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viernes, 12 de enero de 2018

ALITAS DE POLLO de JUAN ANTONIO MARÍN











De vez en cuando, mi madre decidía
que tenía que dejar, por una noche, 
la rutina de preparar la cena, de lavar la vajilla,
todo el día en la casa, limpiando y arreglando
y al final ya no sabes si tú misma ensucias más que limpias.

Íbamos, de tarde en tarde,
al bar de las alitas, una especie de oasis proletario
donde daban alitas de pollo, cuellos, mollejas,
y para de contar; pocos metros de intenso rendimiento.

Allí siempre había gente esperando para conseguir mesa,
observando impacientes a los comensales, para abalanzarse sobre sus puestos
en cuanto alguno hacía el más mínimo ademán de irse.

Una vez nos ofrecieron el poyete de una ventana
-allí también los camareros servían las raciones y la gente comía de pie, en la calle-,
y mi padre miró a mi madre como para preguntarle si para ella valía;
ella dijo que no, que para una vez que salíamos,
qué menos que una mesa y unas sillas para sentarnos.

Todo se comía con las manos, de la fuente de acero inoxidable;
calculé que con eso ahorrarían en limpieza
más de lo que costaran las servilletas de papel.

Mi madre procuraba
que juntáramos todos los desperdicios, civilmente,
en montoncitos ordenados,
en lugar de ir tirándolos al suelo, como todo el mundo;
hacernos responsables de nuestra matanza
y nuestra digestión,
pero luego venía el camarero
y nos lo echaba todo al suelo con la bayeta, nos igualaba a todos,
que era mucho más rápido y barato.

De todas formas había que barrer, de tarde en tarde.

Uno andaba como por encima de un cementerio a ras de tierra,
como por encima de un campo de batalla;
algo tenía de gloriosa tanta precariedad, tanta barbarie.

No te lo dije, mamá, le recuerdo otra vez,
para que me oiga el camarero cuando lo tira todo por el precipicio de la mesa.

De vez en cuando, no se puede abusar,
pero de vez en cuando una tiene que salir de la rutina,
sin tampoco gastar mucho dinero.

Como cuando fuimos a la feria,
los cacharros tan caros, todo era dar vueltas y más vueltas,
para estar muy seguro del que iba a probar. 
Para el pequeño no había duda, el tren de la bruja era pura fascinación,
pero yo ya sabía que la bruja no era más que un drogata
vestido de mujer.

Pedimos un pollo asado en un chiringuito, era una buena oferta,
aunque fuera pequeño, ese truco ya nos lo sabíamos, pero resultó el más pequeño
de todos cuantos pollos nos habían presentado;
si llegamos a ir media hora antes nos hubieran servido un huevo frito.

Nos lo comimos casi todo entre mi hermano y yo;
él aún no sabía negar sus apetitos,
y yo aún no había aprendido a perdonarle a mis padres sus errores.

Apenas nos quitamos las hambres, pero lo peor fue a la hora de pagar.
Nos pidieron el doble de lo anunciado, pero jefe, si dice en el cartel...
mírelo bien, mire la fracción, uno partido por dos, en números minúsculos,
por delante del nombre del ave en grandes letras. 

Humillados y hambrientos, más cobrados que alimentados,
abandonamos la feria, su estúpida, su cara alegría,
y volvimos a casa confusos, medio engañados, medio ridículos,
sintiéndonos tacaños y miserables,
más tacaños, más tontos, más miserables que estafados,
más pobres que habíamos salido, y más tristes, y yo incluso temiendo
a mi padre al volante con el cabreo que debía de llevar.

Y una horrible pregunta rondándome muy cerca,
aunque viera que no debía hacérmela:
¿para qué nos trajeron nuestros padres al mundo,
con lo caros que les resultábamos?
Tenía la respuesta, pero prefería no tener que darla:
Porque no todo consiste en timarle a la gente,
en sacar beneficio de los desconocidos, también es necesario
confiar en la vida,
confiar en personas que ni siquiera existen todavía,
y comprometerse a dárselo todo por el mero hecho de que lo necesitan.

Estaba visto que la fiesta no era lo nuestro,
menos mal que volvíamos a la normalidad mañana,
a la rutina de los pollos pesados, los pollos conocidos,
mañana volveríamos a saber lo que valen las cosas antes de soñarlas,
mañana volveríamos a tirar ordenadamente los huesos en el cubo de la basura,
a pisar en un suelo decente y bien fregado,
a intentar que todas las palabras 
tuvieran más o menos el mismo tamaño,
al menos entre nosotros, ya sabíamos bien lo que pasaba fuera.


Texto: Juan Antonio Marín, proyecto en preparación.
Fotos: Ángel Pasos. Street Photography. 

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