Que la
reciente crisis internacional –económica, pero también, en España y otros
países, política, social e institucional– ha producido una poesía crítica,
valga la redundancia, es una obviedad. La poesía es, siempre ha sido, una
membrana sutil en la que se imprimen los movimientos –sístoles y diástoles,
contracciones, fasciculaciones o quebraduras– del cuerpo social, por oscuros e
individuales conductos. Desde el surgimiento de la crisis, en 2008, muchos
poetas españoles –y me ceñiré a lo ocurrido en nuestro país, porque ni el
tiempo de que dispongo ni mis conocimientos me permiten rebasar nuestras
fronteras– han expresado, en sus versos, su oposición a una realidad pavorosa,
hija de la manipulación financiera, que ha desnudado toda su sordidez y
brutalidad, y que se ha volcado, con salvajismo, en los menos acorazados, en
los menos sapientes, en los menos, es decir, en los nada poderosos, aunque
fuesen los más. Como siempre que estalla una crisis, por otra parte. Y es menester
recordar, porque la memoria es muy frágil, que el epicentro de la crisis fue
Wall Street, pero que ha golpeado todos los rincones del mundo, y que en España
se ha visto agravada por la ley del Suelo, promovida por el gobierno de José
María Aznar, y aprobada bajo su mandato, que propició su mayor y más
devastadora particularidad nacional:
la burbuja inmobiliaria. Autores como José Manuel Caballero Bonald, Juan Carlos
Mestre, Manuel Rico, Julieta Valero, Pablo García Casado, Ernesto García López,
Isabel Pérez Montalbán, Ana Pérez Cañamares y los ya fallecidos Félix Grande, Angelina
Gatell o Pedro Montealegre, entre otros, han ahondado en la crítica, exponiendo,
desde perspectivas estéticas distintas –la acidez barroca de Caballero Bonald, el
irracionalismo melancólico de Mestre, el objetivismo galvánico de García Casado
o la demolición sintáctica de Valero–, las aristas de un sistema económico
injusto y un entramado de superestructuras en apariencia benigno, pero en
realidad aún más leonino. Todos estos poetas, hasta 229 –una cifra que revela las
verdaderas dimensiones de la ofensiva crítica–, figuran en la antología En legítima defensa. Poetas en tiempo de
crisis, publicada en 2014 por Bartleby Editores (una editorial significada
desde siempre por su sensibilidad social, su compromiso colectivo y su
resistencia a las solicitaciones más adocenadas del mercado), en la que, ante
el recorte de derechos y libertades y el encogimiento del Estado del bienestar
(aunque en España nunca haya habido un estado del bienestar, sino, a lo sumo,
un Estado del ir tirando), ponen voz al sufrimiento y gritan, en legítima
defensa, contra la globalización del dolor social. Muchos aparecen también
entre los 81 recopilados por Alberto
García-Teresa en Disidentes.
Antología de poetas críticos españoles (1990-2014), publicado un
año más tarde, 2015, por La Oveja Roja, con un propósito colindante: denunciar,
mediante el poema, la realidad que construye el capitalismo y que nos presenta,
con todo su arsenal ideológico, como la única realidad possible, o la única
realidad deseable. Todos ellos creen, creemos, en la capacidad de
la palabra para modificar el mundo, y, por muy cínicos que seamos o muy desengañados
que estemos, es un deber ético, y también estético, ejercer esa creencia.
Seguimos pensando que un poema, un verso, una imagen, pueden cambiar las cosas,
y por eso, entre algunas otras razones, continuamos escribiéndolos. No
obstante, el cambio al que aspiramos solo excepcionalmente puede ser una
alteración directa de la realidad colectiva: el financiero que especula o
defrauda, el empresario que evade impuestos o el político que contribuye, con
los millones afanados, al envidiable bienestar de la Confederación Suiza, no se
abstendrán de robar o de explotar por que unos cuantos chalados junten poemas
(¡poemas!) en un libro (¡un libro!), pero, quizá, como dice en el prólogo de En legítima defensa Antonio Gamoneda –cuya
poesía, sustentada por una ética de la pobreza, como ha señalado Miguel Casado,
describe una agónica trayectoria de rebeldía y liberación–, la fuerza emocional
y sensible de la poesía sí pueda “intensificar las conciencias, propiciar la
adopción de un pensamiento operativo”; porque, añade el Premio Cervantes, “la
palabra poética es palabra insurgente; se opone a la palabra establecida,
evidentemente semantizada por la dialéctica del poder”.
Pero la
emergencia de esta poesía crítica, causada por la emergencia social en la que
aún estamos inmersos, no es un hecho aislado o históricamente singular. De
hecho, en España hay una poderosa corriente, de parecida naturaleza, desde, al
menos, la Guerra Civil. Una corriente de queja, de protesta, de incitación al
levantamiento (nunca al alzamiento), de espejo en el camino, social, marxista,
ciudadana, transgresora, subversiva, que ha adaptado su discurso contestatario
a las sucesivas circunstancias del país y, en particular, a las circunstancias
lamentables, que han menudeado. En el franquismo, una pléyade de autores
practicó, con fortuna dispar, la denominada poesía social, cuyos mejores representantes
fueron Blas de Otero, José Hierro, Gabriel Celaya, Ángela Figuera Aymerich y la
recientemente homenajeada Gloria Fuertes, y cuya labor conoció los ambivalentes
posos de las antologías, como la canónica Poesía social española contemporánea, antología
(1939-1968), de Leopoldo de Luis. Esta corriente, propiciada por la dictadura y la sordidez de
un país en el que a todo el mundo, según Manuel Vázquez Montalbán, otro de estos
poetas sociales, parecían olerle los pies, no se interrumpió durante la
Transición, excitada por cambios promisorios pero también engañosos, y
sobrevivió a otras aventuras poéticas, como los novísimos. Y así, en el último
cuarto de siglo en España, es decir, desde mucho antes del estallido de la
última crisis del sistema capitalista, muchos poetas han abundado en la
exposición de sus injusticias y su crueldad. El fenómeno ha sido ampliamente
estudiado y es bien conocido. Muchos son los autores que militan en la que ha
sido llamada “poesía de la conciencia”, o de la “conciencia crítica” (como si
la conciencia pudiera ser otra cosa), y muchos han escrito versos estimables.
