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viernes, 13 de mayo de 2016

LA INVENCIÓN DE LA GITANERÍA FLAMENCA


Como bien dice Rocío Plaza Orellana en su libro El flamenco y los románticos, la ficción sobre la que se construyó la realidad del flamenco terminó por contaminar con su juego a todos los componentes de esa identidad. No resulta paradójico pues que los menos interesados en investigar sobre los orígenes del flamenco hayan sido los mismos entendidos de flamenco. Para ellos, la mejor investigación sobre el flamenco era la que no se hace, porque de ese modo podían seguir alimentando todos los mitos sobre los que se había tejido su origen. El flamenco era así un fenómeno cultural al margen incluso de la cultura, estaba más allá de ella, invariable, inmutable, cerrado y clausurado desde la nebulosa de los tiempos. Quienes lo habían innovado y adaptado a su presente serán los mismos que reivindiquen su carácter tradicional, atemporal, rígido, esclerotizado; como si no hubiera sido precisamente por su permeabilidad y su adaptabilidad, por su plasticidad para abandonar unas formas y recrear otras, aceptar préstamos y ofrecerlos, lo que le ha permitido sobrevivir consiguiendo, una y otra vez, transparentarse con el ritmo histórico de cada momento.

Su misma ductilidad le servirá para convertirse en nacional cuando los distintos nacionalismos construyan su discurso apropiacionista, excluyente; en fin, ciñendo el flamenco a lo que nunca ha sido. Tratadistas, ideólogos, artistas que vivían o intentaban vivir de su arte participaron en la producción de estas esencias que, a pesar de su olor a anticuario, pertenecían a anteayer mismo. Para los folcloristas románticos y los historiadores positivistas el flamenco era la oportunidad de encontrar a un pueblo que, aunque tenían en sus mismas narices, se negaban a aceptar tal y como se les presentaba. En su pavorosa, analfabeta, reaccionaria y mísera existencia, este pueblo no es que no tuviera conciencia de sí, que no la tenía, es que ni siquiera entre esa minoría social más vinculada con el flamenco había conciencia de poseer un admirable don, un tesoro sagrado, a lo más, el flamenco era algo que estaba en sus vidas, que a unos les permitía ganar algún dinero cuando se rodeaba y a otros les permitía disfrutar de él en tanto espectadores cuando terciaba. ¿Podían permitir los buscadores de los arcanos del arte flamenco semejante herejía? Desde luego que no, pero afortunadamente, lo que no existía se podía construir, sobre todo porque las primeras piedras ya las habían puesto  los viajeros románticos un siglo atrás. Fueron ellos, en su distante diálogo con las formas populares a las que se acercaron, los que dieron las primeras pinceladas para que esa realidad que no existía se pudiera hacer pasar por verdadera, velando tanto como desvelando lo que se les presentaba como un misterio que, por su misma naturaleza cambiante, era imposible de fijar. 

La atracción por el exotismo del sur, iniciada por los escritores y viajeros de finales del siglo XVIII y extendida a causa de la invasión francesa, no solo puso a España de moda, sino que terminó fabricando, en la década de 1830, una precisa idea de España. Cincuenta años después, a finales del siglo XIX, son los propios españoles los que se encorsetan en esa imagen para triunfar en los teatros no de París, Londres, San Petesburgo o New York, sino de Madrid, Barcelona o Sevilla. Bailes populares que se habían movido entre el rechazo y el desprecio por parte del público distinguido, son domesticados y estilizados por los maestros de danza parisinos para ajustarlos al gusto de los salones elegantes y los teatros burgueses hasta convertirlos en espectáculos de ballet que integrarán las danzas españolas dentro de las revistas parisinas.

Algo parecido ocurre con la moda. Los viajeros se asombran de encontrar que en España las mujeres burguesas no visten a la española, es decir, como ellos las han visto en los teatros europeos. Igual sorpresa les causa que ningún español, entre las personas de su ambiente, se interese por las músicas o los bailes españoles, que consideran productos del populacho y sí por los franceses que no hacen más que recrear, a su modo,  esas músicas y bailes españoles.

