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viernes, 2 de noviembre de 2018

EL NIDO DE LA PALABRA (V)

El río debíamos que buscarlo cada día, pues circulaba por donde quería. Su cauce se movía con gran rapidez y cambiaba de lugar según sus gustos y estados de ánimo. Las piedras lesivas confundían su tálamo con las obras angelicales de los manubrios. Al amanecer soltábamos toda la arena posible sobre el rollizo espartano que teníamos a nuestro lado; eran espartanos tolerantes y raquíticos, sus ojales de fieltro tenían sabor a terciopelo; pero sin entrar en detalles calculábamos el tiempo con loterías y mancuernas. Los sábados tomábamos ácido protuberante, sin apenas azúcar, pues de hacerlo dulzón muchos han quedado calvos o tristes. Teníamos una secta que abrazaba la religión de los números; debíamos acceder a ella a muy temprana edad o bien por recomendación austera. Las lluvias eran las oraciones, y a su vez remanso de paz y vocingleo; al acudir a los actos escénicos de la liturgia, nos ponían turbantes en los tobillos para no coger frío o espasmos doctrinales. Teníamos un objetor que nos guiaba en nuestras acciones, pero era ciego y no podía hablar por ser ambidiestro y afamado. Su sonrisa nos peinaba las turbulencias de la vida y nos hacía viajar para conocer el mando de las estrecheces y de las angustias. No podíamos orar hacia atrás, pues estaba penado con el infierno o el cielo.

Manel Costa & Curro Canavese. El nido de la palabra. Ed. Sporting Club Russafa.




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