Pero yo quiero mencionar aquí tres nombres cuyas obras son, casi de principio a
fin, poesía en los tiempos de la cólera, aunque atravesaran muchos periodos en
los que la cólera parecía aletargada, o incluso desaparecida. Ese es,
precisamente, uno de sus principales méritos: haber seguido siendo críticos
cuando todo el mundo parecía acomodarse a un progreso satisfactorio,
democrático, homologable al de cualquiera de los países de nuestro entorno;
haber perseverado, como proclaman algunos líderes de la derecha, pero en la incomodidad
y la denuncia.
Jorge
Riechmann se adelantó, poética y políticamente, al declinar de los medios de
comunicación tradicionales, inducido por la revolución digital, con su
legendario El día que dejé de leer El
País, publicado en fecha tan temprana como 1997, cuando El País era lectura obligatoria de todos
los progresistas del mundo, al menos del mundo hispanohablante. Curiosamente,
Wikipedia, la enciclopedia británica
de la posmodernidad, nos informa de que uno de los mayores estímulos que
recibió en su niñez para dedicarse a la literatura –como luego haría, en
efecto, con una visión permanentemente crítica del capitalismo– fueron los no
menos legendarios premios de redacción escolar de la Coca-Cola, uno de los
iconos del capitalismo. Singularmente también, entre 1990 y 2003 Riechmann fue
redactor de la revista de ciencias sociales y reflexión política Mientras
Tanto, fundada en 1979 por Manuel Sacristán, que nuestro profesor de
Filosofía del Derecho en la Universidad de Barcelona, el inolvidable Juan Ramón
Capella, no dejaba de recomendarnos: publicaba incluso poesía. En 2000, DVD
Ediciones publicó Muro con inscripciones;
y en 2008, siendo yo ya codirector de su colección de poesía, Rengo Wrongo.
Antonio
Orihuela es autor, asimismo, de una vasta obra poética y ensayística, con más
de 40 títulos aparecidos desde Si Rocky
viera ese gato y Perros muertos en la
carretera, ambos de 1995, en la que conviven, como señala Santiago Alba
Rico en un texto aún inédito, una poesía más biográfica, esto es, más personal
e intimista, más juguetona y amorosa, con otra más descriptiva, o sea, más
explícitamente política, pero que, en su dilatado conjunto, se resuelve en una
proclama anarquista y un combate sin embelecos contra el capitalismo. Así lo
señala, de nuevo, Alba Rico: “No hay un Orihuela descalzo y un Orihuela
vestido, un Orihuela de día y un Orihuela de noche. Antonio Orihuela es un
poeta anarquista y por una doble vía. Lo es porque esa es la opción política
que ha defendido siempre. Pero también porque todos los grandes poetas lo son
(anarquistas), en el sentido de que sus obras no admiten divisiones muy nítidas
entre lo privado y lo público, entre lo íntimo y lo político. Son
invariablemente objetivas. De hecho, Orihuela habla casi más y mejor del mundo
que quiere transformar cuando habla de sí mismo –o de los árboles y los perros–
que cuando denuncia al capitalismo licuefactor que descompone y degrada
nuestras vidas”, algo que, por cierto, añado yo, lo equipara con aquellos
escritores que, con una exposición minuciosa y veraz de la sociedad a la que
pertenecen, proporcionan una visión de esta más punzante y perturbadora que
todos los tratados de sociología o ensayos políticos de sus contemporáneos, como
el dandi Marcel Proust, que reflejó la decadencia de la sociedad decimonónica
–y de su nauseabunda aristocracia– en una novela lírica, o el áspero y
torrencial, pero ferozmente comunal y humano, Walt Whitman, que, aprovecho para
recordar, escribió esto en el poema “Pienso”, de “Del mediodía a la noche
estrellada”, perteneciente a Hojas de
hierba:
En la opinión pública;
(…)
en el Presidente, pálido, preguntándose para
sí: ¿Qué dirá el pueblo, por fin?
en el juez frívolo, en el
congresista, el gobernador o el alcalde corruptos,
y
en otros, parecidos, que quedan inermes y desenmascarados;
en el cura farfullador y gritón
(que enseguida se queda sin feligreses);
en la merma paulatina de lo
venerable, y de los dictámenes de los
funcionarios,
las normas, los púlpitos y las escuelas;
en el aumento de las intuiciones de hombres y mujeres, siempre mayores,
más
fuertes y amplias, y del Amor Propio y la Personalidad;
en el verdadero Nuevo Mundo; en las resplandecientes
Democracias en masse,
y en la conformidad que les
prestan políticos, ejércitos y armadas;
en el sol que hacen brillar, y en la luz que
les es inherente, mayor que ninguna;
en que lo envuelvan todo, y en
que todo emane de ellas.
