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martes, 30 de octubre de 2018

EL NIDO DE LA PALABRA (II)





El desarrollo de las piernas no era todo lo legal que imponía la cordura. Nuestras rodillas alcanzaban los tobillos sin tener que dar cuentas a nadie, mientras tanto los funámbulos seguían en la cuerda floja sin tener acceso a la educación y a la sanidad. Nuestras caras contaban hacia atrás, no sabían deletrear cara, ni siquiera sabían mirar de frente, aunque la torpeza fuera a gatas no nos daríamos cuenta. Por la tarde, tarde, tarde, las ingenuas babeaban sopa de lentejas, y las otras, las listas e imperecederas, bailaban el agua a los patos y a las cuñadas. Cuando señalábamos al cielo, las estrellas estrechas chillaban sin cesar y se tapaban los ojos con las manos de cortar hojas de sapo. Las nubes no ayudaban nada, al contrario, se restregaban la barriga con amianto y espuma de lacerar caballos. Nosotros nunca podíamos comer minutos ni sables ni colgaduras ni alfombras ni pañuelos ni carambolas ni objetos ni animales adiestrados ni picaportes bautizados. Estábamos solos como una rana en un jengibre, y todo ello por culpa de las mariposas vacías que hollaban el terruño con sus hocicos ventosos. Al amanecer, todos los días, de junio a sábado, nos traían anguilas para escribir recto. Nuestros maestros eran de escayola y algunos de cemento minado. Nos enseñaban a cantar plano y a contar alto; la religión la teníamos para almorzar, pues en otras horas era indigesta para nuestra débil anatomía. Al salir de clase, por las ventanas abstrusas, nos dirigíamos inmediatamente al jardín de Don Polipón, allí hacíamos agujeros verdes y al lado plantábamos cristales para absorber el viento. Éramos relativamente infelices por la nariz pero enormemente afrutados por nuestros parientes.




Manel Costa & Curro Canavese. El nido de la palabra. Ed. Sporting Club Russafa.









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