Como siempre ocurre, la contradicción está en el hecho de que aquello que surge del pueblo solo adquiere forma una vez apropiado por la clase dominante, pero entonces resulta absurdo buscarlo o identificarlo como expresión auténtica del pueblo.

Los gitanos no existen, dice provocativamente el poeta visionario David Pielfort; y no le falta razón. Lo gitanesco es fruto del teatro ilustrado de finales del siglo XVIII, y  contiene en él toda la carga peyorativa del rechazo y la segregación social, resaltando todos los valores arquetípicos asociados a las clases bajas: lubricidad, salvajismo, indolencia y, en fin, todo aquello con lo que los ilustrados querían acabar en España y que, por el contrario, era todo lo que venían buscando los viajeros extranjeros como la esencia de lo español. La atracción de estos últimos por lo que llamaban la gente del bronce, los habitantes de los arrabales era tanta como el miedo que sentían a penetrar en esos ambientes donde, según ellos, mudan las costumbres, la ropa, la lengua y hasta la piel, pues blancos, negros y mulatos se confunden, como recoge Sebastien Blaze en Memoires d’un Apothicare, libro de viajes publicado en 1828 y donde rememora su paso por Triana.

En efecto, si uno se asoma al siglo XIX descubre que los gitanos fueron un invento de los franceses, o mejor dicho, un invento del gusto cultural de las élites parisinas por los  bailes españoles. Ellas determinaron el fenotipo gitano de la belleza femenina tal y como permanece en nuestra imaginación hasta hoy: ojos negros, cabello negro, piel cobriza, pechos voluptuosos, piernas torneadas, pies pequeños, porte majestuoso y andares sensuales. También los hicieron invariablemente pobres, ligados a determinadas situaciones y profesiones. Ellos cantaores, torerillos, buhoneros, esquiladores, ladrones o tratantes de ganado. Ellas, buñoleras, vendedoras de flores, adivinas, curanderas, prostitutas o bailaoras y se llamarán, por los siglos de los siglos, Carmen.

Los franceses identificaron a los españoles con los gitanos, y con el paso del tiempo los gitanos serían los depositarios de la esencia de lo español por excelencia y, para ello, no era necesario ni ser gitano ni tan siquiera ser español. La primera bailaora que subirá a los altares de la fama en Paris por su trepidante interpretación de los bailes españoles será una joven conocida como La Gitana, bajo cuyo apelativo se escondía la irlandesa Fanny Elssler, que los había aprendido en el King’s Theatre de Londres. Estamos en 1836. Dos años más tarde la nueva gitana que triunfa por Europa interpretando estos bailes es una italiana, la Taglioni. Una década después la estela del éxito la deja otra irlandesa que se esconde detrás del nombre de Lola Montes. Es más, las españolas que poco a poco logran abrirse un hueco en la escena internacional serán obligadas a bailar los bailes españoles no como se practicaban en Andalucía sino al gusto del público burgués europeo. El mismo que reclamará de ellas que se ajusten en su vida privada a las expectativas del imaginario alimentado por la famosa Carmen de Merimée, con la misma carga de erotismo, sensualidad y tragedia que aquella.

El majo, el guapo, el flamenco, navegó por el siglo XIX entre una selva de prohibiciones, buscándose la vida entre lo ilegal y lo alegal, agudizando su imaginación en el ejercicio de la supervivencia diaria y recreando el misterio sobre sí mismo y su arte cuando había lugar. Marginados y automarginados, mostraban su arte cuando podían y lo adaptaban sin problema a los gustos del público. El que fueran extranjeros los primeros en valorarlos sirvió para que la burguesía romántica de aquí terminara por hacerlos suyos.

