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martes, 21 de marzo de 2017

Escribir un poema



    Conducíamos, veloces,
    por la autopista,
    siempre
    hacia el sur.
    Las luces rojas y amarillas
    de los automóviles
    hacían añicos la espesura de la noche
    oscura.

    Encendiste un cigarrillo.
    Dijiste:
    Si lo vas a hacer,
    abre de par en par
    las puertas del poema.
    Sólo así puede ser verdad.
    Y luego:
    Si escribes pistola
    has de sentir el frío del metal
    en tu piel,
    igual que el miedo en tus entrañas
    si escribes tormenta.

    Sé a qué te refieres
    —dije yo—.
    Es como sentir que tus manos
    se mojan al escribir la palabra
    río.

    Porque nada es tan caluroso
    como los días de verano
    en un poema de Carver.
    Porque nada es tan cruel
    como la guerra española
    en un poema de Alberti.
    Porque nada es tan triste
    como Lorca
    en el amanecer de Nueva York.

    Apuraste tu cigarrillo
    y me dijiste:
    Escribir un poema
    es mancharte
    los dedos
    con el color rojo
    de la palabra sangre
    o escuchar el sonido melancólico
    de la palabra lluvia
    repiqueteando en los tejados.
    Los versos de tu poema deben
    contener todo el universo.


    Exactamente así es como es.

    Después continuamos en silencio.

    Y pensé en los últimos días
    de Machado,
    cruzando la frontera francesa,
    perseguido y derrotado.
    Y en Pavese,
    abriendo la puerta de un hotel de Turín
    decidido a quitarse la vida.
    Y pensé
    en el viejo Bukowski,
    tecleando su máquina de escribir
    como si fuese un piano desafinado
    en un apartamento solitario
    de la ciudad de Los Ángeles.

    Y entendí de qué estábamos hablando. 
     Rafael Calero Palma, Versos de alambre de espino, Editorial Alhulia, 2009.

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