La
sinagoga convertida en matadero,
el pan
en estropajo, el Nilo en sangre,
la
campana en gemido del ganado,
los
libros en ceniza y herradura.
El
agua convertida en vidrio enfermo,
la
pared en sudor y reservorio
donde
tiemblan cordero y matarife,
la
sala de oración de las mujeres
en
despensa de carne desollada
que
gotea despacio su temor.
Y la
llave, expulsada de su puerta
–el
dintel ojival que abría el mundo–,
expulsada
también del yunque ronco
y la
herida esponjosa en la que el barro
arrancó
su carnaza y compasión,
arrojada
a su veta de metal,
carbonato
insoluble, enfebrecido
que
escribe soledad en otras lenguas.
Umbrales
de la llaga. Cerraduras.
en Valencia de Alcántara
en la
diáspora
[Hocico]
Contra el
caliente hocico de los perros
se alían los
rastrojos y los cables
de la grúa
que sueña con ser pájaro
y reclamó la
altura y el color.
En el
suburbio enferma la estrechez,
ladrido que
se lanza tras el viento
y el
nerviosismo de las lagartijas.
Escapan las
manadas de gacelas
en la
imaginación del abandono
y las
radiales rompen las baldosas
como si
fueran cuerdas de violín,
venas
uncidas hasta el corazón
o el tallo
de las flores que se imponen
con su
fuerza minúscula y tenaz
al áspero
enlosado de cemento.
En el
paisaje gris del desamparo
los niños y
cacharros de los parques,
piedritas y
columpios de metal
exigen, con
su amor, no ser heridos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario