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sábado, 16 de julio de 2016

2 poemas de JUAN CARLOS DE LARA del libro DEPÓSITO DE OBJETOS PERDIDOS




AL abrir un cajón y tal vez sin querer
nuevamente me encuentro
con el álbum de aquel ya inesperado
viaje a Buenos Aires.

Son billetes de avión y calculo que más

de cien fotografías
que nos fuimos haciendo por calles que mi padre
sabía recorrerse de memoria
a pesar de que nunca las había pisado
como yo me creía en otro tiempo,
equivocado a causa de un curioso
montaje fotográfico
que le ponía en pie sobre otra sombra
—porque no era la suya—,
allí en la Chacarita,
delante de la tumba de Gardel.
Es la imagen de un sueño que hasta entonces
se había conformado con sólo una mentira.

Aunque así lo quisiera no sería posible
de ninguna manera separar mi niñez
de la voz de Magaldi
gastándose en los surcos de un disco de vinilo
desde la eternidad de un dormitorio a oscuras.
No es preciso buscar. Por detrás de la vida
siempre nos acompañan esas cosas que somos
o nos han hecho ser de otra manera,
porque tal vez ocurre
que circula la sangre debajo de un recuerdo
y antes se hereda un tango que el color de los ojos.
Por ello aquel viaje que siempre quiso hacer
mi padre a Buenos Aires
pero todos los años aplazado
por cierta indecisión, no sé, por la inquietud
de cruzar el océano,
se fue volviendo parte de mí mismo,
de un modo de esperar
más allá de los tiempos, aunque se llegue tarde.

Con el otoño en marzo y en la noche
otras constelaciones,
la ciudad que viví en aquellos días
sin embargo no era
distinta al Buenos Aires con el que yo he vivido
sin salir de mi casa.
Pero más que la luz de la Plaza de Mayo
es otra intensidad la que ahora persiste
más viva en mi memoria:
la oscura decadencia del Abasto
y de la Guardia Vieja
o aquel triste autobús a Puente Alsina
camino, simplemente, de una letra de tango.
Lugares que jamás yo pensé que existieran
más allá de la aguja de nuestro tocadiscos.

Y allí en la Chacarita,
delante de la tumba de Gardel,
ante mis treinta y un años de edad
y al menos veintiocho de recuerdos,
un sueño fue verdad por un instante
a través del visor de nuestra cámara.
Y aunque los años pasan, porque ocurre
que es un soplo la vida,
aunque mi padre había envejecido,
aquella vez la sombra era la suya.
Entonces le pedí que escribiese una frase
en la misma pared del mausoleo
y como pudo puso
Ya por fin he venido. José Manuel de Lara.
Imagino que el viento, la lluvia o el olvido
la habrán borrado ya,
pero en esa otra cal de mis sueños en blanco
todavía está escrita
con todos los recuerdos que esa tarde
se volvieron presente:
el dormitorio a oscuras con la voz de Magaldi,
las cartas con los sellos de Argentina,
un antiguo gramófono donde aún escuchábamos
los discos de pizarra
o el tango Caminito perdido en un cassette
con el adiós de un niño.
Cuánta vida anegada por un solo momento,
y en cuánto corazón yo también escribí
ya por fin has venido,
y qué hermosa mi suerte porque, al aproximarme,
sobre los adoquines de la fotografía,
enfocando a mi padre, aunque nadie lo sepa,
es la mía esa sombra que está junto a la suya.



 ***



UNO de agosto del setenta y tres:
es otra carretera, un coche azul,
ese hotel de la playa
y una niñez borrosa que se cubre de arena
para caer del tiempo a la memoria.

Hasta La Antilla fuimos
a pasar el día junto a Carlos Acuña,
ese nombre que a veces me encontraba en las cartas
que mi padre leía
y en los discos de tango que escuchaba y que entonces
caían sin cesar sobre mis siete años.
Se acercó hasta mi asombro con su voz de vinilo
y me llamó sobrino no sé bien el porqué.
Se quedó para siempre
con mi hermano y conmigo en blanco y negro,
abarcando en sus brazos ese instante
que tan sólo la cámara retuvo,
aunque mi padre puso sin querer
algún dedo delante.
En un ángulo muerto de la fotografía
hay una sombra triste como un tango.

Julio del dos. Tratábamos aún
de convivir al término de las complicidades
aquellas vacaciones en La Antilla.
Solamente costumbre,
palabras pronunciadas sin esperar ya nada,
razones defendidas sin mucha convicción…
Y en esa soledad que abarca sólo
la mitad de una cama
unos ojos cerrados como viejas heridas
y unos sueños vacíos como punto y final.

Para sentirme vivo,
por aferrarme a algo,
me recorrí las calles con la fotografía.
Buscaba
la casa de la playa que se veía en ella.
Me asomé a los caminos que daban al hotel,
regresé a las imágenes que olvidé en el recuerdo…
No la pude encontrar.
Esa casa en la arena se marchó con el agua
y a los niños de entonces se los llevó la vida
como a Carlos Acuña la tierra y el silencio.

Casi treinta veranos habían transcurrido
y de aquella vieja fotografía
solamente quedaba ya la sombra
en un ángulo muerto de mí mismo.



Juan Carlos de Lara. Depósito de objetos perdidos. Premio Leonor, 2015. Exc. Dip. Prov. de Soria. 
Fotografía de Juan Sánchez Amorós

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