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jueves, 16 de febrero de 2017

Dignidad y valor





Imaginemos una ciudad portuaria en la Argentina de principio del siglo XX.
 Es el año 1923 y los ciudadanos de Puerto San Julián tienen miedo. Hace pocos días que han terminado los ecos de los disparos, de los gritos y de las celebraciones. Los cuerpos, en buen número insepultos de los trabajadores asesinados, cubren buena parte del interior de La Patagonia y los militares se encuentran acantonados en diferentes puertos de la provincia de Santa Cruz, en espera de los buques que les deben transportar a su base en la capital de la nación. Estamos en pleno verano y hace calor. El mar en la bahía de San Julián brilla y su belleza oculta el horror de la represión violenta del Estado.
El comandante en jefe, teniente coronel Varela, desea premiar a los soldados su obediencia y predisposición a fusilar a los trabajadores extranjeros y anarquizantes, y a petición de sus subordinados ordena visitas al único prostíbulo de la ciudad, La Catalana, para calmar la subida de testosterona que les ha producido tanto disparo y tanto muerto. Eso sí, estas excursiones sexuales serán organizadas marcialmente. 
La primera remesa de soldados deseosos de hembra ya está formada frente al burdel. Es el final de un día de sol del caluroso febrero. Un sargento les manda.  Inesperadamente, la dueña, Paulina Rovira llama al suboficial y en voz baja le comunica algo que hace que este palidezca, “¿cómo?”, oyen gritar a su jefe los militares. Y observan cómo la señora le impide el paso al interior de la casa. El hombre se vuelve, se aproxima a la fila y les confiesa el problema:
-Dice que las prostitutas no quieren acostarse con ustedes.
Los hombres se indignan. Con el premio tan cerca, ¿lo van a perder? El más arriesgado o necesitado dice:
-Hemos ganado una guerra, ¿nos van a derrotar estas putas?
Y salva el espacio que resta hasta la puerta del lupanar en cuatro pasos. Los demás se animan y le siguen, abren la puerta y en el pasillo les espera una furia en forma de cinco mujeres armadas de palos y escobas. Los hombres dudan, y ellas, sin haber estudiado estrategia en academia militar alguna ni haber realizado maniobras en el campo de batalla, saben que es el momento, y al grito de: “¡asesinos!, ¡porquerías!”, “con asesinos no nos acostamos” y “cabrones malparidos”, les hacen retroceder y cierran la puerta. Los derrotados, ofendidos en su orgullo varonil se ausentan y se van a emborrachar a los establecimientos que hay en la amplia avenida, abandonando la posibilidad de darse el esperado festín, ¿qué pueden hacer?
La Policía se presenta en la casa de tolerancia y detiene a los tres músicos que amenizan las fiestas y a las cinco meretrices. La ofensa a los servidores de la patria no se puede quedar en nada, hay que castigar como se merece esta afrenta. El paseo desde la casa hasta la comisaría constituye un acto de burla y desprecio por parte de muchos ciudadanos, que sonríen o estallan en carcajadas al observar la comitiva.
Los músicos son puestos en libertad, no son responsables de nada y además, en las fiestas nacionales actúan gratuitamente cuando se lo piden las autoridades.
Las mujeres son conducidas a un calabozo. El comisario decide  abrirles un proceso. Han insultado a militares vistiendo el uniforme y han tomado partido por los huelguistas. Para encaminarse bien y no errar, va a pedir su parecer al jefe de la guarnición militar de Puerto San Julián, el teniente David S. Aguirre. Pero este no desea que el asunto se sobredimensione e inesperadamente, recomienda al comisario que ponga a las prostitutas en libertad y que olvide todo. Caso cerrado.
Fue así como cinco mujeres consideradas por muchas personas como lo peor de la sociedad, ejercieron un acto de desagravio y justicia a los asesinados patagónicos. Cuando todos miraron para otro lugar, estas mujeres honraron a los trabajadores, huelguistas y anarquistas haciendo lo que sabían causaría más daño a los asesinos: cerrar sus piernas. ¡Honor a estas valerosas y dignas mujeres!, que se llamaron: Ángela Fortunato, argentina, de 31 años; Maud Foster, también de 31 años e inglesa; María Juliache, española de 28; Consuelo García, de 29 años y argentina y para finalizar, la también argentina Amalia Rodríguez de 26 años.


Fernando Barbero Carrasco. De guerras y revoluciones. Queimada Ed. 2016.


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