El
tercer poeta de esta prolongada poesía crítica es el valenciano Enrique Falcón,
autor de uno de los principales hitos poéticos de los últimos 25 años en
España, el libro-poema La marcha de
150.000.000, que se ha publicado por entregas desde 1994 (cuando la
primera, “El saqueo”, obtuvo un accésit del Premio Adonáis, de la editorial
Rialp) hasta 2009, cuando vieron la luz sus cantos completos, cinco, en la
editorial Eclipsados (luego reeditados por Delirio, en 2017). El título del
libro se inspira en uno de los más célebres del poeta revolucionario Vladimir
Maiakovski (aunque él lo publicara sin indicar el nombre del autor), 150.000.000, que era la población rusa
en 1919, el año en que fue escrito. La
marcha de 150.000.000 es el mejor ejemplo que ha dado la poesía española
contemporánea de que puede practicarse la crítica social, y con toda
radicalidad, sin desatender, es más, otorgando el protagonismo a un lenguaje
desarticulado, desarraigado, quebrantado, sincopado, pulsátil; y de que también
puede escribirse poesía social que sea, al mismo tiempo, poesía épica, con
Neruda y Ernesto Cardenal (y, por lo tanto, también Whitman) al fondo. En la
presentación de Enrique Falcón en la antología Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles (Libros del
Innombrable, 2004), luego incorporada como prólogo –junto a otros cuatro– a la
edición de La marcha de 150.000.000 de
Eclipsados, escribí: “Frente a los que creen que toda literatura comprometida
ha de manifestarse en términos llanos, desprovistos de excrecencias estéticas
–y hasta de literaturidad–, que
rebajan su voltaje crítico, el poeta valenciano demuestra que puede hacerlo
también –y aun con mayor eficacia– con una asunción radical de los
procedimientos expresivos de la modernidad, deudores del irracionalismo y la
descanonización del arte. En Falcón, el compromiso y la denuncia social no
excluyen la elaboración lingüística, Muy al contrario, sus versos plasman, en
su hosquedad rítmica, en su chirriar morfológico, en sus torceduras semánticas
y sus depuradas y muy conscientes anomalías, el concepto o la emoción; o ambas
cosas, vueltas ya una. La fractura expresiva y la imaginería agresiva –en las
que resuenan, sin duda, los modos del surrealismo– no son, pues, sino
‘estremencia semiológica’, como señala el autor, con neologismo a su vez
forzado; es decir, violencia verbal que refleja la violencia de la realidad
descrita, una realidad de tortura y de duelo, de sangre y de luto”.
Falcón
también participó en otro hito, esta vez de carácter ensayístico, de la poesía
española reciente: Poesía y poder,
del colectivo Alicia Bajo Cero, publicado
en 1996, un lúcido análisis (o más bien destripamiento) del fofo, acomodaticio
y mendaz neorrealismo español representado por la poesía de la experiencia,
bajo cuyas proclamas críticas se ocultaba, en realidad, una sutil y hasta
regocijada adhesión al sistema, aunque, a ratos, el extraordinario ensayo no
supiera desprenderse de una jerga académica neomarxista que disminuía su
belleza y su eficacia.
Los
tres, Riechmann, Orihuela y Falcón, fueron antologados en Feroces. Radicales, marginales y heterodoxos en la última poesía
española, de Isla Correyero, publicado por DVD Ediciones en 1998, otro
compendio de poesía alternativa y crítica anterior a la practicada durante y a
causa de la crisis; y también en En
legítima defensa. Poetas en tiempo de crisis y Disidentes. Antología de poetas críticos españoles (1990-2014).
La
conciencia crítica ha estado y sigue estando encendida en la poesía española,
más arrebatadamente ahora, quizá, cuando vivimos en los tiempos de la cólera. No
cabe dudar, pues, de la existencia de una lírica impugnadora y hasta feroz. De
lo que no estoy tan seguro es de que la crisis económica, sociopolítica e
institucional en la que nos encontramos haya producido poesía satírica. La
poesía satírica, en general, parece haber perdido el mordiente, el filo sin
mella, que la caracterizó durante siglos, y que la convertía en una herramienta
muy útil del espíritu contestatario y el debate público. Más aún: parece haber
desaparecido, sumándose a esas otras modalidades de la poesía que son ya meros
espectros, como la poesía didáctica o la poesía religiosa (aunque de esta quede
todavía algún pertinaz, y estéticamente horrendo, cultivador). Pero, como
escribió el latino Persio, la sátira es el género literario propio de los
hombres libres, y a mí me sorprende que una forma de poetizar que acentúa la
cortante virulencia del lenguaje, que subraya su impacto performativo, se haya
diluido en el marasmo del yo posromántico –que lo ha invadido todo, como la
posidonia en el Mediterráneo– y las fluctuaciones de una conciencia solo atenta
a sí misma, cuando más falta hacía, cuando más necesaria era su navaja y su impiedad.
