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lunes, 21 de agosto de 2017

Voces del Extremo (II): Moga en Moguer

Voces del Extremo –que Ángeles se empeña en llamar Voces del Extrarradio: en su error no deja haber una parte de acierto– es un encuentro poético alternativo, popular, feliz y, para los estándares de la poesía patria, multitudinario. Lleva celebrándose 19 años en Moguer, ciudad natal de Juan Ramón Jiménez, y yo he llegado a él de la mano de Antonio Orihuela, amigo de Mérida y uno de sus principales organizadores. Llegamos a última hora de la mañana, a una lectura colectiva –como todas las que se hacen aquí– que se desarrolla en la casa natal de Juan Ramón. Nos asomamos a la sala y la vemos llena. Así será siempre: los actos de Voces del Extremo están siempre hasta los topes. Y eso me pasma, porque una realidad con la que hay que convivir casi siempre en el mundo de la poesía es la escasez o falta de público. La preocupación por garantizar alguna asistencia a los actos –lecturas, presentaciones, charlas– es constante, y suele saldarse con una decepción o, como mucho, con una resignación apesadumbrada. Y a más de uno he asistido yo en el que no había nadie, salvo el presentador y el presentado. En Moguer, en cambio, hay gente de pie en todos e incluso, en algunos, es imposible entrar. Hasta que concluya la lectura, visitamos el lugar–una hermosa casona decimonónica, aunque tiene mucha letra sobre Juan Ramón, pero pocos objetos, poca chicha museística–, paseamos por el agradable patio de la casa y saludamos a viejos amigos y conocidos. Chema de la Quintana, con su aspecto de contramaestre de galéon, ha instalado un puesto con los libros de Amargord a la sombra de un magnolio. Chema debe de ser el editor que más puestos de libros instala en España: allí donde vaya –ferias del libro, festivales, jornadas–, allí está Chema con su género. Me regala un ejemplar de El corazón, la nada, la antología que publiqué hace tres años en la colección Transatlántica/Portbou, y se lo agradezco, aunque lamente que con ello no quede ya ningún ejemplar en la mesa. Saludo a Antonio Orihuela, a mi querida María Ángeles Pérez López, a Quique Falcón, a Jorge Riechmann, a Eladio Méndez y a Joaquín Gómez, un buen poeta visual extremeño al que la Editora Regional de Extremadura tiene previsto publicar el año que viene. Vuelvo a asomarme a la sala de lecturas, y me sitúo junto al pingüino que refresca una pizca el lugar: hace un calor de soponcio. Le toca el turno a un poeta cacereño joven, del que no sé nada. Recita de memoria. Lo que oigo –algo sobre la elegancia y cagar, o sobre la elegancia de cagar, o sobre cagarse en la elegancia–me recuerda a un monólogo cómico. Cosecha un éxito clamoroso: la ovación es estruendosa, y hasta resuenan algunos "¡bravos!" entusiastas. Esta es otra característica de Voces: el público se entrega a la poesía, la vive, la celebra y la aplaude, sea cual sea su perfil: la poesía se festeja por el solo hecho de existir; la poesía, por sí sola, justifica la alegría. Aquí no hay nada del recato obsequioso de las lecturas al uso: unas palmitas adocenadas para que el silencio no se entienda como agravio, o para que no refleje el intenso tedio que se ha experimentado. Aquí el oyente se entrega a la escucha, tanto si le gusta mucho como si le gusta menos, y manifiesta su parecer sin remilgos. Tras nuestra primera toma de contacto, vamos a comer al Castillo de Santo Domingo, un local de bodas, bautizos y celebraciones. Pero está bien: también Voces del Extremo es una celebración. En la mesa que nos toca en suerte, conocemos a Camino, alta, delgada y bellísima, a quien Antonio me presenta como la única persona que compra libros de poesía en España. Camino no solo es excepcional por comprar libros de poesía (en lugar de robarlos o esperar que se los regalen), sino también por leerlos –uno al día, especifica– y no querer escribirlos, algo sin duda asombroso, teniendo en cuenta que en España aspiran a ser poetas, y lo intentan con denuedo, hasta quienes solo han leído a Benedetti o Bukowski. También conocemos a Marjiatta Gottopo, una poeta venezolana, afincada en Barcelona, que, por decirlo con suavidad, desborda de entusiasmo: levanta la voz, gesticula, se remueve en la silla, opina con vehemencia. Como todas las personas que afirman con tanta rotundidad su ser, intuyo en ella a alguien frágil, vulnerada y vulnerable. Tras la comida y el calor de las calles, y antes de la lectura en la que he de participar a media tarde, nos vendría bien un descanso. María Ángeles Pérez López y su marido, Miguel, nos invitan a acompañarles a la hacienda cerca de Moguer donde han tenido la previsión que nosotros no hemos tenido de reservar alojamiento, y a disfrutar con ellos de la piscina. Aceptamos sin dudar, aunque no llevemos bañadores. María Ángeles me dice que ellos nos los prestarán. Y así lo hacen, generosos como siempre. Pero es un préstamo envenenado: el bañador de Miguel está a punto de asfixiarme. Embutido en él como un luchador de sumo en unas mallas de ballet, salgo a la pileta rezando por que la tela no reviente. Milagrosamente, no lo hace: nadamos, reímos y charlamos (yo no mucho: tengo dificultades para respirar), y volvemos a Moguer, esta vez a la Fundación Zenobia y Juan Ramón Jiménez, donde tanto María Ángeles como yo hemos de leer. La Fundación es otra casona burguesa, donde el poeta vivió algunos años de su infancia y juventud, que apenas podemos visitar: muchas habitaciones están cerradas. Allí saludo a un poeta de Sant Cugat al que no me agrada ver, pero al que es casi imposible