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domingo, 1 de enero de 2017

MIRAR ATRÁS



El túnel del tiempo no solo excava en el espacio y en el tiempo, es un ejercicio de arqueología del sentimiento, un intento de rescate selectivo de los poemas del primer David Castillo, el  que, con apenas dieciséis años, se iniciara como poeta en la década de los setenta  ligando su nombre al de la escena contracultural barcelonesa de entonces.
Estamos pues ante una voz aún por fraguar y, a la vez, increíblemente lúcida, penetrante, casi decantada, genial. Una voz que arranca con un juvenil poema datado en 1976, y que va ganando en madurez, solidez y seguridad durante el tardofranquismo y los años de la decepción socialista, tiempos crudamente retratados, en sus ilusiones, desengaños y traiciones, en este ramillete de tiempo que David Castillo ha querido, después de casi cuatro lustros, compartir con sus lectores.
En efecto, como hemos dicho, en este libro podremos ver hasta qué punto ya estaban asentados los pilares y trazadas las guías sobre las que se ha construido toda la poesía posterior de David Castillo: la desnudez formal, el poema río, torrencial, lleno de imágenes surrealistas y automatismos psíquicos, la huella del rock, del pop, del situacionismo, del mundo de sus querencias libertarias, y el paisaje y el paisanaje de la Barcelona canalla.
También están presentes en estos poemas otros elementos a los que David Castillo no ha renunciado con el paso del tiempo: el poema collage, la utilización de canciones como banda sonora del poema, la deriva como práctica poética, una deriva que se convierte en absorción de la realidad circundante a través de la mirada, siempre desencantada, escéptica, fatalista; la mirada del que constata cómo el tiempo lo va pudriendo todo a su alrededor. Y, cómo no, también están en estos poemas, los elementos biográficos, porque la poesía de David Castillo es biografía de un tiempo generacional y personal, un tiempo histórico tan desolado como los que lo habitan, personajes que circundan al poeta, que viven con él o le sirven para que él recree su vida a través de las de ellos, personajes que son memoria y melancolía de un tiempo único que él tuvo el privilegio de vivir, de compartir, y hacia los que se vuelve, desde sus versos, lleno de humanidad hacia los presos políticos, los torturados, los desaparecidos, los asesinados, los explotados, los arrasados y arrojados al arroyo.
También es El túnel del tiempo un libro lleno de humor, ese humor ácido y corrosivo que el poeta ha sabido cultivar a largo de toda su producción y que es, sin duda, una de sus mejores bazas literarias. Desde él no deja títere con cabeza, y a través de él desfila una Barcelona sucia, contaminada, atascada de coches y en la misma medida amada y reverenciada por el poeta. Lo mismo ocurre cuando nos lleva hasta los márgenes de la ciudad, sus zonas de sombras, ocupada por una fauna humana por la que Castillo siente pasión y compasión, y con la que se siente uno más, no diferente de todos esos actores anónimos que componen el lienzo multicolor de la vida más desnuda, más terrible, más intensa, más beligerante, difícil y  destrozada.
Este es el mundo de aquel David Castillo, el que escribiendo estos versos, tan desquiciados como sus lecturas de entonces, cumplirá la mayoría de edad  devorando todo lo que cae en sus manos: Dylan Thomas, Alfred Jarry, Vallejo, Rimbaud, Blake, Ginsberg, Lezama Lima, Bataille, John Donne, Kayam, Lowry, Neruda, viejos compañeros también de este viaje existencial de los que David extrae la médula a sus lecturas, y se va empapando de forma imperceptible con ellas mientras escucha a Lou Reed, los Sex Pistols, Jimi Hendrix, Prince, The Clash, David Bowie, Rolling Stones, Joy División, Durruti Colum, Roxy Music… forjando con ellos la banda sonora de su vida, de nuestras vidas, de aquellos años cimentados sobre un espíritu épico y romántico que el tiempo destilará, con acidez, con lucidez, con las dosis precisas del cinismo necesario para querer seguir nombrando lo real. Este es su túnel del tiempo, el que el mismo David Castillo nos ha cavado y que desde entonces se irá llenando de referencias vitales, amorosas, topológicas… tan personales, como para incluirnos a todos en ellas, para hacernos pasado, un pasado colectivo y colectivista, de bolsillos vacíos y muchos ganas de diversión, un pasado con regusto de conciertos de rock, malas noches, trabajos precarios, detenciones, experiencias con las drogas, antros de pesadilla, pisos destartalados y amantes fugaces cobradas a la salud de la revolución, Un pasado que conserva intacto el aroma de la vida salvaje y bendita de los que se creían llamados a subvertir el orden, crear otra vida desde las ruinas de todo lo viejo y, en la misma medida, maldecir desde sus versos el mundo que construye, con la complicidad de los demócratas, la vieja caverna franquista, parapetada en sus privilegios, su trajes de chaqueta, su policía antidisturbios, sus pactos y sus complicidades con los que llegan ahora, en nombre de la democracia, a exigir su tajada del pastel.
Uno lee El túnel del tiempo y le parece mentira que un escritor haya podido ser tan fiel a su obra desde los inicios, que haya dado para tanto el venero de esos años de fuego, barricadas libertarias, detenciones, cárcel, ambiente festivo y underground floreciendo por tascas y ateneos entreverados de drogas, sexo y rock and roll, que anunciaban también la zozobra de un estilo, de un sueño, el fin de la fiesta libertaria y el comienzo del muermo postmoderno, de la cultura domeñada, avasallada y puesta a los pies como trofeo de la socialdemocracia.
No me alargaré más, pero sí quisiera volver a insistir en la grandeza de este libro, hecho con unos poemas en los que el joven poeta que fue David Castillo mostraba ya su valía a pesar de que estos versos nunca llegaron a ver la luz. Aquí estaban ya dadas sus increíbles dotes para mezclar elementos de un realismo atroz con otros directamente heredados de las vanguardias, el discurso entrecortado, los planos que se superponen, la escritura automática, la dicción elegíaca, el ritmo epistolar… uno se pellizca al pensar en un David Castillo que aún no ha cumplido los veinte años, y se para, como lector, a pensar en quién está escribiendo así, como él, en ese mismo tiempo de finales de los setenta. Nadie. Baste recordar que mientras David Castillo no cesa de besar la lona, de trasegar bares, subir a pensiones de mala muerte, de gozar hasta el fondo de todos y cada uno de los paraísos artificiales que ofrece la contracultura, en España triunfa oficialmente una poesía culturalista y escapista, ajena a la realidad y al mundo, hecha por exquisitos para un público igualmente exquisito. Frente a esta poesía subvencionada y alentada por la cultura institucional, yerta y sin vida, qué fuerza, que intensidad podemos encontrar en esta otra poesía de la contracultura, una poesía que casi no existe, que está perdida y olvidada, y qué suerte que David Castillo se haya embarcado en esta empresa (y las que seguirán), de rescate de aquel aliento, de aquellas energías que encendieron los corazones y las utopías de libertad.
Terminamos. El túnel del tiempo se abre y se cierra por el mismo lugar, porque este tiempo intermitente, tiempo congelado en el poema, aún no ha concluido, y continúa siendo igual de absurdo y venturoso, igual de pertinente y paradójico, a través de estos versos nos podremos asomar a lo que fue, ahora que estamos definitivamente expulsados de ellos, y en la misma medida, reencontrarnos con lo que ya no somos, pero también con lo que no olvidamos, lo que algunas noches no nos deja dormir.

Antonio Orihuela
en la vieja charca, 17 de febrero de 2016







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