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miércoles, 27 de julio de 2016

AL SON DE DOSCIENTOS PESOS



   Algo intocable golpea los sentidos cuando se abre la puerta en la calle que tiene nombre de pena, y el hedor de los orines, la cerveza, los sudores trasnochados, el vino y las miserias humanas salen al encuentro.
   En el primer rincón de la izquierda, olvidados de todos y por todos están: un campesino de piernas flojas que ronca y babea un líquido amarillento; a dos pasos , los brazos rollizos y el rostro de alguien se medio esconde bajo una cabellera clara y a su lado una mujer con el vestido levantado hasta la ingle, también dormita, postrada, con la boca abierta, sobre el respaldo de una silla. Después, la sucesión de imágenes rompe con todo el orden posible y tan pronto se puede ver en el centro de la pista: a un viejo alto y jorobado, sin gestos ni voz, que baila  con un adolescente de bello cuerpo; una anciana gorda y pintarrajeada que se abraza a un vaquero de edad madura y que lucha por no pisotear también a un moreno semidesnudo, tirado en el suelo negro, dormido o medio muerto de congestión alcohólica.
   Mientras Rigo Tovar ameniza desde las rockolas grandes y viejas, protegidas con rejas especiales en el fondo del salón; una muchachita embarazada se asoma por en medio de las puertas y huye despavorida por los callejones del mercado, seguida por uno de los cantineros que en tres segundos brincó la barra, los borrachos, tres bailarines, las banquetas y trató de alcanzarla para cobrarle nadie sabe qué.
   Las mujeres que bailan, las que están sentadas, las que llevan vestidos limpios y nada de maquillaje, las que se ponen tacones brillantes y medias torcidas, las que se visten como cholas o como amas de casa, todas irremediablemente llevan en su mano izquierda una bolsita de piel o de plástico.
   Bailan pegaditas, modosas, sin ganas o con ánimos y al final de cada pieza su compañero les entrega sin discreción doscientos pesos que ellas van acumulando a otros tantos por toda la noche, junto con una, dos, o muchas copas.
   Los policías entran y salen, cobran, observan, duermen mientras una vieja mariposita sin dientes, sin pierna, con pestañas dibujadas en los párpados es conquistada con suaves caricias, con arrumacos tiernos por un hombre de edad madura.
   Los cantineros tras la barra se mueven de un lado a otro toda la semana, de día o de noche, y nunca dejan de buscar bebidas escondidas en los viejos calentones, ni de gritar a los que ya no tienen para pagar.
   Las cumbias, los corridos y las polkas nunca se acaban, ni las danzantes, ni los visitantes, ni el viejísimo anuncio francés de un siquiatra, que cuelga en la pared, ni las fotos de mariachis, ni esa vida de los callejones del centro.

Adriana Candia. Mujeres Eternas. Crónicas de Adriana. Eñediciones, 2016


1 comentario:

  1. Mis disculpas a Adriana y María José por la confusión, por error pegué una foto del archivo de los encuentros de voces del extremo por esta del blog de voces del extremo...

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