. Cada existencia de anarquista,
entonces, se transformaba en la prueba, el testimonio viviente,
de una libertad del porvenir. Ellos se percibían a sí
mismos como esquirlas actuales de un futuro que era obturado
una y otra vez por fuerzas más poderosas. De allí
que las biografías de anarquistas se nos presenten como
las vidas de los santos, como existencias exigidas, que todo
lo sacrificaban en beneficio de su ideal: amistades, familia,
ascenso social, tranquilidad, previsión de la vejez. Hasta
el día de hoy existen viejos anarquistas que se han negado
a solicitar la jubilación estatal. Estas privaciones eran
aceptadas, si no jubilosa, al menos convencidamente, pues
el anarquismo les había sido prometido como experiencia
exigente, aunque no imposible. Para ellos, la libertad era
una experiencia vivida, resultado de la coherencia necesaria
entre medios y fines, y no un efecto de declamación,
una promesa para un “después del Estado”. De modo que,
a los efectos prácticos, el anarquismo no constituyó un
modo de pensar la sociedad de la dominación sino una
forma de existencia contra la dominación. En la idea de
libertad del anarquismo no estaba contenido únicamente
un ideal, sino también distintas prácticas éticas, o sea,
correas de transmisión entre la actualidad de la persona y
la realización del porvenir anunciado. Justamente porque
el anarquismo no concebía a la persona según el modelo
liberal del “sujeto de derechos” era imperioso modelar a
cada anarquista según una ética específica, y no en relación
con una jurisprudencia abstracta, abarcadora y
generalizable. La norma ética que orientaba tal construcción
de persona era la siguiente: “vive como te gustaría
que se viviera en el futuro”...

... Autodidactismo racionalista, impulso fértil de la voluntad, apego
por la camaradería humana, combate al miedo y a la
sumisión por ser bases fisiológicas y psicológicas del dominio,
imaginación anticlerical y toma de partido por el
oprimido, tales eran las piezas que los anarquistas pretendían
ensamblar en cada individuo singular...

...Por eso insistían en que la revolución
fuera “social” antes que “política”, lo cual obliga a un
maceramiento cultural previo de costumbres libertarias.
Y antes incluso que una revolución social, se insistía en
que se trataba de una revolución personal, es decir, de la
construcción del propio carácter o “voluntad” en relación
antagonista con poderes jerárquicos. El desligamiento
de la sociedad “carcomida” comenzaba por la toma de
conciencia de la miseria existente y de las tropelías de los
gobiernos autocráticos, pero también por estrategias de
purificación de la personalidad....

...La entrada a los grupos
anarquistas siempre supuso una conversión, un autodescubrimiento
del “yo rebelde”. El objetivo de tal conversión,
y del despojamiento consiguiente de los vicios sociales
del dominio, buscaba la autodignificación. En la prensa
anarquista de principios del siglo XX se reiteran consejos
dirigidos a la forja de la personalidad, entre ellos, tomar
conciencia del estado del mundo, no dejarse atropellar
por los poderosos y sus “esbirros”, actuar con reciprocidad
hacia el compañero, servir de ejemplo al pueblo
maltratado, abandonar los vicios burgueses, en particular
el alcohol, el burdel, el juego por dinero y la participación
en el carnaval a modo de comparsa. Pero la dignificación
de sí no sólo exige evitar estos males sociales sino también
ejercer un autocontrol, es decir, una apropiación de
sí a fin de hacer lugar a un querer libre y liberado de la
formación burguesa. No obstante, esa autoformación
libertaria no podía realizarse en el interior de experiencias
sectarias ni en los bordes vírgenes de la experiencia
histórica, como lo habían intentado los fourieristas en sus
falansterios y los utopistas en sus comunidades cerradas.
El anarquista se veía a sí mismo como un “hijo del pueblo”,
título de uno de sus himnos más conocidos. Era un
átomo suelto en medio del encadenamiento elemental que
a todos obligaba, y cuyo vínculo orbital con la cultura
popular era paradójico. Los anarquistas estaban muy
próximos a las prácticas populares y a la vez se ubicaban
en la frontera ideológica de las mismas. Fueron la
inflorescencia salvaje de prácticas populares en formación,
o bien la continuidad urbana de tradiciones tribales y campesinas
de resistencia. Esa condición paradójica va a determinar
la relación entre creencias libertarias y prácticas
de subjetivación.

Christian Ferrer. Cabezas de tormenta. Ensayos sobre lo ingobernable. Pepitas de Calabaza. Logroño, 2004.

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