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miércoles, 2 de agosto de 2017

LA POESÍA EN LOS TIEMPOS DE LA CÓLERA



Que la reciente crisis internacional –económica, pero también, en España y otros países, política, social e institucional– ha producido una poesía crítica, valga la redundancia, es una obviedad. La poesía es, siempre ha sido, una membrana sutil en la que se imprimen los movimientos –sístoles y diástoles, contracciones, fasciculaciones o quebraduras– del cuerpo social, por oscuros e individuales conductos. Desde el surgimiento de la crisis, en 2008, muchos poetas españoles –y me ceñiré a lo ocurrido en nuestro país, porque ni el tiempo de que dispongo ni mis conocimientos me permiten rebasar nuestras fronteras– han expresado, en sus versos, su oposición a una realidad pavorosa, hija de la manipulación financiera, que ha desnudado toda su sordidez y brutalidad, y que se ha volcado, con salvajismo, en los menos acorazados, en los menos sapientes, en los menos, es decir, en los nada poderosos, aunque fuesen los más. Como siempre que estalla una crisis, por otra parte. Y es menester recordar, porque la memoria es muy frágil, que el epicentro de la crisis fue Wall Street, pero que ha golpeado todos los rincones del mundo, y que en España se ha visto agravada por la ley del Suelo, promovida por el gobierno de José María Aznar, y aprobada bajo su mandato, que propició su mayor y más devastadora particularidad nacional: la burbuja inmobiliaria. Autores como José Manuel Caballero Bonald, Juan Carlos Mestre, Manuel Rico, Julieta Valero, Pablo García Casado, Ernesto García López, Isabel Pérez Montalbán, Ana Pérez Cañamares y los ya fallecidos Félix Grande, Angelina Gatell o Pedro Montealegre, entre otros, han ahondado en la crítica, exponiendo, desde perspectivas estéticas distintas –la acidez barroca de Caballero Bonald, el irracionalismo melancólico de Mestre, el objetivismo galvánico de García Casado o la demolición sintáctica de Valero–, las aristas de un sistema económico injusto y un entramado de superestructuras en apariencia benigno, pero en realidad aún más leonino. Todos estos poetas, hasta 229 –una cifra que revela las verdaderas dimensiones de la ofensiva crítica–, figuran en la antología En legítima defensa. Poetas en tiempo de crisis, publicada en 2014 por Bartleby Editores (una editorial significada desde siempre por su sensibilidad social, su compromiso colectivo y su resistencia a las solicitaciones más adocenadas del mercado), en la que, ante el recorte de derechos y libertades y el encogimiento del Estado del bienestar (aunque en España nunca haya habido un estado del bienestar, sino, a lo sumo, un Estado del ir tirando), ponen voz al sufrimiento y gritan, en legítima defensa, contra la globalización del dolor social. Muchos aparecen también entre los 81 recopilados por  Alberto García-Teresa  en Disidentes. Antología de poetas críticos españoles (1990-2014), publicado un año más tarde, 2015, por La Oveja Roja, con un propósito colindante: denunciar, mediante el poema, la realidad que construye el capitalismo y que nos presenta, con todo su arsenal ideológico, como la única realidad possible, o la única realidad deseable. Todos ellos creen, creemos, en la capacidad de la palabra para modificar el mundo, y, por muy cínicos que seamos o muy desengañados que estemos, es un deber ético, y también estético, ejercer esa creencia. Seguimos pensando que un poema, un verso, una imagen, pueden cambiar las cosas, y por eso, entre algunas otras razones, continuamos escribiéndolos. No obstante, el cambio al que aspiramos solo excepcionalmente puede ser una alteración directa de la realidad colectiva: el financiero que especula o defrauda, el empresario que evade impuestos o el político que contribuye, con los millones afanados, al envidiable bienestar de la Confederación Suiza, no se abstendrán de robar o de explotar por que unos cuantos chalados junten poemas (¡poemas!) en un libro (¡un libro!), pero, quizá, como dice en el prólogo de En legítima defensa Antonio Gamoneda –cuya poesía, sustentada por una ética de la pobreza, como ha señalado Miguel Casado, describe una agónica trayectoria de rebeldía y liberación–, la fuerza emocional y sensible de la poesía sí pueda “intensificar las conciencias, propiciar la adopción de un pensamiento operativo”; porque, añade el Premio Cervantes, “la palabra poética es palabra insurgente; se opone a la palabra establecida, evidentemente semantizada por la dialéctica del poder”.