Hablo, singularmente, de la poesía satírica semejante a las canciones de
escarnio de los esquimales o a la practicada entre los ashanti, tan temida que quien
la recibe prefiere a menudo suicidarse a soportarla; una solución, el suicidio,
a la que también se acogió el noble Licambes, que se había negado a dar la mano
de su hija al poeta Arquíloco de Paros al enterarse de que era hijo ilegítimo,
y recibió a cambió las invectivas de este, que no en vano se jactaba de saber
cómo se le pagaba a quien le hiciera daño con daño insoportable. Hablo del
libelo, del porrazo dialéctico, de la parodia escarnecedora, de la invectiva
brutal, de eso que, aun siendo mucho más moderado, produce siempre –insisto,
siempre, aunque parezca que se encaja con indiferencia– un intenso sufrimiento
psíquico, cuya irrogación se juzga imprescindible para la modificación de las
conductas (o, en el caso más extremo, para su cese, si uno acaba con ese
sufrimiento por la vía de la inmolación). La poesía satírica, y en especial sus
formas más agresivas, constituyen un camino excepcionalmente directo para, a
través de la burla, alcanzar un modelo ético ideal, un espacio en el que no
quepa ningún reproche, esto es, en el que la propia poesía satírica resulte
innecesaria. Porque la poesía satírica es precisamente eso: la conjunción de
protesta y humor; la reivindicación de una moral mediante el escarnio de la
contraria. Lo que resulta idóneo en la lucha política: en la construcción de
discursos –y la práctica de comportamientos– asentados en presupuestos
ético-ideológicos; o en su demolición. Como escribió en 1895, otra época de
crisis, el conde De la Viñaza en su discurso de ingreso en la Real Academia
Española: “El poder de la poesía satírico-política es indispensable para
contribuir a la destrucción de lo que es imperfecto y para transformar,
rejuvenecer y crear lo verdadero y lo justo en medio de la eterna antítesis que
en el fondo de toda sociedad se agita”.
Claro
que esta poesía satírica no está exenta de riesgos. Para empezar, puede
volverse contra uno, por dos vías: la del reproche propio, por abrazar una
forma del insulto, algo que cada cual ha de gestionar en la intimidad de su
conciencia; y la del reproche ajeno, porque un satírico, si quiere serlo, ha de
estar siempre dispuesto a que lo satiricen también a él. Pero el mayor peligro
de la sátira para quien la practica puede ser la respuesta del poder. Por
suerte, no vivimos ya en una dictadura, que aplicaba a los discrepantes, fuesen
poetas o fontaneros, la represión física: el porrazo, no ya dialéctico, sino
policial, amén de medidas devastadoras, como el destierro, la cárcel o incluso
la muerte. Por ejemplo, Vladímir Maiakovski, el inspirador, como se ha dicho,
de La marcha de 150.000.000, fue un
destacado cantor, quizá el más importante, de la Revolución soviética y
escribió estentóreas burlas de los cobardes que no luchaban por el comunismo,
como el largo poema “Fábula del desertor que no había preparado nada mal las
cosas y de la suerte que le cupo al pancista y su familia”. Su protagonista,
Villadiego Pecoso (así lo bautizaron, con buen criterio, los traductores S.
Hernández, Joaquim Horta y Manuel de Seabra, para connotar el viejo dicho
castellano de “tomar las del Villadiego”), es un ruso blanco que huye del
frente, y cuya huida facilita que llegue a su pueblo el capitalismo, un
enjambre de culos dorados, “con un fulgor de charreteras”: son las clases
privilegiadas, compuestas por el cura, el policía, el zar, el latifundista y el
burgués, que proceden a aplicar sus recetas de gobierno: someter al proletario,
cubrir “de edictos / la espalda del labriego”, devolver la tierra a los
expoliadores, implantar pesados impuestos, instruir con el crucifijo al escolar
y golpear con la porra. A Maiakovski, sin embargo, lo decepcionó profundamente
la Revolución (y hubo de sufrir, bajo el mandato de Stalin, los abucheos y la
persecución de los escritores oficiales, que lo tachaban de elitista y
pequeñoburgués, y lo satirizaban), algo que, sumado a sus fracasos
sentimentales, lo llevó al suicidio en 1930.
Aunque
un ejemplo aún más doloroso de represalia por la actividad satírica es el de
otro poeta ruso sobresaliente, Ossip Mandelstam, que murió en 1938 en el gulag,
a donde lo había enviado el padrecito Stalin
por un poema satírico, “Epigrama contra Stalin”, escrito contra él en 1933 (y
que solo había circulado oralmente, no por escrito, como los panfletos del
Siglo de Oro; pero llegó a los oídos ubicuos del dictador). Puede decirse, pues,
que componer este poema le costó la vida. Dice así:
Vivimos sin sentir el país a nuestros pies.
Nuestras palabras no se oyen a diez pasos.
La más breve de las pláticas
gravita, quejosa, al montañés del Kremlin.
Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos,
y sus palabras como pesados martillos,
certeras.
Sus bigotes de cucaracha parecen reír
y relumbran las cañas de sus botas.
Entre una chusma de caciques de cuello
extrafino
él juega con los favores de estas
cuasipersonas.
Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro
llora;
solo él campea tonante y los tutea.
Como herraduras forja un decreto tras otro:
a uno al bajo vientre, al otro en la
frente, al tercero en la ceja, al cuarto
en
el ojo.
Toda ejecución es para él un festejo
que alegra su amplio pecho de oseta.
