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jueves, 15 de junio de 2017

3 poemas de EDUARDO MOGA



[OCUPO UN PUNTO QUE SE PIERDE...]

Ocupo un punto que se pierde
en la insignificante sucesión
de puntos que me forman.
Soy lo que se ha ido, lo que se hace instante
y se hace piedra, lo que me amamanta
y me succiona: un punto más
en la fuga del ser, en la demolición
del latido. Y veo estas manos
que escriben,
los dedos que moldean el silencio
y lo transforman en silencio humano.
Reconozco los ojos que me miran
desde el cristal, velados por una niebla ardiente:
corren, inmóviles, como si huyeran
del cuerpo, o careciesen
de él; quieren detenerse, pero gritan
y se ennegrecen,
y abrevan
en ácido,
                 y se consumen
en el desorden y la simetría;
producen tinta:
son tinta, y pugnan por que todas
las noches sean una sola noche.
Y arde la noche,
desde cuyas profundidades
observo
el caer de los cuerpos,
                                         y me sumo a él:
glándulas y ataúdes y murmullos
que circulan por este deshacerme
en el que estoy
recluido; afectos
diseminados
                        como metralla
por un impacto irresistible;
gavillas
de espectros
que corroboran
                             la nada.
Ni siquiera conozco mi pasado: es un cuerpo
ajeno el que se hospeda en mi cuerpo y concibe
el poema; son otras hebras las que componen
el ininteligible
tapiz del ser, el tabernáculo
salobre de la madre, el aire
virginal que es membrana
del mundo, piel en la que desemboca
mi piel, y besos
que escuecen,
pero silíceos:
                         besos como regatos.
El árbol no es: su copa imita el gesto
del agua yéndose, y los pájaros
que lo coronan sobreviven
en la frontera
sin líneas de lo fluido.
Huye su masa:
su movimiento es su quietud;
y huyen también mis ojos,
que tiemblan
con su temblor
                            de suceso limítrofe,
con el tumulto efímero de su musculatura.
Tampoco existe el banco
que veo, ni la injuria de la luz,
ni la espadaña próxima, arqueada
como un cisne: todo es vislumbre de la muerte,
renovada obsesión de la materia
por exhalar su polvo
y su indiferencia.
Lo que está niega el mundo,
pero es el mundo, y su presente
es memoria: un oasis de átomos,
médula apenas médula, entidades amándose,
o fugitivas. Veo el aire,
y lo que rompe el aire, y a mí viéndolo;
y la carne abandona
su sede,
               y el tiempo
envejece, y madura el sucinto coágulo
que es desaparecer. Mis ojos ven
lo que seré: un cadáver, como ya
soy, pero exento de lenguaje,
privado
de esperma y de sol; algo
nonato,
               desechado antes
de concebirse; una partícula
de este futuro que se ofrece
hoy, seminal,
con zarpazos de jade y de ceniza.
Y en esta percepción me adenso,
frío como la pez,
mientras percuten, a mi alrededor,
los objetos nacientes,
o los que dejan
de ser.

(Poema IX de Cuerpo sin mí, Bartleby, 2007)


[ESTOY AQUÍ, PERO ME ALEJO...]

Estoy aquí, pero me alejo. Pesan las vísceras, los calendarios. No obstante, me aparto de quien soy: de quien da sorbos a la cerveza, de quien lee con desgana el periódico, de quien ve envejecer al mundo y se ve envejecer con el mundo. Me miro los pies sarmentosos, apoyados en un escabel fatigado, y no sé a quién pertenecen. Los pies quieren escapar, hartos de entroncar conmigo, o de ser mi desembocadura. Y lo que digo enmudece: no se posa en el borde de los muebles, ni en las hojas de los plátanos [que aletean, encadenadas a un viento púrpura], ni en las cosas cercanas y remotas; por el contrario, vaga sin fe en los sonidos, sin esqueleto que informe su enunciación —o con un esqueleto laxo, espina apenas de sus llamas—, y se exacerba entre rosas, o esparce sus enigmas, o se aferra al pecho de lo sido, al dolor con el que zigzagueo entre mis ruinas palpitantes.