¿Pero quiénes son, en realidad, los gitanos? Buscar un componente racial o étnico se viene demostrando, desde el siglo XVI, que es un error absoluto de aproximación a esta realidad subterránea que tiene más que ver con el submundo del trabajo en precario, la subocupación en la que se incluye toda esa heterogénea masa del lumpemproletariado que se hacina en las periferias de las grandes urbes, formada por desertores del trabajo, mendigos, poetas, artistas, malvivientes que decidieron avanzar en sentido contrario a la domesticación de las fuerzas productivas y a la cultura del sacrificio laboral. El pelotón de los descarriados que comprendió, en los inicios del capitalismo, que la vida es demasiado fugaz para desperdiciarla trabajando para otros, ser engañados en ese robo que es el trabajo asalariado.

A los deberes y responsabilidades que exigía la patria para participar en la magra ración de despojos que los capitalistas arrojan sobre los explotados, prefirieron la insubordinación, la libertad y la incertidumbre, eligieron no tener amos, ser estados soberanos, trabajar en lo suyo, que sigue siendo, en la mayoría de los casos, trabajar en sí mismos.

El siglo XIV fue un siglo terrible para Europa. Una pequeña Edad de Hielo arruinó las cosechas causando miseria y hambrunas, la peste negra acabó con un tercio de la población, tuvo lugar la guerra de los Cien Años sobre suelo francés y el Imperio Otomano irá ocupando progresivamente los territorios del debilitado Imperio Bizantino hasta acabar con él. Los desplazamientos y movimientos poblacionales asociados a todos estos desastres son incesantes. Miles de personas vagan por un continente devastado por el hambre, la muerte y la guerra; muchos de ellos son búlgaros, húngaros, rumanos, valacos y serbios que intentan escapar del avance turco hacia el corazón de Europa.

François de Vaux de Foletier, en Les Tsiganes dans l’ancienne France, recoge cómo hacia 1419 aparecen los primeros grupos de gitanos en el territorio de la Francia actual;  son grupos, a veces muy numerosos, al mando de unos denominados duques o condes in Egypto parvo o in Egypto minori. Tres años después un gran número de ellos penetran en Italia por el norte.

Allá por 1425, para comerciar en los reinos de España, se presenta a Alfonso V de Aragón, una extraña delegación encabezada por el autointitulado conde Juan Egipto Menor en peregrinación a Santiago, argucia legal de la época para no tener que pagar impuestos de peaje entre los traficantes de mercaderías. Dado lo beneficioso de la empresa, hará su aparición unos pocos meses después, un nuevo séquito, esta vez con el conde Tomás de la Pequeña Egipto a la cabeza, solicitando permiso de peregrinaje, y a este truco se acogerán todos los que les seguirán después a lo largo del siglo XV, unos mil trescientos que, amparados en la condición sagrada de la que disfrutaron los peregrinos durante la Edad Media y, en muchos casos, incluso de la protección real, comienzan a menudear por los reinos peninsulares como efecto del empuje de los turcos sobre los pueblos balcánicos una vez tomada Constantinopla.

Aunque, si bien es cierto que la presión turca produjo en la Europa del este un fuerte movimiento migratorio, no lo es menos, en relación a la manera que tienen de arribar a la península ibérica, el qué estos comerciantes, nómadas, y buscavidas se disfracen  con los elementos culturales más adecuados para poder sobrevivir utilizando para ello los rasgos más sobresalientes de cada época (el carácter sagrado del peregrinaje, por ejemplo), con tal de poder continuar haciendo su vida. En el Medievo, como hemos mencionado, estos peregrinos recalan en los reinos peninsulares en tanto autointitulados nobles de países lejanos, fieles creyentes, nazarenos y  penitentes que reivindican ante las autoridades su condición de peregrinos para ejercitar el chalaneo y escapar al fisco; durante la Edad Moderna, a medida que se van fijando sobre el territorio, amplían su espectro laboral hacia los oficios artesanales y las artes mágicas, y no será hasta finales del siglo XVIII, debido al interés por la música y las danzas de España de los primeros viajeros extranjeros, cuando terminan siendo vinculados a ellas como rasgo identitario.