(traducción de José Manuel Prieto)
Estos casos, por fortuna, ya no se dan, al menos
en las sociedades occidentales y en los países democráticos, aunque en muchos
de ellos pervivan formas antisatíricas sutiles y, hoy más que nunca, un
espíritu puritano, y por lo tanto censor, en el debate público y la impugnación
de las ideas, como demuestra, en España, el inverosímil delito contra los sentimientos
religiosos, previsto en los arts. 522 a 525 del Código Penal y esgrimido para
vapulear a titiriteros, jóvenes que enseñan las tetas en la capilla de una
universidad pública y otra gente de malvivir, entre otras formas de laminar el
espíritu crítico y las libertades de conciencia, pensamiento y expresión. En un
contexto, pues, en el que la diatriba política no debe conducir a la cárcel, y
mucho menos a la muerte, uno echa en falta, en estos tiempos de cólera
ciudadana, algunas prácticas poéticas que sí se han conocido en España, incluso
en tiempos mucho más represivos que estos. En la Guerra Civil se combatió
también con los versos, y algunos de los escritos por algunos de nuestros
poetas más enamoradizos y garcilasianos destacan por su virulencia, como Miguel
Hernández, que escribió “Los hombres viejos”, un largo poema satírico (de 36
estrofas y 144 versos) en el que criticaba, no a los viejos por edad, sino a
quienes se aferran a ideas reaccionarias y anacrónicas. Estos son algunos
fragmentos de la primera parte, plagados de referencias escatológicas, que se
justifican por la agitación bélica que los suscita:
Nacen puestos de gafas, y una piel de levita,
y una perilla obscena de culo de bellota,
y calvos, y caducos. Y nunca se les quita
la joroba que dentro del alma les explota.
Pedos con barbacana, ceremoniosos pedos,
de su senil niñez de polvo enlevitado,
pasan a la edad plena con polvo entre los dedos,
sonando a sepultura y oliendo a antepasado.
Parecen candeleros infelices, escobas
desplumadas, retiesas, con toga, con bonete:
una congregación de gallardas jorobas
con callos y verrugas al borde del retrete.
Con callos y verrugas, y coles y misales,
la dignidad del asno se rebela en la enjalma,
mirando estos cochinos tan espirituales
con callos y verrugas en la extensión del alma.
Alma verruguicida, callicida la vuestra.
Habéis nacido tiesos como los monigotes,
y vivís de puntillas, levantando la diestra
para cornamentar la voz y los bigotes.
Saludáis con el ano, no arrugáis nunca el traje,
disimuláis los cuernos con laureles de lata.
No paráis en la tierra, siempre vais de viaje
por un país de luna maquinal, mentecata. (…)
Os alimenta el aire sangriento de un juzgado,
de un presidio siniestro de abogados y jueces.
Y concedéis los pedos por audiencia de un lado,
mientras del otro lado jodéis, meáis a veces. (…)
Porque se ponen huecos igual que las gallinas
para eructar sandeces creyéndose profundos:
porque para pensar entran en las letrinas,
en abismos rellenos de folios moribundos. (…)
Retretes de elegancia, cagan correctamente:
hijos de puta ansiosos de politiquerías,
publicidad y bombo, se corrigen la frente
y preparan el gesto de las fotografías.
Temblad, hijos de puta, por vuestra puta suerte (…).
y una perilla obscena de culo de bellota,
y calvos, y caducos. Y nunca se les quita
la joroba que dentro del alma les explota.
Pedos con barbacana, ceremoniosos pedos,
de su senil niñez de polvo enlevitado,
pasan a la edad plena con polvo entre los dedos,
sonando a sepultura y oliendo a antepasado.
Parecen candeleros infelices, escobas
desplumadas, retiesas, con toga, con bonete:
una congregación de gallardas jorobas
con callos y verrugas al borde del retrete.
Con callos y verrugas, y coles y misales,
la dignidad del asno se rebela en la enjalma,
mirando estos cochinos tan espirituales
con callos y verrugas en la extensión del alma.
Alma verruguicida, callicida la vuestra.
Habéis nacido tiesos como los monigotes,
y vivís de puntillas, levantando la diestra
para cornamentar la voz y los bigotes.
Saludáis con el ano, no arrugáis nunca el traje,
disimuláis los cuernos con laureles de lata.
No paráis en la tierra, siempre vais de viaje
por un país de luna maquinal, mentecata. (…)
Os alimenta el aire sangriento de un juzgado,
de un presidio siniestro de abogados y jueces.
Y concedéis los pedos por audiencia de un lado,
mientras del otro lado jodéis, meáis a veces. (…)
Porque se ponen huecos igual que las gallinas
para eructar sandeces creyéndose profundos:
porque para pensar entran en las letrinas,
en abismos rellenos de folios moribundos. (…)
Retretes de elegancia, cagan correctamente:
hijos de puta ansiosos de politiquerías,
publicidad y bombo, se corrigen la frente
y preparan el gesto de las fotografías.
Temblad, hijos de puta, por vuestra puta suerte (…).
También Rafael Alberti practicó la sátira más
acerba –y escatológica; la escatología es un recurso constante en la poesía
satírica española–, como demuestra su famoso “Epitafio a un presidente”, dedicado
a Niceto Alcalá Zamora, el primero de la II República española:
Ni a mirra y ámbar,
sino a hedor de infierno,
pez muerta, pues,
pis seco de letrina,
hieda esta tumba
donde se amotina
gusano funeral,
gusano eterno.
No fue un hombre,
fue un Jefe de Gobierno,
una lega, una canca,
una gallina,
tímida encarnación
luciferina
de un congregante
Luis de moco tierno.
Yace el tonto,
repito, el Presidente,
aquel que en vida
solo fue Niceto,
risa del hambre de
la pobre gente.
Con orín en su
mármol firma ahora
este epitafio noble
y de respeto:
“Fue tonto en
Priego, en Alcalá y Zamora”.
