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lunes, 9 de mayo de 2016

ÚLTIMO VERANO





 
Tenía tres años más que yo y también me superaba en asombros.
De ingenio ágil, esbelta y con melenas rizadas, su movimiento casi continuo nos incitaba a vivir. La veíamos ascender una cuesta y al poco rato descendía impetuosa por una ladera.

Detuvo las exaltaciones en los momentos decisivos de nuestras vidas. Pacientemente se sentó a mi lado para que juntos mirásemos unos minerales extraídos de su ansiedad: las páginas de los libros que compraba para mí. A los catorce años empecé a jugar con aquellas sustancias cuyo significado parecía cubierto de tierra y raíces de alguna mina profunda.

A pesar de su juventud, mi hermana poseía intuiciones antiguas. Como el animal que no se equivoca de espacio y desentierra el alimento sepultado en horas de abundancia, sabía dónde buscarme las palabras. Seleccionó las líneas para desadormecer. Los domingos, antes de irse a sus distracciones de adolescente, dejaba a mi alcance las lecturas que había seleccionado: Francisco de Quevedo, James Joyce, Vicente Aleixandre, Octavio Paz.

El tiempo restante fue para la euforia y las oscuridades del fondo. Me trajo con puntualidad su provisión de inquietudes, pero por seguir su modelo luminoso lancé al aire un puñado de larvas que había arrancado de los textos de Lautréamont.

Era aún veinteañera cuando la enfermedad le redujo la alegría y el peso. Permanecía en silencio, y entre nosotros se adensó la niebla de los parajes donde ella rastreaba las palabras. Como si las frases hubieran igualmente adelgazado o perdido sus adherencias de gozo y misterio, dejamos de hablar.

En el último verano compartido, probó una postura. Nosotros nos agachamos para imitar su muerte recogida en el hueco de las palabras vaciadas.

Cuando pienso en ella, palpo un obsequio: me acompañó para que yo supiera estar solo. 
 
 

Francisco Javier Irazoki. Orquesta de desaparecidos.
Ed. Hiperión, 2015
 



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