Imaginemos una ciudad portuaria en la
Argentina de principio del siglo XX.
Es el año 1923 y los ciudadanos de Puerto San
Julián tienen miedo. Hace pocos días que han terminado los ecos de los
disparos, de los gritos y de las celebraciones. Los cuerpos, en buen número
insepultos de los trabajadores asesinados, cubren buena parte del interior de
La Patagonia y los militares se encuentran acantonados en diferentes puertos de
la provincia de Santa Cruz, en espera
de los buques que les deben transportar a su base en la capital de la nación.
Estamos en pleno verano y hace calor. El mar en la bahía de San Julián brilla y
su belleza oculta el horror de la represión violenta del Estado.
El comandante en jefe, teniente
coronel Varela, desea premiar a los soldados su obediencia y predisposición a
fusilar a los trabajadores extranjeros y anarquizantes, y a petición de sus
subordinados ordena visitas al único prostíbulo de la ciudad, La Catalana, para calmar la subida de
testosterona que les ha producido tanto disparo y tanto muerto. Eso sí, estas
excursiones sexuales serán organizadas marcialmente.
La primera remesa de soldados
deseosos de hembra ya está formada frente al burdel. Es el final de un día de
sol del caluroso febrero. Un sargento les manda. Inesperadamente, la dueña, Paulina Rovira
llama al suboficial y en voz baja le comunica algo que hace que este palidezca,
“¿cómo?”, oyen gritar a su jefe los militares. Y observan cómo la señora le
impide el paso al interior de la casa. El hombre se vuelve, se aproxima a la
fila y les confiesa el problema:
-Dice que las prostitutas no quieren
acostarse con ustedes.
Los hombres se indignan. Con el
premio tan cerca, ¿lo van a perder? El más arriesgado o necesitado dice:
-Hemos ganado una guerra, ¿nos van a
derrotar estas putas?
Y salva el espacio que resta hasta la
puerta del lupanar en cuatro pasos. Los demás se animan y le siguen, abren la
puerta y en el pasillo les espera una furia en forma de cinco mujeres armadas
de palos y escobas. Los hombres dudan, y ellas, sin haber estudiado estrategia
en academia militar alguna ni haber realizado maniobras en el campo de batalla,
saben que es el momento, y al grito de: “¡asesinos!, ¡porquerías!”, “con
asesinos no nos acostamos” y “cabrones malparidos”, les hacen retroceder y
cierran la puerta. Los derrotados, ofendidos en su orgullo varonil se ausentan y
se van a emborrachar a los establecimientos que hay en la amplia avenida,
abandonando la posibilidad de darse el esperado festín, ¿qué pueden hacer?
La Policía se presenta en la casa de
tolerancia y detiene a los tres músicos que amenizan las fiestas y a las cinco
meretrices. La ofensa a los servidores de la patria no se puede quedar en nada,
hay que castigar como se merece esta afrenta. El paseo desde la casa hasta la
comisaría constituye un acto de burla y desprecio por parte de muchos
ciudadanos, que sonríen o estallan en carcajadas al observar la comitiva.
Los músicos son puestos en libertad,
no son responsables de nada y además, en las fiestas nacionales actúan
gratuitamente cuando se lo piden las autoridades.
Las mujeres son conducidas a un
calabozo. El comisario decide abrirles
un proceso. Han insultado a militares vistiendo el uniforme y han tomado
partido por los huelguistas. Para encaminarse bien y no errar, va a pedir su
parecer al jefe de la guarnición militar de Puerto San Julián, el teniente David
S. Aguirre. Pero este no desea que el asunto se sobredimensione e
inesperadamente, recomienda al comisario que ponga a las prostitutas en
libertad y que olvide todo. Caso cerrado.
Fue así como cinco mujeres
consideradas por muchas personas como lo peor de la sociedad, ejercieron un
acto de desagravio y justicia a los asesinados patagónicos. Cuando todos
miraron para otro lugar, estas mujeres honraron a los trabajadores, huelguistas
y anarquistas haciendo lo que sabían causaría más daño a los asesinos: cerrar
sus piernas. ¡Honor a estas valerosas y dignas mujeres!, que se llamaron:
Ángela Fortunato, argentina, de 31 años; Maud Foster, también de 31 años e
inglesa; María Juliache, española de 28; Consuelo García, de 29 años y
argentina y para finalizar, la también argentina Amalia Rodríguez de 26 años.
Fernando Barbero Carrasco. De guerras y revoluciones. Queimada Ed. 2016.
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