[Soy consciente de mi deriva. Las palabras asoman sin que medie la voluntad: son coágulos fluviales o acelerados remansos de sangre, que a veces se agrupan en nebulosas o en ascuas oscuras. Me avengo a su impulso: lo busco. El lápiz no corre tan deprisa como el lenguaje. Se han diluido las orillas del pensamiento —que no es razón, sino acuidad ardiente— y lo dicho fluye sin previsión, pero con justeza. A veces me detengo (de hecho, me ha costado rematar lo escrito entre guiones; intento, durante los frenazos, que los adjetivos, siempre acechantes, no graven la frase, su tiritar de cosa brotada), y entonces siento la pausa como un corte: procuro distraerme —afilo el lápiz, hojeo un libro (acabo de hacerlo con la poesía completa de Manuel Álvarez Ortega), busco cualquier pretexto para salir del despacho y eludir el silencio que me ahoga: voy a por un vaso de agua; me masturbo, cautelosamente, en el baño; enciendo un momento el televisor y repaso todos los canales, hasta dar con el programa más idiota (acabo de ver a Nadal ganarle un juego a Seppi en su partido de la eliminatoria España-Italia para evitar el descenso del Grupo Mundial; como si descender del Grupo Mundial tuviera alguna importancia. Nadal se sujeta la melena con una cinta amarilla, que combina con el granate de su camiseta Nike; Seppi, por su parte, viste de azul y blanco, como se espera de un jugador transalpino. Cuánto pesan los símbolos: más que las ideas que los sustentan. Se recubren con galas aparatosas, fabricadas en alguna maquila tailandesa, como los neanderthales se cubrían con pieles que les hicieran parecer más corpulentos para acudir al combate contra los clanes vecinos); hecho lo cual, regreso a mi mesa y empuño otra vez el grafito— y recuperar el aliento de la elocución, la fluidez articulada con que las palabras se acoplan en la página. No sé cómo lo logro, si es que lo logro. Los mecanismos de la dicción —y del pensamiento— se activan, en buena medida, al margen de la voluntad: algo hierve, helado, insumiso como el barro, exacto como el barro; algo sugerido por un aroma pasajero, o por una incisión de la luz en el ala de una paloma, o por el recuerdo de un pecho acariciado].

Lo que tengo no es mío. Y quien lo tiene no soy yo. Me constituyen los relatos que compongo para consolarme, la sangre de lo que imagino, lo no nombrado, el olvido. Pero ni siquiera eso forma parte de mí: me lo arrebata la lámpara que derrama su linfa sobre la mesa en la que me derramo, el miedo que me fortalece y me estraga, los besos y los ojos y los fantasmas que respiran conmigo y que expirarán conmigo. No revelo lo que he aprendido: que ya no estoy aquí; que el tiempo se desmigaja como una mucosa al sol. Mis brazos ocupan otros espacios, en los que deposito mi soledad y mi semen. Mi lluvia es otra lluvia: un agua arrancada al tiempo, cuyas gotas dibujan mi rostro y la huida mi rostro. Mis órganos se han vuelto nieve, que cae como un plasma abrasador, hermético en su dispersión; o limaduras de plomo, que hieren a cuanto acarician, o que se hieren a sí mismas.

[He mirado dos veces el reloj en los últimos cinco minutos: es una mala señal. Me duele el cuello. No sé si he hecho bien tomándome un schnapps de limón. Es raro que beba alcohol fuera de las comidas].

Quiero oír el embate de la sangre, como si rompiera contra un talud de sombra. Y la piel como una detonación. Y superficies que se yergan con el tronar de los labios. Y uñas que se estremezcan al pertenecerme, que ladren y florezcan y se insubordinen, y que luego, en su quehacer diario, recuerden lo pétreo del beso, lo infundido de amor. Quiero que las cosas ocurran por primera vez.