Pero la emergencia de esta poesía crítica, causada por la emergencia social en la que aún estamos inmersos, no es un hecho aislado o históricamente singular. De hecho, en España hay una poderosa corriente, de parecida naturaleza, desde, al menos, la Guerra Civil. Una corriente de queja, de protesta, de incitación al levantamiento (nunca al alzamiento), de espejo en el camino, social, marxista, ciudadana, transgresora, subversiva, que ha adaptado su discurso contestatario a las sucesivas circunstancias del país y, en particular, a las circunstancias lamentables, que han menudeado. En el franquismo, una pléyade de autores practicó, con fortuna dispar, la denominada poesía social, cuyos mejores representantes fueron Blas de Otero, José Hierro, Gabriel Celaya, Ángela Figuera Aymerich y la recientemente homenajeada Gloria Fuertes, y cuya labor conoció los ambivalentes posos de las antologías, como la canónica Poesía social española contemporánea, antología (1939-1968), de Leopoldo de Luis. Esta corriente, propiciada por la dictadura y la sordidez de un país en el que a todo el mundo, según Manuel Vázquez Montalbán, otro de estos poetas sociales, parecían olerle los pies, no se interrumpió durante la Transición, excitada por cambios promisorios pero también engañosos, y sobrevivió a otras aventuras poéticas, como los novísimos. Y así, en el último cuarto de siglo en España, es decir, desde mucho antes del estallido de la última crisis del sistema capitalista, muchos poetas han abundado en la exposición de sus injusticias y su crueldad. El fenómeno ha sido ampliamente estudiado y es bien conocido. Muchos son los autores que militan en la que ha sido llamada “poesía de la conciencia”, o de la “conciencia crítica” (como si la conciencia pudiera ser otra cosa), y muchos han escrito versos estimables. Pero yo quiero mencionar aquí tres nombres cuyas obras son, casi de principio a fin, poesía en los tiempos de la cólera, aunque atravesaran muchos periodos en los que la cólera parecía aletargada, o incluso desaparecida. Ese es, precisamente, uno de sus principales méritos: haber seguido siendo críticos cuando todo el mundo parecía acomodarse a un progreso satisfactorio, democrático, homologable al de cualquiera de los países de nuestro entorno; haber perseverado, como proclaman algunos líderes de la derecha, pero en la incomodidad y la denuncia.
Jorge Riechmann se adelantó, poética y políticamente, al declinar de los medios de comunicación tradicionales, inducido por la revolución digital, con su legendario El día que dejé de leer El País, publicado en fecha tan temprana como 1997, cuando El País era lectura obligatoria de todos los progresistas del mundo, al menos del mundo hispanohablante. Curiosamente, Wikipedia, la enciclopedia británica de la posmodernidad, nos informa de que uno de los mayores estímulos que recibió en su niñez para dedicarse a la literatura –como luego haría, en efecto, con una visión permanentemente crítica del capitalismo– fueron los no menos legendarios premios de redacción escolar de la Coca-Cola, uno de los iconos del capitalismo. Singularmente también, entre 1990 y 2003 Riechmann fue redactor de la revista de ciencias sociales y reflexión política Mientras Tanto, fundada en 1979 por Manuel Sacristán, que nuestro profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Barcelona, el inolvidable Juan Ramón Capella, no dejaba de recomendarnos: publicaba incluso poesía. En 2000, DVD Ediciones publicó Muro con inscripciones; y en 2008, siendo yo ya codirector de su colección de poesía, Rengo Wrongo.
Antonio Orihuela es autor, asimismo, de una vasta obra poética y ensayística, con más de 40 títulos aparecidos desde Si Rocky viera ese gato y Perros muertos en la carretera, ambos de 1995, en la que conviven, como señala Santiago Alba Rico en un texto aún inédito, una poesía más biográfica, esto es, más personal e intimista, más juguetona y amorosa, con otra más descriptiva, o sea, más explícitamente política, pero que, en su dilatado conjunto, se resuelve en una proclama anarquista y un combate sin embelecos contra el capitalismo. Así lo señala, de nuevo, Alba Rico: “No hay un Orihuela descalzo y un Orihuela vestido, un Orihuela de día y un Orihuela de noche. Antonio Orihuela es un poeta anarquista y por una doble vía. Lo es porque esa es la opción política que ha defendido siempre. Pero también porque todos los grandes poetas lo son (anarquistas), en el sentido de que sus obras no admiten divisiones muy nítidas entre lo privado y lo público, entre lo íntimo y lo político. Son invariablemente objetivas. De hecho, Orihuela habla casi más y mejor del mundo que quiere transformar cuando habla de sí mismo –o de los árboles y los perros– que cuando denuncia al capitalismo licuefactor que descompone y degrada nuestras vidas”, algo que, por cierto, añado yo, lo equipara con aquellos escritores que, con una exposición minuciosa y veraz de la sociedad a la que pertenecen, proporcionan una visión de esta más punzante y perturbadora que todos los tratados de sociología o ensayos políticos de sus contemporáneos, como el dandi Marcel Proust, que reflejó la decadencia de la sociedad decimonónica –y de su nauseabunda aristocracia– en una novela lírica, o el áspero y torrencial, pero ferozmente comunal y humano, Walt Whitman, que, aprovecho para recordar, escribió esto en el poema “Pienso”, de “Del mediodía a la noche estrellada”, perteneciente a Hojas de hierba:

En la opinión pública;
 (…)
en el Presidente, pálido, preguntándose para sí: ¿Qué dirá el pueblo, por fin?
en el juez frívolo, en el congresista, el gobernador o el alcalde corruptos,
         y en otros, parecidos, que quedan inermes y desenmascarados;
en el cura farfullador y gritón (que enseguida se queda sin feligreses);
en la merma paulatina de lo venerable, y de los dictámenes de los
         funcionarios, las normas, los púlpitos y las escuelas;
en el aumento de las intuiciones de hombres y mujeres, siempre mayores,
         más fuertes y amplias, y del Amor Propio y la Personalidad;
en el verdadero Nuevo Mundo; en las resplandecientes Democracias en masse,
y en la conformidad que les prestan políticos, ejércitos y armadas;
en el sol que hacen brillar, y en la luz que les es inherente, mayor que ninguna;
en que lo envuelvan todo, y en que todo emane de ellas.

El tercer poeta de esta prolongada poesía crítica es el valenciano Enrique Falcón, autor de uno de los principales hitos poéticos de los últimos 25 años en España, el libro-poema La marcha de 150.000.000, que se ha publicado por entregas desde 1994 (cuando la primera, “El saqueo”, obtuvo un accésit del Premio Adonáis, de la editorial Rialp) hasta 2009, cuando vieron la luz sus cantos completos, cinco, en la editorial Eclipsados (luego reeditados por Delirio, en 2017). El título del libro se inspira en uno de los más célebres del poeta revolucionario Vladimir Maiakovski (aunque él lo publicara sin indicar el nombre del autor), 150.000.000, que era la población rusa en 1919, el año en que fue escrito. La marcha de 150.000.000 es el mejor ejemplo que ha dado la poesía española contemporánea de que puede practicarse la crítica social, y con toda radicalidad, sin desatender, es más, otorgando el protagonismo a un lenguaje desarticulado, desarraigado, quebrantado, sincopado, pulsátil; y de que también puede escribirse poesía social que sea, al mismo tiempo, poesía épica, con Neruda y Ernesto Cardenal (y, por lo tanto, también Whitman) al fondo. En la presentación de Enrique Falcón en la antología Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles (Libros del Innombrable, 2004), luego incorporada como prólogo –junto a otros cuatro– a la edición de La marcha de 150.000.000 de Eclipsados, escribí: “Frente a los que creen que toda literatura comprometida ha de manifestarse en términos llanos, desprovistos de excrecencias estéticas –y hasta de literaturidad–, que rebajan su voltaje crítico, el poeta valenciano demuestra que puede hacerlo también –y aun con mayor eficacia– con una asunción radical de los procedimientos expresivos de la modernidad, deudores del irracionalismo y la descanonización del arte. En Falcón, el compromiso y la denuncia social no excluyen la elaboración lingüística, Muy al contrario, sus versos plasman, en su hosquedad rítmica, en su chirriar morfológico, en sus torceduras semánticas y sus depuradas y muy conscientes anomalías, el concepto o la emoción; o ambas cosas, vueltas ya una. La fractura expresiva y la imaginería agresiva –en las que resuenan, sin duda, los modos del surrealismo– no son, pues, sino ‘estremencia semiológica’, como señala el autor, con neologismo a su vez forzado; es decir, violencia verbal que refleja la violencia de la realidad descrita, una realidad de tortura y de duelo, de sangre y de luto”.
Falcón también participó en otro hito, esta vez de carácter ensayístico, de la poesía española reciente: Poesía y poder, del colectivo Alicia Bajo Cero, publicado en 1996, un lúcido análisis (o más bien destripamiento) del fofo, acomodaticio y mendaz neorrealismo español representado por la poesía de la experiencia, bajo cuyas proclamas críticas se ocultaba, en realidad, una sutil y hasta regocijada adhesión al sistema, aunque, a ratos, el extraordinario ensayo no supiera desprenderse de una jerga académica neomarxista que disminuía su belleza y su eficacia.
Los tres, Riechmann, Orihuela y Falcón, fueron antologados en Feroces. Radicales, marginales y heterodoxos en la última poesía española, de Isla Correyero, publicado por DVD Ediciones en 1998, otro compendio de poesía alternativa y crítica anterior a la practicada durante y a causa de la crisis; y también en En legítima defensa. Poetas en tiempo de crisis y Disidentes. Antología de poetas críticos españoles (1990-2014).
La conciencia crítica ha estado y sigue estando encendida en la poesía española, más arrebatadamente ahora, quizá, cuando vivimos en los tiempos de la cólera. No cabe dudar, pues, de la existencia de una lírica impugnadora y hasta feroz. De lo que no estoy tan seguro es de que la crisis económica, sociopolítica e institucional en la que nos encontramos haya producido poesía satírica. La poesía satírica, en general, parece haber perdido el mordiente, el filo sin mella, que la caracterizó durante siglos, y que la convertía en una herramienta muy útil del espíritu contestatario y el debate público. Más aún: parece haber desaparecido, sumándose a esas otras modalidades de la poesía que son ya meros espectros, como la poesía didáctica o la poesía religiosa (aunque de esta quede