Alberti, siempre combativo, siguió increpando
ferozmente, a lo largo de su vida, a los líderes nacionales y mundiales. En
1978 publicó otro pasquín, Los cinco
destacagados. Poemas contra los dictadores de América. Uno de ellos,
“Pinosanchinocetburundá”, con su cacofónica descomposición léxica, está
dedicado al siniestro espadón chileno Augusto Pinochet:
El
Inmenso El Inmenso
el más
destacagado hijo de atrás del Grande
el atiranorror
el
despomastaorror
el
funéreo funerísimo funegeneralísimo
el más
destacarancho roedor
comedor
triturador
nato
quebrantahuesos
vampiro
chupador
el más
destacado traidor
usurpador
gorgojo
piojo
incendiario
Pinosanguinochetburundá
el Inmenso
el más destacado
ovario
de mi
madre Adefesia
hija y
madre del Grande
el
cagador de dólares
borrapueblos
borrudo
robacobriboludo
petroluda.
Pese a la radicalidad de Alberti, no alcanza las
incisivas fronteras de Pablo Neruda, otro comunista pugnaz –como Miguel
Hernández, como Rafael Alberti–, que en 1973 dio a conocer Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución
chilena, cuyo
primer poema, “Comienzo por invocar a
Walt Whitman” (a quien ya conocemos: poeta telúrico, continental, como él, y ocasionalmente
satírico), dice así:
Es por acción de amor a mi país
que te reclamo, hermano necesario,
viejo Walt Whitman de la mano gris,
que te reclamo, hermano necesario,
viejo Walt Whitman de la mano gris,
para que con tu apoyo extraordinario
verso a verso matemos de raíz
a Nixon, presidente sanguinario.
Sobre la tierra no hay hombre feliz,
nadie trabaja bien en el planeta
si en Washington respira su nariz.
Pidiendo al viejo Bardo que me invista,
asumo mis deberes de poeta,
armado del soneto terrorista,
porque debo dictar sin pena alguna
la sentencia hasta ahora nunca vista
de fusilar a un criminal ardiente
que, a pesar de sus viajes a la Luna,
ha matado en la Tierra a tanta gente
que huye el papel y la pluma se arranca
al escribir el nombre del malvado,
del genocida de la Casa Blanca.
En
el prólogo aclara Neruda, por si hiciera falta hacerlo, que el nixonicidio que
propone, ese “matar de raíz al presidente sanguinario”, no es una exhortación
pública al asesinato, sino una metáfora de la tarea desinfectante de la poesía:
Esta es una incitación a
un acto nunca visto: un libro destinado a que los poetas antiguos y
modernos pongamos frente al paredón de la Historia a un frío
y delirante genocida (…). Nixon acumula los pecados de cuantos le
precedieron en la alevosía (…). Solo los poetas son capaces de ponerlo
contra la pared y agujerearlo por entero con los más mortíferos tercetos.
El deber de la poesía es convertirlo a fuerza de descargas rítmicas y
rimadas en un impresentable estropajo (…).
Pero, volviendo a
España, no podemos olvidar el bagaje satírico contra nuestro dictador fetén,
nuestro autócrata por antonomasia, nuestro Francisco Franco y su cohorte
viperina, que, poco después de que Neruda se despachara contra Nixon y sus
adláteres hispanoamericanos, agonizaba y moría, como paso previo para ser
enterrado en la pirámide egipcia de Castilla, el eterno Valle de los Caídos.
Así describía Juan García Hortelano el declinar y fallecimiento del dictador en
“Elegía”:
El
viejo enano, dejando huérfana
a
la infecta prole, se fue pudriendo
en
el hediente caldo de sus jugos,
en
la viscosidad pululante y larvaria
de
su bilis, a hervor controlado
por
la ignición interna de las heces,
en
los instantes de mejoría aliviado
por
bisturí que guían de consuno
la
codicia y torpeza.
Expulsando
guijarros de sangre por el ano,
por
la boca sapos huyendo de la baba enana,
el
enano eterno, que no vería más luz
que
la siniestra, parece que sentía
el
terror de los suyos morderle las mucosas,
mientras
equivocaba la esperanza
con
los esputos y estos con las rapiñas
que
la mujer (nunca suya) ensacaba,
encamionaba,
encolchonaba, transfería
en
las alfombras de nudo enrolladas, tejidas
con
las flemas de los ajusticiados.
Sin
tregua, a estertores, así fue comprendiendo
en
la agonía los peros de la longevidad,
las
sorpresivas fallas de la inmortalidad
en
intervalos tétricos –como fuera su vida–
soñando
aún en matar, en torturar, cazando
hombres,
peces, perdices, persiguiendo
el
pavor, placer único del que gozó viviendo.
Alguna
última tarde y según susurraron
los
que, con su temblor, creían espantar a La que no llegaba,
el
coriáceo asesino sollozaba, apiadado
de
su corta existencia, lamentando no haber gaseado,
en
los dorados días, los millones que el otro.
Mejillas
áridas, enloquecidas manos, falos
encogidos,
incontenibles muecas de los herederos
constituyeron
su mortaja; y en la magnificencia de la fosa
–juguete
preferido de los que a sí mismo se regaló el austero–,
un
beso acre del ángel de su guardia
sobre
la nunca besada frente, sobre la frente enana,
tan
cercana a la tierra que nalgas parecía
(entre
las que tantos lamieron), nueva vida le dio.
Entonces
descubrió que había olvidado
hacerse
acompañar por quienes nunca
dejaron
de pesar en su conciencia
estricta
como inmensa era la tumba.
Y,
al fin, harta aún más que compasiva, la Hedionda,
quizás
agradecida a los tributos de su mejor cliente,
le
convirtió en reliquia, una más entre tantas.