 Las hasta hoy tenidas como primeras medidas contra ellos, la Pragmática de Medina del Campo de 1499 sancionada por los Reyes Católicos es, en realidad, una ley contra vagos y maleantes, que expulsa a quienes no tengan oficio conocido, ni residencia o señores a quien servir. Es decir, no se persigue a una raza, un pueblo o una comunidad sino que se persigue un modo de vivir, y quienes normalicen su vida, es decir quienes se dejen asimilar e integrar en el orden estatal que no admite la presencia de indeseables, estafadores, picaros y vagabundos, serán perdonados y admitidos en sociedad. A partir de 1633, todas las pragmáticas insistirán en esta idea, se persigue gente de mal vivir, porque “en estos nuestros Reinos jamás se ha entendido que hubiese verdaderos gitanos”, dice otra de época de Carlos II.

En este mismo sentido se pronunciarán en los siglos siguientes ilustrados y  regeneracionistas, entre ellos Eugenio Noel, quien poco antes de la Gran Guerra resumía  en República y Flamenquismo los tópicos, hábitos y conductas que, a su juicio, debían ser corregidos para sacar a España de su atraso ancestral: “Flamenquismo quiere decir matonismo, prestancia personal exterior, andar torero, fatuidad, engreimiento, apachismo, gentiliza en los trapos, cara gitana, el sol embotellado, achares, riñones, hígados, ingles, un traje de luces, el descaro, el descoco, el impudor, la lágrima cayendo en un chato de manzanilla, el ay-ay de la guitarra, los pelos cortados en forma de chuleta sobre las sienes, la trenza, la moña, la coleta, el vicio de hablar de todo sin otra competencia que la propia voluntad, las pasiones reducidas a vicios por falta de ambiente y de dinero… figurar, mangonear, meterse en todo, poner obstáculos, comentar el discurso o el raciocinio con un pero, un sin embargo, un no puede ser; es flamenquismo la palabra soez, la frase que escarnece, el equívoco, el retruécano, la hipérbole zafia… el pantalón de odalisca, el sombrero ladeado, la risa y el insulto en los rostros que ven lo que no entienden y lo juzgan con un gesto de gracioso; el tomarlo todo a broma, a chunga, a mofa, el escupir por un colmillo… el no amar la casa, la ciudad y la Patria, emporcándolas sin noción alguna de ciudadanía… porque el flamenquismo es una peste, una plaga… porque ha entronizado el espíritu torero hasta hacer desaparecer todo otro mérito, industrial o artístico… los intelectuales… queremos su extinción.” Noel y otros intelectuales republicanos como Ganivet, Valle Inclán o Juan Ramón Jiménez vieron, con absoluto escándalo, como el gitanismo se fue transformando en flamenquismo durante el último cuarto del siglo XIX, y cómo no había empacho a que se dilapidaran miles de millones en ruedos, plazas de toros, corridas y otros espectáculos flamencos mientras el pueblo no es que careciera de lo más elemental sino que con tales espectáculos degradantes solo conseguía hundirse aún más en la incultura, en el atraso espiritual y el envilecimiento de sus formas de vida, apareciendo como un sujeto histórico incapaz de remontarse por encima de condición de rebaño, multitud, muchedumbre paralizada no solo por su propia ignorancia sino también por el brillo del mundo espectacular que mira absorto.

Para Noel electricidad y toros eran incompatibles, no podían darse las dos en pleno siglo XX. España no podía continuar exportando a Europa exclusivamente bailaoras, toreros, escenas de sacristía, de cofradía, de covachuela, de verbena, lolas, cármenes y pícaros. Sobraban en nuestro suelo aristócratas de sangre estéril, hidalgos inútiles, bufones, hampones, caciques y militares golpistas. Era necesario poner fin a nuestra inveterada aversión a la ley y nuestro inmemorial gusto por la guerra civil, a los pronunciamientos, las matanzas. Para Noel, España estaba necesitada de todo lo que siempre le había negado el flamenquismo: cultura, leyes, vida, luz y aire.


Antonio Orihuela. Palos. Ed. La linterna sorda, 2016

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