no ver: comparece en casi todos los saraos literarios de España y, sobre todo, de Hispanoamérica, donde ha establecido su principal territorio de caza literario. De hecho, acude, como suele hacer, acompañado por un poeta hispanoamericano, al que nos presenta escuetamente. Este poeta, al que es muy probable que tenga acogido en su casa, le servirá, o le ha servido, para acudir a algún encuentro en su país de origen, y ahora está invirtiendo en ese proyecto o devolviendo el favor. La lectura se hace en el patio de la Fundación, fresco, sosegado –las campanas que suenan no alteran, sino que acendran ese sosiego–, tupido de hiedra y árboles aromáticos, y frente a una pared en la que unos azulejos reproducen "La noche mejor", un sugerente poema de Juan Ramón Jiménez Bayo, sobrino del poeta. Desfilamos por el atril o la mesa Riechmann, con su poesía combativa, seca, armada de ideas; María Ángeles, delicada y feroz, y siempre atrevida (lee hoy unos poemas en prosa, el género de los que no temen a la incertidumbre); y algunos poetas que no conozco: la gallega Montserrat Villar, con unas piezas exquisitas, Manuel López Arroyo, demasiado teatral para mi gusto, y un autor marroquí, Mezouar el Idrissi, que justifica su presencia en el encuentro por ser "descendiente de moriscos", y que lee, en buen castellano, alguna pieza dedicada a Granada y otra, en árabe, a la Palestina sometida, merecedoras de mucho aplauso. Yo leo "Solo, alguien, una sombra calcárea...", un poema sobre la soledad de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, y el dedicado al inolvidable José María Aznar en Insumisión. Hay un poeta más convocado a la lectura, un joven extremeño cuya presencia reclama Antonio varias veces, pero que no comparece. Y no me extraña: alguien que se tiene por un poeta maldito, aunque solo haya publicado un par de cuadernillos (o quizá por eso; en realidad, lo es: malditas son su egolatría y su mala educación), puede no presentarse, sin dar ninguna explicación, en un acto público en el que él mismo ha pedido participar y en el que generosamente se le ha incluido. Lo que toca después de nuestra lectura es otra lectura: Voces del Extremo es una yincana de versos. Esta se hará en la calle, porque los poetas no se limitan a leer bajo techo: lo hacen donde sea y a la hora que sea. Vamos, pues, a la plaza de las Monjas, en la que se han dispuesto unas sillas, un pequeño escenario y unos micrófonos. Recorrer Moguer nos permite comprobar que el pueblo está entregado a la obra y figura de Juan Ramón Jiménez: las calles están llenas de figuras de Platero, de bustos del poeta y de reproducciones de fragmentos de sus poemas, entre muchos otros recordatorios del autor de Tiempo Espacio. En este supuesto, casa la devoción local con la relevancia del personaje, y no solo porqueobtuviera el Premio Nobel, sino por su envergadura objetiva: Juan Ramón Jiménez es el poeta más importante del siglo XX español; acaso no el mejor, pero sí el más trascendente, el más plural y a la vez coherente, el que más ha aportado. Y su ejemplo ético fue también definitivo. La influencia de Juan Ramón se respira hasta en los pequeños detalles, o las pequeñas anécdotas, del encuentro: cuando llegamos a la plaza de las Monjas, vemos a aquel poeta cacereño de la elegancia y el cagar trayendo a un burrito de una cuerda, y dejándolo atado a los pies del monumento a Colón que preside la plaza. Allí el animal (que es pequeño, peludo y suave, pero que no parece blando: lleva huesos, con toda su dureza cálcica) se entretiene mordisqueando la hierba del breve arriate colombino. Ángeles y yo asistimos al recital sentados en un banco de la plaza. Anochece, y se encienden las farolas, amarillentas. Los niños juegan al fútbol cerca de los poetas. Los abuelos juegan con sus nietos. A nuestro lado, en el banco de piedra, una abuela no deja de comportarse como una abuela –da órdenes cariñosas, hace fiestas, besuquea– con un nieto que no deja de marear con un dinosaurio y una pelota. En las terrazas de los bares, detrás del escenario, la gente chupa cerveza. Distingo entre el público a Enrique Falcón, que cada día se parece más a un filósofo presocrático, y al poeta de Sant Cugat, adherido al poeta hispanoamericano del que se ha provisto. Quienes leen desgranan poemas, fuertemente ideologizados, contra el capitalismo, el liberalismo, el maltrato de las mujeres, el machismo, la destrucción de la naturaleza y otras injusticias del sistema. Todo Voces lo está –ideologizado, digo–, pero es una ideología muchas de cuyas líneas críticas comparto y con la que, en general, no me siento incómodo. Luego de los versos viene un concierto lorquiano, dado por Iris Almenara y Sergio Santes. Nos gusta, aunque la espléndida voz de Iris sea siempre operística y no se adapte lo suficiente, a nuestro entender, al tono popular y a menudo íntimo de la poesía de Lorca. Vamos a cenar, por fin. A nuestro lado se sienta Marjiatta, que copará la conversación con su desbordante personalidad. Nos relata, con muchos decibelios, su decepción con el chavismo –pasó de abrazar tres veces a Chávez, que ya es abrazar, a renunciar a su trabajo en la Administración y exiliarse en España–, nos habla, asimismo con notable excitación, de sus tortuosas relaciones sentimentales y de su relación con las drogas, y remata el encuentro, cuando ya hemos acabado de cenar, llevándose el vino sobrante en una botella vacía de agua. Marjiatta nos cae bien –su arrolladora vitalidad es estimulante–, pero nos deja agotados. Nos retiramos, pues, a San Juan Puerto, a no descansar en nuestra cama para enanos.



