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lunes, 8 de septiembre de 2014

EL LENGUAJE SECUESTRADO (III)



Igualmente, los derechos de autor se pueden ver como el instrumento legal que asegura los derechos patrimoniales de un creador sobre su obra, regulando la copia y difusión de la misma o bien como otro obstáculo más a la libre difusión si hacemos nuestra la tesis de que nada hay de original en la creación artística, ya que toda obra es remezcla, mestizaje, cruce, traducción, préstamo y puesta al día de obras creadas en el pasado y reinterpretadas cada vez en el presente.
No desvelamos nada. En los cuadros de Rembrandt, Frans Hals, Jan Brueghel, Rubens o Jacob van Ruisdael es difícil saber dónde termina la mano del maestro y empieza la de sus discípulos.

Sería absurdo pues otorgar a sus creadores, intérpretes y productores derechos de exclusividad sobre una creatividad que no solo surge de los saberes socialmente compartidos sino que más aún, solo es posible y comprensible en la medida que se inscribe en un imaginario común, forjado por experiencias compartidas que no vienen dadas ni por la naturaleza ni por lo biológico, sino que han sido fruto del constante adiestramiento en lo social y por tanto, forman parte del dominio público. Paradójicamente, en este debate tendríamos que reconocer a la corporación Disney entre las abanderadas en la lucha para que los derechos patrimoniales del autor, lejos de limitarse como ocurre en la actualidad, sean considerados a título de perpetuidad y no tengan una fecha de caducidad a partir de la cual pasen a dominio público. Algo chocante si tenemos en cuenta cómo se construyó esta maquinaria de colonización del imaginario infantil que ha llegado a ser la compañía de dibujos animados más poderosa del mundo. El mismo Walt Disney no sólo terminó apropiándose del ratón Mickey, que en realidad era obra de su compañero de estudio Ubbe Iwerks, al que le había robado la idea en 1928, fechoría a la que los Simpson dedicaron un rocambolesco homenaje en un capítulo absolutamente memorable protagonizado por el "autor" Roger Meyers Sr. y el indigente Chester Lampwick; sino que cualquiera que haya visto Fantasía puede descubrir en ella el influjo del arte japonés y la presencia insoslayable del arte expresionista alemán, con abundantes referencias al El Gabinete del doctor Caligari; igualmente ocurre con El Doctor Loco que es una copia en dibujos animados de Frankenstein o La tienda de los animales que lo es de King Kong. En La Bella Durmiente Disney saquea las salas de las pinacotecas europeas dedicadas al romanticismo, los prerrafaelistas y el gótico primitivo; y no mejor suerte corrieron las fábulas de Esopo o La Fontaine, los ilustradores del siglo XIX o los cuentos de Grimm (Blancanieves, Cenicienta, El gato con botas). Ni un duro pagó en derechos de autor este admirador de Hitler y amigo de Mussolini por Peter Pan, El libro de la selva, Alicia, Pinocho o 20.000 leguas de viaje submarino, y después de su muerte las cosas lejos de mejorar no han hecho más que sacar a la luz clamorosos refritos como el Aladdin de Las Mil y una noches, cuando no plagios puros y duros, en el caso de Atlantis que es un calco del comic nipón Nadia o el secreto del agua azul o El Rey León, en realidad un plagio del libro de Osamu Tezuka que treinta años antes había dado a la imprenta el cómic titulado Kimba el león blanco, que si apuramos también podría considerarse un refrito de El Rey Lear de Shakespeare al hoy se le discute la autoría de esta obra. 
Antonio Orihuela. Palabras raptadas. Ed. Amargord, 2014

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