todavía algún pertinaz, y estéticamente horrendo, cultivador). Pero, como escribió el latino Persio, la sátira es el género literario propio de los hombres libres, y a mí me sorprende que una forma de poetizar que acentúa la cortante virulencia del lenguaje, que subraya su impacto performativo, se haya diluido en el marasmo del yo posromántico –que lo ha invadido todo, como la posidonia en el Mediterráneo– y las fluctuaciones de una conciencia solo atenta a sí misma, cuando más falta hacía, cuando más necesaria era su navaja y su impiedad. Hablo, singularmente, de la poesía satírica semejante a las canciones de escarnio de los esquimales o a la practicada entre los ashanti, tan temida que quien la recibe prefiere a menudo suicidarse a soportarla; una solución, el suicidio, a la que también se acogió el noble Licambes, que se había negado a dar la mano de su hija al poeta Arquíloco de Paros al enterarse de que era hijo ilegítimo, y recibió a cambió las invectivas de este, que no en vano se jactaba de saber cómo se le pagaba a quien le hiciera daño con daño insoportable. Hablo del libelo, del porrazo dialéctico, de la parodia escarnecedora, de la invectiva brutal, de eso que, aun siendo mucho más moderado, produce siempre –insisto, siempre, aunque parezca que se encaja con indiferencia– un intenso sufrimiento psíquico, cuya irrogación se juzga imprescindible para la modificación de las conductas (o, en el caso más extremo, para su cese, si uno acaba con ese sufrimiento por la vía de la inmolación). La poesía satírica, y en especial sus formas más agresivas, constituyen un camino excepcionalmente directo para, a través de la burla, alcanzar un modelo ético ideal, un espacio en el que no quepa ningún reproche, esto es, en el que la propia poesía satírica resulte innecesaria. Porque la poesía satírica es precisamente eso: la conjunción de protesta y humor; la reivindicación de una moral mediante el escarnio de la contraria. Lo que resulta idóneo en la lucha política: en la construcción de discursos –y la práctica de comportamientos– asentados en presupuestos ético-ideológicos; o en su demolición. Como escribió en 1895, otra época de crisis, el conde De la Viñaza en su discurso de ingreso en la Real Academia Española: “El poder de la poesía satírico-política es indispensable para contribuir a la destrucción de lo que es imperfecto y para transformar, rejuvenecer y crear lo verdadero y lo justo en medio de la eterna antítesis que en el fondo de toda sociedad se agita”.
Claro que esta poesía satírica no está exenta de riesgos. Para empezar, puede volverse contra uno, por dos vías: la del reproche propio, por abrazar una forma del insulto, algo que cada cual ha de gestionar en la intimidad de su conciencia; y la del reproche ajeno, porque un satírico, si quiere serlo, ha de estar siempre dispuesto a que lo satiricen también a él. Pero el mayor peligro de la sátira para quien la practica puede ser la respuesta del poder. Por suerte, no vivimos ya en una dictadura, que aplicaba a los discrepantes, fuesen poetas o fontaneros, la represión física: el porrazo, no ya dialéctico, sino policial, amén de medidas devastadoras, como el destierro, la cárcel o incluso la muerte. Por ejemplo, Vladímir Maiakovski, el inspirador, como se ha dicho, de La marcha de 150.000.000, fue un destacado cantor, quizá el más importante, de la Revolución soviética y escribió estentóreas burlas de los cobardes que no luchaban por el comunismo, como el largo poema “Fábula del desertor que no había preparado nada mal las cosas y de la suerte que le cupo al pancista y su familia”. Su protagonista, Villadiego Pecoso (así lo bautizaron, con buen criterio, los traductores S. Hernández, Joaquim Horta y Manuel de Seabra, para connotar el viejo dicho castellano de “tomar las del Villadiego”), es un ruso blanco que huye del frente, y cuya huida facilita que llegue a su pueblo el capitalismo, un enjambre de culos dorados, “con un fulgor de charreteras”: son las clases privilegiadas, compuestas por el cura, el policía, el zar, el latifundista y el burgués, que proceden a aplicar sus recetas de gobierno: someter al proletario, cubrir “de edictos / la espalda del labriego”, devolver la tierra a los expoliadores, implantar pesados impuestos, instruir con el crucifijo al escolar y golpear con la porra. A Maiakovski, sin embargo, lo decepcionó profundamente la Revolución (y hubo de sufrir, bajo el mandato de Stalin, los abucheos y la persecución de los escritores oficiales, que lo tachaban de elitista y pequeñoburgués, y lo satirizaban), algo que, sumado a sus fracasos sentimentales, lo llevó al suicidio en 1930.
Aunque un ejemplo aún más doloroso de represalia por la actividad satírica es el de otro poeta ruso sobresaliente, Ossip Mandelstam, que murió en 1938 en el gulag, a donde lo había enviado el padrecito Stalin por un poema satírico, “Epigrama contra Stalin”, escrito contra él en 1933 (y que solo había circulado oralmente, no por escrito, como los panfletos del Siglo de Oro; pero llegó a los oídos ubicuos del dictador). Puede decirse, pues, que componer este poema le costó la vida. Dice así:

Vivimos sin sentir el país a nuestros pies.
Nuestras palabras no se oyen a diez pasos.
La más breve de las pláticas
gravita, quejosa, al montañés del Kremlin.
Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos,
y sus palabras como pesados martillos, certeras.
Sus bigotes de cucaracha parecen reír
y relumbran las cañas de sus botas.

Entre una chusma de caciques de cuello extrafino
él juega con los favores de estas cuasipersonas.
Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora;
solo él campea tonante y los tutea.
Como herraduras forja un decreto tras otro:
a uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en la ceja, al cuarto
         en el ojo.
Toda ejecución es para él un festejo
que alegra su amplio pecho de oseta.

(traducción de José Manuel Prieto)

Estos casos, por fortuna, ya no se dan, al menos en las sociedades occidentales y en los países democráticos, aunque en muchos de ellos pervivan formas antisatíricas sutiles y, hoy más que nunca, un espíritu puritano, y por lo tanto censor, en el debate público y la impugnación de las ideas, como demuestra, en España, el inverosímil delito contra los sentimientos religiosos, previsto en los arts. 522 a 525 del Código Penal y esgrimido para vapulear a titiriteros, jóvenes que enseñan las tetas en la capilla de una universidad pública y otra gente de malvivir, entre otras formas de laminar el espíritu crítico y las libertades de conciencia, pensamiento y expresión. En un contexto, pues, en el que la diatriba política no debe conducir a la cárcel, y mucho menos a la muerte, uno echa en falta, en estos tiempos de cólera ciudadana, algunas prácticas poéticas que sí se han conocido en España, incluso en tiempos mucho más represivos que estos. En la Guerra Civil se combatió también con los versos, y algunos de los escritos por algunos de nuestros poetas más enamoradizos y garcilasianos destacan por su virulencia, como Miguel Hernández, que escribió “Los hombres viejos”, un largo poema satírico (de 36 estrofas y 144 versos) en el que criticaba, no a los viejos por edad, sino a quienes se aferran a ideas reaccionarias y anacrónicas. Estos son algunos fragmentos de la primera parte, plagados de referencias escatológicas, que se justifican por la agitación bélica que los suscita:

Nacen puestos de gafas, y una piel de levita,
y una perilla obscena de culo de bellota,
y calvos, y caducos. Y nunca se les quita
la joroba que dentro del alma les explota.

Pedos con barbacana, ceremoniosos pedos,
de su senil niñez de polvo enlevitado,
pasan a la edad plena con polvo entre los dedos,
sonando a sepultura y oliendo a antepasado.

Parecen candeleros infelices, escobas
desplumadas, retiesas, con toga, con bonete:
una congregación de gallardas jorobas
con callos y verrugas al borde del retrete.

Con callos y verrugas, y coles y misales,
la dignidad del asno se rebela en la enjalma,
mirando estos cochinos tan espirituales
con callos y verrugas en la extensión del alma.

Alma verruguicida, callicida la vuestra.
Habéis nacido tiesos como los monigotes,
y vivís de puntillas, levantando la diestra
para cornamentar la voz y los bigotes.

Saludáis con el ano, no arrugáis nunca el traje,
disimuláis los cuernos con laureles de lata.
No paráis en la tierra, siempre vais de viaje
por un país de luna maquinal, mentecata. (…)

Os alimenta el aire sangriento de un juzgado,
de un presidio siniestro de abogados y jueces.
Y concedéis los pedos por audiencia de un lado,
mientras del otro lado jodéis, meáis a veces. (…)

Porque se ponen huecos igual que las gallinas
para eructar sandeces creyéndose profundos:
porque para pensar entran en las letrinas,
en abismos rellenos de folios moribundos. (…)

Retretes de elegancia, cagan correctamente:
hijos de puta ansiosos de politiquerías,
publicidad y bombo, se corrigen la frente
y preparan el gesto de las fotografías.

Temblad, hijos de puta, por vuestra puta suerte (…).

También Rafael Alberti practicó la sátira más acerba –y escatológica; la escatología es un recurso constante en la poesía satírica española–, como demuestra su famoso “Epitafio a un presidente”, dedicado a Niceto Alcalá Zamora, el primero de la II República española:

Ni a mirra y ámbar, sino a hedor de infierno,
pez muerta, pues, pis seco de letrina,
hieda esta tumba donde se amotina
gusano funeral, gusano eterno.

No fue un hombre, fue un Jefe de Gobierno,
una lega, una canca, una gallina,
tímida encarnación luciferina
de un congregante Luis de moco tierno.

Yace el tonto, repito, el Presidente,
aquel que en vida solo fue Niceto,
risa del hambre de la pobre gente.

Con orín en su mármol firma ahora
este epitafio noble y de respeto:
“Fue tonto en Priego, en Alcalá y Zamora”.

Alberti, siempre combativo, siguió increpando ferozmente, a lo largo de su vida, a los líderes nacionales y mundiales. En 1978 publicó otro pasquín, Los cinco destacagados. Poemas contra los dictadores de América. Uno de ellos, “Pinosanchinocetburundá”, con su cacofónica descomposición léxica, está dedicado al siniestro espadón chileno Augusto Pinochet:

El Inmenso El Inmenso
el más destacagado hijo de atrás del Grande
el atiranorror
el despomastaorror
el funéreo funerísimo funegeneralísimo
el más destacarancho roedor
comedor
triturador
nato quebrantahuesos
vampiro chupador
el más destacado traidor
usurpador gorgojo
piojo incendiario
Pinosanguinochetburundá el Inmenso
el más destacado ovario
de mi madre Adefesia
hija y madre del Grande
el cagador de dólares
borrapueblos
borrudo
robacobriboludo petroluda.

