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lunes, 26 de octubre de 2015

MIRADOR



Los otros niños que venden chicles le dicen Lola simplemente. Aquí, hasta los nombres pueden ser un lujo. Le gritan: “¡Eh, Lola, a que no me alcanzas!”, mientras emprenden la carrera entre venta y venta, cruzando las filas de automóviles que avanzan como animales prehistóricos rugiendo lerdos y lanzando sus vahos apestosos por el puente internacional. Lola ya ni se limpia los mocos. Las costras grises que se amontonan sobre sus labios, probablemente  le producen comezón y ella solamente se  soba bruscamente con el torso del brazo. Sabe cómo hacer su trabajo. Se pega a la ventanilla de mi auto, entorna sus ojazos negros y sonríe, no hago caso y ella me ataca con la estrategia número dos: deja caer las cejas y las comisuras de los labios. La espera y el escenario me atormentan más que nunca. No bajo el cristal, ni siquiera le sonrío a Lola, no le compro ni un chicle de a peso. Me quedo pensando en cómo serían los rostros de mis hijos si estuvieran del otro lado del cristal. ¿En qué momento de mi vida di el paso que me separó de aquella gente? ¿Por qué no me estremezco más como en mis tiempos de trabajadora social? ¿Por qué me separo de la humanidad para gruñir de rabia? Sé que soy capaz de odiar a esas mujeres, pero me encuentro en la profundidad de los ojos que me buscan del otro lado, y en vez de contestar a la sonrisa: maldigo del alto cielo a los políticos tramposos, a mi ingenua fe de otros tiempos, a mis ganas de vivir mi propia vida, a todo lo que no me permite sonreír en paz. Me acuerdo de la película que vi el otro día sobre una mami gringa políticamente correcta. A ella también se le desbarató algo muy en lo profundo en un momento de hartazgo y se dedicó a terminar con todo el que no le permitía hacerse justicia. También sé que me falta mucha fuerza, pero me gustaría tenerla, de perdida para treparme en alguna de estas dos banderitas hipócritas y mentarle la madre a todos. Respiro hasta el fondo como probándome, pero mi hija que viene aquí a un lado de mi asiento, me jalonea de un brazo para despertarme: --¡Mamá, mamá!, ¿qué, tú también te perdiste como las mamás de esos niñitos? --.

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A veces como ahora, Lola sueña con una catástrofe genial, guarda sus estrellas negras y desea con todas sus fuerzas que el puente se caiga de repente con todo y carros. Ella sueña con el momento en que todo se haga pedacitos cada vez más y más pequeños. Sueña con esas imágenes y trata de espantar el hambre y la sed, los ardores de sus pies. Goyo y El Toro la conocen bien y van a despertarla, pues siempre les ha dado mucho miedo el pensamiento de Lola. Desde que cada uno andaba trepado en la joroba de sus madres, a Lola le gustaba pedir cosas raras. El Toro se acuerda del día en que sus progenitoras cayeron redonditas una tras otra con todo y carga cuando el calor les pegaba a todos, en el puente, como si fuera la plancha del infierno. Lola estaba pensando allá arriba lo bonito que sería que todos juntos se quedaran callados para siempre, que todos se pusieran a dormir, que ninguno de los tres llorara ahogándose entre una espalda y un rebozo; no escuchar jamás los quejidos de sus madres, la pesadumbre irritada por el peso de todo, y alejarse de las nubes amargas que los cubren día tras día como telarañas malignas. Hace poco,  Lola se quedó paralizada a medio puente en otro de sus pensamientos. Esa vez quería transformar el infierno primaveral en algo diferente, pero lo pensó con tantas ganas que una tormenta de granizo se abrió exactamente entre las dos banderas con rayos, centellas y unas gotas semi-congeladas, tan grandes, que niños y viejos vendedores acabaron en cinco minutos tan moreteados como si les hubiera pasado encima una estampida de caballos. Goyo despertó en el Hospital General y la abuela del Toro no se volvió a ver jamás. Lo que no saben los niños es cómo se han salvado tantas veces ni por qué.

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Mugre señoronona, ay sí, muy pintadita, mugre señoronona coda. ¡Ya pues!, deje de mirarme mugre vieja y cómpreme unos chicles.
 -- ¡ándele señorita, compre chicles, un nuevo peso señorita! --.A ver vieja agarrada, ¿a ver qué tal?. ¿No le da cosa?, mire como ando, ¡mugre vieja!, ¿qué no se cansa de mirarme?, mejor cómpreme algo. No, no. Mejor esta carita. No no, no. Mejor la de la risa, uhhh, ¡mugre vieja coda!, ni con nada, i´ra que bonito brilla su pulsera. ¿Como cuántos chicles tengo que vender para comprarme esa pulsera? --.
 --¡Toro, Toro, Goyo!, vengan, i´ren qué bonita pulsera, Toro, ¿cuántos chicles tenemos que vender para comprarme una como esa? --. 
---Ya, Lola, vente, vamos pa’la otra fila, aquí todos son unos codos, vente Lola, del otro lado yo miré una muchacha bonita, bonita. Vente Lola, esa sí que nos compra un chicle --.

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            Mientras el trío de vendedores corre hacia otra fila, yo piso el acelerador despacio, como se debe para no provocar un accidente. La hilera de autos me detiene a unos pocos metros y antes de cerrar la ventanilla, todavía alcanzo a ver al Toro que inicia la estrategia de la sonrisa hermosa y los ojos inocentes. Por los brincos que dan Lola y Goyo parece que hubieran vendido la caja completa de chicles.
 A mí me falta poco para cruzar la línea de inmigración y  todavía dudo entre llamar a la niña para regalarle la pulsera que por la forma en que la miraba, tanto le gustó. Pienso que, al menos, podría regalarle todo el cambio que llevo en la guantera; pero nuevos y arriesgados vendedores me acosan por ambos lados del carro y el automovilista  de atrás hace sonar su claxon a todo lo que da para que yo me mueva. Lo hago como una turulata, pero logro repetir lo de siempre:
             --No, no llevo drogas, ni frutas prohibidas, mucho menos flores con semillas –-.  Las culpas y las dudas no las declaro, las agrego a mi carga de contrabando moral.





Adriana Candia. Sobrada Inocencia. cuentos y microcuentos. Colección: Arca de los Seres Imaginarios. Center for Latin American and Border Studies. NMSU. Revista Arenas Blancas. NMSU. 2013.

1 comentario:

  1. Las culpas y las dudas que nos acechan cada vez que hacemos línea en el puente internacional se nos acumulan como las costras de mugre de los que a diario hacen su vida en ese cascaron de pavimento y carros.

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