Sí,
fueron días hermosos, muy hermosos,
breves,
como siempre es la dicha en este mundo,
fugaces,
como siempre son los estertores del tirano,
dichosos,
muy dichosos, para el que largamente
su
vida dedicó a la abyección y el odio.
He dicho antes que
no estaba seguro de que esta crisis en la que ya llevamos diez años hubiese
producido poesía satírica. Pero alguna ha habido, aunque, en general, sin la
mordacidad letal de la que acabamos de señalar y sin un proyecto sistemático,
sin una visión burlesca global. (Excluyo de ella las cuchufletas rezumantes de
veneno, pero horras de literatura, como las expelidas por lóbregos falangistas
como Jaime Campmany o aristócratas de cloaca como Alfonso Ussía). David G.
Borrero, Miguel Ángel Gara, David Refoyo, David Trashumante, los propios
Enrique Falcón, Antonio Orihuela y Jorge Riechmann, Félix Grande o los dos
ángeles –Petisme y Guinda–, entre otros, han entregado piezas de esa naturaleza.
Pongo como ejemplo de este cultivo satírico un fragmento de Ludópatas sin fronteras, poema póstumo de
Félix Grande, compuesto en décimas espinelas:
La Troika, o
Trinka, o Trancazo,
en Bruselas
residente,
ha arrodillado a
la gente
tras romperle el
espinazo.
Tan descomunal
sablazo
manda hacia la
escupidera
a Atenas, a Grecia
entera;
y en tanto Europa
se fríe,
¡mírala cómo se
ríe
la mafia
bankfinanciera!
Wallstreetmente
rateros,
goldmanschsmente
rapaces,
bundesbankmente
voraces,
lehmanbrothersmente
fieros…
A tan bravos
bandoleros
(ilotas de la
Ganancia)
les tirita su
jactancia:
son un montón de
bandidos
presuntuosos, y
escondidos
debajo de su
importancia.
¡Cuidado con esas
gentes
que le están
rezando al credo
más peligroso: el
del miedo!
¡Son cadáveres
vivientes!
Desde los pies a
los dientes
sudan peste
funeraria.
¡Cuidado con esa
paria
caterva de
millonarios:
son lunáticos corsarios
de su vida
hipotecaria!
Me permitiré transcribir a continuación una modesta
contribución a la poesía crítica, de corte satírico, escrita por los españoles
en los tiempos de la cólera, que incluí en Insumisión
(Vaso Roto, 2013), dedicada a quien tanto ha hecho por que haya crisis y
haya cólera, el inolvidable José María Aznar:
Veo a Aznar y su bigote ausente, su bigote
terrible, su bigote abrumador que ha dejado al país sumido en la consternación
del no bigote. Aznar tiene bigote como otros tienen silicosis o aerofagia, pero
no lo tiene en la cara, como se cree comúnmente, sino en el cerebro. El bigote
se le electriza cuando no piensa. Se retuerce entonces como una lombriz, invade
con espasmos anélidos los recintos vacíos de su no pensar. El bigote de Aznar,
gallardo gallardete flameante, insta a la preservación de los valores que
constituyen nuestra identidad; cosquillea a la catástrofe, que se remueve en su
madriguera incivil; titila como un farolillo chino en un cementerio abarrotado
de muertos. Aznar combate la insignificancia con la prosopopeya de un
subteniente de alabarderos. Y así como el topo crece entre detritos
subterráneos, y su ceguera, alimentada por la oscuridad, se engolosina con la
oscuridad, él se multiplica por efecto de nuestra insignificancia, de nuestra
resistencia a admitir que somos insignificantes, y de nuestra consiguiente
necesidad de encumbrar a quienes se enorgullezcan de su pequeñez y la hagan
pública y estridente como una starlette de vodevil. Aznar es inspector de
Hacienda e inspector de alcantarillas. El humor de Aznar es templario y
gualdirrojo. Gaddafi, siseando como un crótalo, le regaló un alazán cuando aún
humeaban los doscientos setenta cadáveres mutilados de Lockerbie, y cuando
volvía a humear también el petróleo libio por los oleoductos del Mediterráneo.
El bigote de Aznar se emparejaba con el bigote de Gaddafi, y ambos bigotes
meneaban el vientre sin velos, abrazados a la causa del terror [el humor del
multimillonario morador de jaimas, asesino dilecto de su pueblo, promotor y
devorador de mierda, era verde, como su bandera], avezados al estruendo, a la
carcajada mesozoica, entre jaeces y reflejos de ebonita. Aznar fue el primer
mandatario occidental en visitar al gran masturbador tras la condonación de sus
deudas de muerte —propias y ajenas— por la organización de nulidades unidas.