La tarde amenaza lluvia. El vidrio presiente la llegada del agua y se adensa en su transparencia, como si ya lo intimaran dedos serpenteantes. Oigo un retumbar: ¿cruje el cielo? ¿Chirrían su topacio y su humedad? Oigo trepidar a los pechos amados, y a mi propio pecho, en el que advierto el florecer de la senectud: los músculos lacios, el vello tintado de blancura. Los pechos que acaricio son las manos con que los acaricio. Oigo la violencia que subyace en lo naciente.

No escribo el poema que estoy escribiendo. Preveo que encanezcan los engranajes, que disientan los teléfonos, que se apaguen las sienes: que se archive el mundo, como los álamos que entreveo, sometidos a una lluvia semejante a sal. La descarga se ha producido, por fin: estornudo de sombra y plata. Pero no aplaca a la realidad, sino que la excita: la alimenta de un agua exultante, como una desbandada de luciérnagas. El poema me contempla, asombrado: yo soy sus signos; yo, su negrura y su alabastro.

Me alejaré aún más. ¿De quién es este estómago y su querella? ¿De quién, la tendinitis que me atormenta? ¿De quién, el ansia por que mi fuego se transfunda en otros fuegos, por alearme con otra carne, por aliarme con otro yo? ¿A quién pertenecen los ojos con los que leo lo que no he escrito? ¿Por qué enmascaro lo que digo, diciéndolo? ¿Por qué me sojuzga la identidad?

[Veo, de soslayo, esperándome, la columna de libros que integran la poesía completa de A. F. M., y que me he comprometido a reseñar para el libro-catálogo que el Gobierno de Aragón está preparando en su memoria. Me pasma su capacidad para concebir imágenes. Sus ideas tienen forma y color: son bestezuelas zaheridoras como libélulas. Aunque a veces me gustaría que fueran sólo ideas].

¿Qué hago en esta casa, en esta piel?

(Poema IX de Bajo la piel, los días, Calambur, 2010]


[VUELVO AQUÍ, AL LUGAR DEL QUE NUNCA ME HE IDO...]

Vuelvo aquí, al lugar del que nunca me he ido; aquí, donde el terror se alía con la inocencia, y las manos no tienen otra cosa a la que aferrarse que las propias manos; aquí, donde el ojo interroga a la página, y vuelca en la página cuanto ha apresado, y vierte la tinta espectral de los años, y el oro podrido de las cosas, y el zumo de su propio cristalino; aquí, donde los objetos, huérfanos, se preguntan qué forma revestirán, o qué temblor seré capaz de conferirles; aquí, donde soy, escribiendo, y me abraso, escribiendo, aunque se haya borrado mi nombre, y vague por los despeñaderos de la ignorancia, y el cuerpo se llene de explosiones silenciosas, de días átonos.

Vuelvo a la vecindad de los papeles. Me observan cosas que podrían ser, pero que pasan, sin cuerpo y sin resplandor. Claman por la lengua que las diga, pero perecen en la inexistencia. Se asoman a mí, con turbulencia germinal, pero concluyen: antes de disiparse, antes de amar. El polvo podría ser piedra; la transparencia, oscuridad; lo que reconozco podría reconocerme. El mundo posible me aplica su ley: si duerme en el barro, me embarra de pureza; si muere, también yo muero; si alcanza a vivir, me destruye. Veo un promontorio que no es un promontorio, y una casa que ha sido demolida, y una luz que ennegrece. Veo gestos sin movimiento, noches sin madrugada, sinrazón sin irracionalidad: nombres que no designan, o que encarcelan. Me veo a mí, manoteando en la incertidumbre, para abonar la incertidumbre, atrapando lo que sobrenada en el tiempo, con hambre de signos y de prodigios: creando para crearme. Veo, aunque me haya arrancado los ojos.