Eduardo Moga. 

En: http://eduardomoga1.blogspot.com.es/2017/08/voces-del-extremo-ii-moga-en-moguer.html

6 comentarios:

  1. Como cualquier espacio reducido, en buena compañía las camas "para enanos" se ensanchan hasta el horizonte.

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  2. Estimado Sr. Director de la Editora Regional de Extremadura:
    El joven poeta cacereño al que usted hace refernecia en su artículo hasta en dos ocasiones, de manera un tanto jocosa y despectiva (a lo mejor estoy en un error, pero es lo que me transmiten sus palabras) se llama Juan Gabriel Jiménez Cebrián, autor de un (en mi modesta opinión) magnífico poemario, que le recomiendo de todo corazón ( http://kaosenlared.net/juan-gabriel-jimenez-cebrian-escribiendo-poesia-sobre-las-cosas-que-de-verdad-importan/), aunque sólo sea para que se mofe de él con concoimiento de causa. De cualquier manera, y siendo nuestro hombre extremeño y dirigiendo usted la cosa pública llamada Editora Regional de Extremadura, le imploro encarecidamente que se interese por su obra, y si fuese posible, le publique su siguiente libro, aunque a usted no le gusten los versos de Jiménez Cebrián. Al menos a mí me haría batante feliz. Gracias y salud.

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  3. Estimado Sr. Calero:

    Si es cierto que me refiero a Juan Gabriel Jiménez Cebrián de una forma un tanto jocosa, porque él mismo lo propició con la lectura de unos poemas que me parecieron, que nos parecieron a todos, a juzgar por las risas que suscitaron, indudablemente jocosos, no es verdad que lo haga de forma despectiva. No hay en mi texto, releído hoy, ni había en mi ánimo cuando lo escribí ninguna voluntad de insultar o de mofarme de él, como también señala Ud. Lo único que puedo decirle sobre mis alusiones a Juan Gabriel es que recogen hechos ciertos: leyó, porque así él lo quiso, poemas en los que hablaba, literalmente, del cagar y la elegancia, cosechó muchos aplausos y algún bravo, me recordó a un monólogo cómico, y luego, por la tarde, llevó de una cuerda a un burrito parecido a Platero y lo dejó atado al monumento de la plaza en la que se iba a celebrar una lectura.

    Como director de la Editora Regional de Extremadura, estoy atento e interesado por toda la poesía que se escribe en nuestra comunidad. Si Juan Gabriel está interesado en que considere su obra para su publicación en nuestro catálogo, estaré encantado de recibirla y valorarla.

    Reciba un cordial saludo.

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    1. Hola compañero, soy Juangra, Juan Gabriel Jiménez Cebrián. No es importante pero quiero corregirte una secuencia de tu memoria del Voces del Extremo 2017, Moguer: yo no até al burrito Platero en la fuente de Colón; Antonio Orihuela nos presentó a ti y a mi llevando yo al encantador burrito al restaurante dónde íbamos a cenar; que recuerdo que ni siquiera tuve que tirar de la cuerda: la llevaba colgada del hombro y el burro que no se separaba de mi lado... Como digo, Platero era encantador... ¡Gracias compañero, me alegra mucho que te gustara aquél poema, un saludo y un fuerte abrazo; hasta la próxima!

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