Pese a la radicalidad de Alberti, no alcanza las incisivas fronteras de Pablo Neruda, otro comunista pugnaz –como Miguel Hernández, como Rafael Alberti–, que en 1973 dio a conocer Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena, cuyo primer poema,Comienzo por invocar a Walt Whitman” (a quien ya conocemos: poeta telúrico, continental, como él, y ocasionalmente satírico), dice así:

Es por acción de amor a mi país
que te reclamo, hermano necesario,
viejo Walt Whitman de la mano gris,

para que con tu apoyo extraordinario
verso a verso matemos de raíz
a Nixon, presidente sanguinario.

Sobre la tierra no hay hombre feliz,
nadie trabaja bien en el planeta
si en Washington respira su nariz.

Pidiendo al viejo Bardo que me invista,
asumo mis deberes de poeta,
armado del soneto terrorista,

porque debo dictar sin pena alguna
la sentencia hasta ahora nunca vista
de fusilar a un criminal ardiente

que, a pesar de sus viajes a la Luna,
ha matado en la Tierra a tanta gente
que huye el papel y la pluma se arranca

al escribir el nombre del malvado,
del genocida de la Casa Blanca.

En el prólogo aclara Neruda, por si hiciera falta hacerlo, que el nixonicidio que propone, ese “matar de raíz al presidente sanguinario”, no es una exhortación pública al asesinato, sino una metáfora de la tarea desinfectante de la poesía:
Esta es una incitación a un acto nunca visto: un libro destinado a que los poetas antiguos y modernos pongamos frente al paredón de la Historia a un frío y delirante genocida (…). Nixon acumula los pecados de cuantos le precedieron en la alevosía (…). Solo los poetas son capaces de ponerlo contra la pared y agujerearlo por entero con los más mortíferos tercetos. El deber de la poesía es convertirlo a fuerza de descargas rítmicas y rimadas en un impresentable estropajo (…).

Pero, volviendo a España, no podemos olvidar el bagaje satírico contra nuestro dictador fetén, nuestro autócrata por antonomasia, nuestro Francisco Franco y su cohorte viperina, que, poco después de que Neruda se despachara contra Nixon y sus adláteres hispanoamericanos, agonizaba y moría, como paso previo para ser enterrado en la pirámide egipcia de Castilla, el eterno Valle de los Caídos. Así describía Juan García Hortelano el declinar y fallecimiento del dictador en “Elegía”:

El viejo enano, dejando huérfana
a la infecta prole, se fue pudriendo
en el hediente caldo de sus jugos,
en la viscosidad pululante y larvaria
de su bilis, a hervor controlado
por la ignición interna de las heces,
en los instantes de mejoría aliviado
por bisturí que guían de consuno
la codicia y torpeza.
Expulsando guijarros de sangre por el ano,
por la boca sapos huyendo de la baba enana,
el enano eterno, que no vería más luz
que la siniestra, parece que sentía
el terror de los suyos morderle las mucosas,
mientras equivocaba la esperanza
con los esputos y estos con las rapiñas
que la mujer (nunca suya) ensacaba,
encamionaba, encolchonaba, transfería
en las alfombras de nudo enrolladas, tejidas
con las flemas de los ajusticiados.
Sin tregua, a estertores, así fue comprendiendo
en la agonía los peros de la longevidad,
las sorpresivas fallas de la inmortalidad
en intervalos tétricos –como fuera su vida–
soñando aún en matar, en torturar, cazando
hombres, peces, perdices, persiguiendo
el pavor, placer único del que gozó viviendo.

Alguna última tarde y según susurraron
los que, con su temblor, creían espantar a La que no llegaba,
el coriáceo asesino sollozaba, apiadado
de su corta existencia, lamentando no haber gaseado,
en los dorados días, los millones que el otro.
Mejillas áridas, enloquecidas manos, falos
encogidos, incontenibles muecas de los herederos
constituyeron su mortaja; y en la magnificencia de la fosa
–juguete preferido de los que a sí mismo se regaló el austero–,
un beso acre del ángel de su guardia
sobre la nunca besada frente, sobre la frente enana,
tan cercana a la tierra que nalgas parecía
(entre las que tantos lamieron), nueva vida le dio.
Entonces descubrió que había olvidado
hacerse acompañar por quienes nunca
dejaron de pesar en su conciencia
estricta como inmensa era la tumba.
Y, al fin, harta aún más que compasiva, la Hedionda,
quizás agradecida a los tributos de su mejor cliente,
le convirtió en reliquia, una más entre tantas.
Sí, fueron días hermosos, muy hermosos,
breves, como siempre es la dicha en este mundo,
fugaces, como siempre son los estertores del tirano,
dichosos, muy dichosos, para el que largamente
su vida dedicó a la abyección y el odio.