Luego, con la prestancia de un monosabio, se perdió por las sendas de la
historia, agitando el bastón de caña y caminando con pies estrábicos. Pero
Aznar se aferra con ahínco a sus ideas ausentes: se apezuña en ellas para
desafiar el embate de las presentes. Sutil como un ñu, enarca entonces la
glotis, aguza el remoquete y expele la fruslería colmilluda, asentada en
principios civilizatorios que merecen de todo español bien nacido el
calificativo de inmarcesibles. Aznar mira a la cámara con su entrecejo de
hombre empachado de certidumbres, lustrado por el betún de su ovacionada
insignificancia, y afirma que existen, que sí, que hay, que créanme, que les
doy mi palabra, que es necesario actuar, con el sacrificio de nuestras vidas,
si fuere preciso [es decir, de las vidas de nuestros soldados], de conformidad
con ese haber indiscutible, infinitamente inobjetable, como indiscutible e
inobjetable es el monasterio de El Escorial o el quehacer de la Obra, porque
los ciudadanos han de saber que el destino en lo universal de la democracia
vallisoletana consiste en exportarla, con la firmeza que requiera el caso, y
sin condescender a la menudencia del parecer común, a las mezquitas bagdadíes y
los suburbios de Kabul, ondeando la bandera vencedora en Perejil, y sus
regüeldos gualdos, y el pendón de Nuestra Señora de San Lorenzo, con todo el
viento de la historia atlántica soplando a nuestro favor, y la zarpa del
monarca transoceánico en mi lomo de la dehesa.
Sin
embargo, como he dicho al principio, toda poesía es crítica. Puede haber –y es
bueno que haya– poesía de la conciencia, o poesía social, o poesía que abogue
por la Revolución (aunque no estoy tan seguro de que sea bueno que haya una
revolución). Y puede haber –debe haber, creo– una poesía satírica que vehicule
esa poesía sediciosa, opositora, por las sendas del dicterio y la carcajada
(que siempre será amarga, a la par que emancipadora). Pero, aunque no las
hubiese, la poesía, si es verdadera, si es individual y a la vez de todos, si
limpia el lenguaje de excrecencias interesadas y mentiras más interesadas
todavía, si devuelve la pureza a las palabras de la tribu, como querían
Mallarmé y Valente (aunque sea una pureza salpicada de todas las manchas del
vivir), cumplirá la misma función detergente que aquella, porque revelará la
naturaleza arbitraria de los discursos, de todos los discursos, y expondrá a la
luz las prevaricaciones y manoseos con que se construyen, con que los
construimos. Desnudar el lenguaje, dejarlo en sus más prístinos y transparentes
huesos –que es una de las cosas que hace la poesía, y una de las fundamentales–,
nos previene contra la falsedad y nos protege de la manipulación. Y eso,
asombrosamente, sucede aunque se trate de un lenguaje barroco, desarticulado o,
como dicen quienes no tienen capacidad para comprender, incomprensible. Las
formas que quiebran la sintaxis y la gramática, las que perturban hasta el
núcleo la herramienta (o, mejor, la materia) con la que construimos la realidad,
están deshaciendo la realidad, para que podamos restaurarla sin los espejos
deformantes de la ideología, el credo, la voluntad de poder, la codicia o, sin
más, el embuste. Cualquier expresión poética que afile nuestra sensibilidad o ennoblezca
nuestro pensamiento –y toda poesía natural, entendiendo por natural la que su
hacedor percibe como exigida por su sensibilidad estética, por su entendimiento
lingüístico del mundo, lo hace– está afilando al mismo tiempo nuestra capacidad
para descubrir el subterfugio y auspiciar la transformación de lo odioso.
Cuando Antonio Méndez Rubio, por ejemplo, otro destacado poeta afincado en
Valencia, partícipe asimismo de la denominada poesía de la conciencia
(crítica), escribe en En legítima defensa:
Siendo
fieles dentro del día de nuevo
sensación
de escuchar todas las brisas
que aún
tengan que levantarse o no por
ramas
que buscan ramas y no llegan
a
convertirse en lo que quizá quieren
olvidar
¿no es bastante con la luz
que da
en piedra viva y sin desvelo
que no
conozca turnos que insista?
¿alguien
nos va a esperar al aire libre?
¿piensa
ahora alguien en nuestros ojos?
podemos interpretar alegóricamente
–históricamente, si se quiere– que el poema es la proclamación de un deseo de
renacimiento, de que haya un amanecer más limpio, más hondo y, quizá, más
arraigado en la naturaleza –escuchar
todas las brisas / que aún tengan que levantarse, ramas que buscan ramas, luz /
que da en piedra viva y sin desvelo, esperar
al aire libre–, pero también podemos abandonarnos al fluir suavemente
tronchado, a las paradojas unitivas, al susurro aliterativo de los versos, que
despojan a las palabras –y a las imágenes, esto es, al pensamiento– de sus
adherencias coyunturales y las invisten de una desnudez luminosa, de una
presencia reencarnada. Eso también nos protege de la mendacidad y nos pertrecha
para combatir el aletargamiento al que todas las sirenas de la subsistencia, y
de la vida, nos conducen. La crítica está en la denuncia explícita, siempre que
sea también poética, y en la exposición a la luz del subsuelo, de las bodegas
donde se edifica lo que creemos y contra lo que combatimos, siempre también que
sea poética.
EDUARDO MOGA
Alentador texto, gracias por compartirlo.
ResponderEliminarEn cuanto a la ausencia de poesía satírica, quizá es porque se han apoderado de ella haciendo de la sátira su forma de vida y hasta su pan de cada día precisamente los más in/dignos merecedores de ella. Tal que en twitter con insultos, groserías e improperios consiguen ocupar el espacio que se suponía reservado a una libertad de expresión, con el vulgar histrionismo han logrado casi desplazar a la sátira sana: "hay muchas maneras de matar", nos decía Brecht, y de acallar también
¡Qué regalazo! Gracias.
ResponderEliminarNo creo que hoy en día falte poesía satírica. Por poner unos pocos ejemplos: el propio Orihuela, el gran mamífero recientemente desaparecido Jesús Lizano, Felipe Zapico, Javier Gm, David Benedicte, etc., etc., etc. Por ir abriendo boca.
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