Estoy aquí, encajado en mi tórax. Siento el peso tímido de los testículos. Esparzo en el polen el polen de mi muerte. A mi alrededor se reúne lo oscuro, abrazado por lo que resplandece. Quiero coger el reloj, pero se aleja. Me gustaría atravesar el aire, y desvelar lo que oculta, y eyacular en su herida, pero me intimida su impenetrabilidad: su cuchilla ubicua, unida a otras armas incorpóreas. La pantalla del ordenador no deja de interrogarme: cuanto más escribo, más ignoro. La goma con la que borraré casi todas las palabras de este poema descansa en un reposavasos oxidado, que ya he mencionado en otro poema. [La tecla Supr es otra área del córtex cerebral: su circunvolución más creativa. En alguna ocasión he acariciado la idea de componer un vasto poema, integrado por sus sucesivas correcciones, desde el manuscrito original hasta su versión publicada: un palimpsesto interminable]. Todo se escuda en su ser, para no ser; todo es su yo inacabable, que muda jubilosamente en tiniebla; todo se vuelve enemigo, pero sonríe. Y yo observo su migración como quien contempla el desbordamiento de un río.

Acuden realidades a las que no he dado representación. [También he pensado en componer un poema enteramente fragmentario (¿enteramente fragmentario?) con retales no utilizados de otros. Pero ¿no es todo poema un remiendo, una sucesión de costurones?]. Los champiñones de hormigón que jalonan los campos de Albania. El barbero que, para mantener la muñeca caliente, le recorta el pelo a un maniquí de plástico, sentado en una butaca de la barbería. El perdigón de vidrio de un vaso roto a muchos metros de distancia, que me impacta en el ojo mientras como en un restaurante [y que me lleva a pensar en lo milagrosa que resulta nuestra indemnidad, entre tantas asechanzas del azar]. El móvil que le suena al que está meando a mi lado, en el lavabo de un antro, y al que responde sin dejar de orinar. Un verso de Ashbery: As Parmigianino did it, the right hand/ Bigger than the head, thrust at the viewer/ And swerving easily away, as though to protect/ What it advertises, que fluye con sincopada nasalidad en la penumbra de una sala, en cuyo vestíbulo se desarrolla un desfile de Mango [cuando salgamos del museo veremos a dos modelos, esquemáticas, meterse en un coche de la organización]. Violet, de la que podría enamorarme. Lara, de la que también podría enamorarme. La conjetura de que merece la pena vivir —de que el sol es sangre, y la sangre, ahora, y el ahora, eternidad—, aunque todo se hunda, con la impaciencia de una ola, en el cráter de la muerte.

Todo se dirige a la afirmación, pero se embebe en la indiferencia. Todo tropieza en mí, y yo tropiezo en todo. Camino por lugares que se me ofrecen como alambradas, y que me desgarran como amapolas. Salgo de casa, piso los minutos, recorro la piel: es una hoguera helada, cuyos espejismos incorporan matices de antracita o sugieren hipótesis de suicidio. Hago otros hallazgos en este camino desolado: un puñado de relatos, que describen mi desvalimiento, a los que me empeño en llamar poemas; el flagelo de la serotonina; la pesadumbre de ser alguien. Y me sujeto las manos como si fueran a echar a volar [de hecho, vuelan: se alejan de mí, surcan espacios que aún no he bautizado, se extravían en la vastedad de lo cercano. Las manos recuerdan. Por fin, se funden con el lápiz que sostienen]. Todo puja, aun lo carente de fuerza para ascender: lo que no puede brotar. Discrepo del desorden: hablo. Escupo sueños: me desangro. Abrazo al viento, a lo ininteligible, a la tristeza: me abrazo a mí. Y persevero en la senda que he elegido [Two roads diverged in a wood, and I—/ I took the one less traveled by: recuerdo a Danny recitándome estos versos de Frost, mucho antes de que quisiera ser poeta], que serpentea por países nocturnos, y que iluminan lunas desprendidas de sus cielos. Me rodea lo que no ha existido: lo nunca oído. Pero narro. Pero grito. Deshojo sustantivos, y me desequilibro, pero ese desequilibrio me sostiene. Atiendo a las ecuaciones de los sentimientos y a los borborigmos de la razón: soy mortal. Todo se yergue, aunque perezca. Y sobrevivo, fugazmente, en la duda y la alegría.

(Poema XXXI de Bajo la piel, los días)



Recogidos en: Eduardo Moga. Selected poems. Ed. Shearsman Books. UK, 2017
Fotografía de Juan Sánchez Amorós


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