He dicho antes que no estaba seguro de que esta crisis en la que ya llevamos diez años hubiese producido poesía satírica. Pero alguna ha habido, aunque, en general, sin la mordacidad letal de la que acabamos de señalar y sin un proyecto sistemático, sin una visión burlesca global. (Excluyo de ella las cuchufletas rezumantes de veneno, pero horras de literatura, como las expelidas por lóbregos falangistas como Jaime Campmany o aristócratas de cloaca como Alfonso Ussía). David G. Borrero, Miguel Ángel Gara, David Refoyo, David Trashumante, los propios Enrique Falcón, Antonio Orihuela y Jorge Riechmann, Félix Grande o los dos ángeles –Petisme y Guinda–, entre otros, han entregado piezas de esa naturaleza. Pongo como ejemplo de este cultivo satírico un fragmento de Ludópatas sin fronteras, poema póstumo de Félix Grande, compuesto en décimas espinelas:

La Troika, o Trinka, o Trancazo,
en Bruselas residente,
ha arrodillado a la gente
tras romperle el espinazo.
Tan descomunal sablazo
manda hacia la escupidera
a Atenas, a Grecia entera;
y en tanto Europa se fríe,
¡mírala cómo se ríe
la mafia bankfinanciera!

Wallstreetmente rateros,
goldmanschsmente rapaces,
bundesbankmente voraces,
lehmanbrothersmente fieros…
A tan bravos bandoleros
(ilotas de la Ganancia)
les tirita su jactancia:
son un montón de bandidos
presuntuosos, y escondidos
debajo de su importancia.

¡Cuidado con esas gentes
que le están rezando al credo
más peligroso: el del miedo!
¡Son cadáveres vivientes!
Desde los pies a los dientes
sudan peste funeraria.
¡Cuidado con esa paria
caterva de millonarios:
son lunáticos corsarios
de su vida hipotecaria!

Me permitiré transcribir a continuación una modesta contribución a la poesía crítica, de corte satírico, escrita por los españoles en los tiempos de la cólera, que incluí en Insumisión (Vaso Roto, 2013), dedicada a quien tanto ha hecho por que haya crisis y haya cólera, el inolvidable José María Aznar:

Veo a Aznar y su bigote ausente, su bigote terrible, su bigote abrumador que ha dejado al país sumido en la consternación del no bigote. Aznar tiene bigote como otros tienen silicosis o aerofagia, pero no lo tiene en la cara, como se cree comúnmente, sino en el cerebro. El bigote se le electriza cuando no piensa. Se retuerce entonces como una lombriz, invade con espasmos anélidos los recintos vacíos de su no pensar. El bigote de Aznar, gallardo gallardete flameante, insta a la preservación de los valores que constituyen nuestra identidad; cosquillea a la catástrofe, que se remueve en su madriguera incivil; titila como un farolillo chino en un cementerio abarrotado de muertos. Aznar combate la insignificancia con la prosopopeya de un subteniente de alabarderos. Y así como el topo crece entre detritos subterráneos, y su ceguera, alimentada por la oscuridad, se engolosina con la oscuridad, él se multiplica por efecto de nuestra insignificancia, de nuestra resistencia a admitir que somos insignificantes, y de nuestra consiguiente necesidad de encumbrar a quienes se enorgullezcan de su pequeñez y la hagan pública y estridente como una starlette de vodevil. Aznar es inspector de Hacienda e inspector de alcantarillas. El humor de Aznar es templario y gualdirrojo. Gaddafi, siseando como un crótalo, le regaló un alazán cuando aún humeaban los doscientos setenta cadáveres mutilados de Lockerbie, y cuando volvía a humear también el petróleo libio por los oleoductos del Mediterráneo. El bigote de Aznar se emparejaba con el bigote de Gaddafi, y ambos bigotes meneaban el vientre sin velos, abrazados a la causa del terror [el humor del multimillonario morador de jaimas, asesino dilecto de su pueblo, promotor y devorador de mierda, era verde, como su bandera], avezados al estruendo, a la carcajada mesozoica, entre jaeces y reflejos de ebonita. Aznar fue el primer mandatario occidental en visitar al gran masturbador tras la condonación de sus deudas de muerte —propias y ajenas— por la organización de nulidades unidas. Luego, con la prestancia de un monosabio, se perdió por las sendas de la historia, agitando el bastón de caña y caminando con pies estrábicos. Pero Aznar se aferra con ahínco a sus ideas ausentes: se apezuña en ellas para desafiar el embate de las presentes. Sutil como un ñu, enarca entonces la glotis, aguza el remoquete y expele la fruslería colmilluda, asentada en principios civilizatorios que merecen de todo español bien nacido el calificativo de inmarcesibles. Aznar mira a la cámara con su entrecejo de hombre empachado de certidumbres, lustrado por el betún de su ovacionada insignificancia, y afirma que existen, que sí, que hay, que créanme, que les doy mi palabra, que es necesario actuar, con el sacrificio de nuestras vidas, si fuere preciso [es decir, de las vidas de nuestros soldados], de conformidad con ese haber indiscutible, infinitamente inobjetable, como indiscutible e inobjetable es el monasterio de El Escorial o el quehacer de la Obra, porque los ciudadanos han de saber que el destino en lo universal de la democracia vallisoletana consiste en exportarla, con la firmeza que requiera el caso, y sin condescender a la menudencia del parecer común, a las mezquitas bagdadíes y los suburbios de Kabul, ondeando la bandera vencedora en Perejil, y sus regüeldos gualdos, y el pendón de Nuestra Señora de San Lorenzo, con todo el viento de la historia atlántica soplando a nuestro favor, y la zarpa del monarca transoceánico en mi lomo de la dehesa.

