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sábado, 12 de octubre de 2013

PRESTEZA ROJA





Vencidos por el tiempo,
jamás.
Hay melancolía en nuestros segundos.
Sí.
Ayer ensuciamos nuestros espejos
y los limpiamos con la misma suciedad,
y ahora esos segundos,
me golpean como plomos
fanáticos de gravedad.
Esos segundos que inventaron horas,
ahora caen
como el látigo marino en mi conciencia.

Yo no me adapto a las horas.
Desconfío de su generosidad.
Yo me expongo demasiado a las horas.
No, miento.
Las horas se exponen demasiado a mí.
Entran en mí como una confusión de ramas.
(Siempre hay sarmientos inesperados.)
Yo hago leña de las horas.
Me revelo de su estado
de ejecutivo amamantado.
Lo intento, pero caigo…
Soy inesperado
porque tengo demasiados cronómetros.
Oscilo entre bradicardias y taquicardias.
Vivo entre escaleras.
No queriendo llanuras rutinarias,
ni mecedoras melodiosas
ni ciclos cerrados
ni tantas olas
ni tanta piedra impreguntable
ni tantas cordilleras como heridas sin significado.

Sería bonito estar cansado.
Ser borrado.
Caer en nuestros daños
y no recuperarme.
Acostumbrarme a caer.
No salir para no tener que entrar.

Pero la belleza se refleja en mis nervios…

Digamos
que me rodeo en estos versos,
por la incapacidad de aceptar
que mi sensibilidad
no tiene orillas
ni precipicios,
llega rotunda y extensiva,
creativa en saltos,
en suspendidos humos excitados
y pezuñas topetadas.

Digamos
que mi pestilencia
se debe a la sobredosis del tiempo;
que me hace valorar mis arrugas
como si las excavara yo mismo,
que me hace arañar las emociones hasta lo ridículo
y predecir,
ese jifero que profetiza en la frente,
ese ritmo de migrañas:
estampidas de mi existencia.

Sí.
Llevo una jaula para retener tus inercias
y copies las mías:
“Venga Irene,
salta hacia mis ojos.
Tiembla barroca ante la trompeta
que sobresalta en la nostalgia.
Sea tu vida una acrobacia.
Una discusión de pétalos caídos
como aspersores impúdicos.
Camina interrumpida en los aromas,
desinfla el tomillo en tus manos.
Aquí estoy yo,
y quiero que me dividas en ti.”

No es manipulación,
es que mi corazón
es un salto de flores;
y las flores
conducen al tallo
y el tallo
conduce a las espinas.

¿Y por qué espulgar las espinas,
si yo no quiero ser lento
porque tú no quieres ser rápida?
¿Acaso, aunque yo te ame
como una colección de estímulos,
aunque tú me entregues todas las
culturas en tus labios,
somos obvios en la unidad?
Alguien es obvio en la unidad?
Dime,
alguien?

Entonces ven,
atravesemos el tiempo
con un juego de látigos si hace falta.
Ven,
con recogedores en las lágrimas.
Ven,
ya hemos pasado muchos sabores,
duros, secos, agrios, acabados.
Ven a esta última cornisa,
la que yo quiero coronar,
donde yo quiero morir ausente del frío artificial;
túmbate,
hagamos el amor como extintos animales.
Ven,
quememos nuestros sueños con presteza roja y
asesina.

Aquí estoy yo,
y tú,
cegados que no envejecidos.
Aquí está mi lápida,
mi sello,
mi destino.
Si tú quieres… tu lápida
tu sello
tu destino.
Aquí tu y yo,
puros de dudas,
puros de consecuencias,
inmortales apagados.



Raúl Campoy. Los dientes del reloj. Ed. Atlantis, 2008

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