Sin embargo, como he dicho al principio, toda poesía es crítica. Puede haber –y es bueno que haya– poesía de la conciencia, o poesía social, o poesía que abogue por la Revolución (aunque no estoy tan seguro de que sea bueno que haya una revolución). Y puede haber –debe haber, creo– una poesía satírica que vehicule esa poesía sediciosa, opositora, por las sendas del dicterio y la carcajada (que siempre será amarga, a la par que emancipadora). Pero, aunque no las hubiese, la poesía, si es verdadera, si es individual y a la vez de todos, si limpia el lenguaje de excrecencias interesadas y mentiras más interesadas todavía, si devuelve la pureza a las palabras de la tribu, como querían Mallarmé y Valente (aunque sea una pureza salpicada de todas las manchas del vivir), cumplirá la misma función detergente que aquella, porque revelará la naturaleza arbitraria de los discursos, de todos los discursos, y expondrá a la luz las prevaricaciones y manoseos con que se construyen, con que los construimos. Desnudar el lenguaje, dejarlo en sus más prístinos y transparentes huesos –que es una de las cosas que hace la poesía, y una de las fundamentales–, nos previene contra la falsedad y nos protege de la manipulación. Y eso, asombrosamente, sucede aunque se trate de un lenguaje barroco, desarticulado o, como dicen quienes no tienen capacidad para comprender, incomprensible. Las formas que quiebran la sintaxis y la gramática, las que perturban hasta el núcleo la herramienta (o, mejor, la materia) con la que construimos la realidad, están deshaciendo la realidad, para que podamos restaurarla sin los espejos deformantes de la ideología, el credo, la voluntad de poder, la codicia o, sin más, el embuste. Cualquier expresión poética que afile nuestra sensibilidad o ennoblezca nuestro pensamiento –y toda poesía natural, entendiendo por natural la que su hacedor percibe como exigida por su sensibilidad estética, por su entendimiento lingüístico del mundo, lo hace– está afilando al mismo tiempo nuestra capacidad para descubrir el subterfugio y auspiciar la transformación de lo odioso. Cuando Antonio Méndez Rubio, por ejemplo, otro destacado poeta afincado en Valencia, partícipe asimismo de la denominada poesía de la conciencia (crítica), escribe en En legítima defensa:

Siendo fieles dentro del día de nuevo
sensación de escuchar todas las brisas
que aún tengan que levantarse o no por
ramas que buscan ramas y no llegan
a convertirse en lo que quizá quieren
olvidar ¿no es bastante con la luz
que da en piedra viva y sin desvelo
que no conozca turnos que insista?
¿alguien nos va a esperar al aire libre?
¿piensa ahora alguien en nuestros ojos?

podemos interpretar alegóricamente –históricamente, si se quiere– que el poema es la proclamación de un deseo de renacimiento, de que haya un amanecer más limpio, más hondo y, quizá, más arraigado en la naturaleza –escuchar todas las brisas / que aún tengan que levantarse, ramas que buscan ramas, luz / que da en piedra viva y sin desvelo, esperar al aire libre–, pero también podemos abandonarnos al fluir suavemente tronchado, a las paradojas unitivas, al susurro aliterativo de los versos, que despojan a las palabras –y a las imágenes, esto es, al pensamiento– de sus adherencias coyunturales y las invisten de una desnudez luminosa, de una presencia reencarnada. Eso también nos protege de la mendacidad y nos pertrecha para combatir el aletargamiento al que todas las sirenas de la subsistencia, y de la vida, nos conducen. La crítica está en la denuncia explícita, siempre que sea también poética, y en la exposición a la luz del subsuelo, de las bodegas donde se edifica lo que creemos y contra lo que combatimos, siempre también que sea poética.

EDUARDO MOGA
Voces del Extremo, Moguer (Huelva), 29 de julio de 2017







3 comentarios:

  1. Alentador texto, gracias por compartirlo.
    En cuanto a la ausencia de poesía satírica, quizá es porque se han apoderado de ella haciendo de la sátira su forma de vida y hasta su pan de cada día precisamente los más in/dignos merecedores de ella. Tal que en twitter con insultos, groserías e improperios consiguen ocupar el espacio que se suponía reservado a una libertad de expresión, con el vulgar histrionismo han logrado casi desplazar a la sátira sana: "hay muchas maneras de matar", nos decía Brecht, y de acallar también

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  2. No creo que hoy en día falte poesía satírica. Por poner unos pocos ejemplos: el propio Orihuela, el gran mamífero recientemente desaparecido Jesús Lizano, Felipe Zapico, Javier Gm, David Benedicte, etc., etc., etc. Por ir abriendo boca.

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