(Mirada)
Quisiera entrar huérfano
de miedos
en la recóndita claridad
de tus ojos.
Tus pupilas se definen,
como las estrellas,
por su destello. Como en
el firmamento agitado de Van Gogh
o en las célebres
constelaciones de Miró.
Tu mirada no conoce ni el
limo ni el hollín
y son tus ojos esferas de
luz en la alborada,
dos luciérnagas en los
párpados de la noche,
cenotes de agua dulce donde
habita el reposo,
bismuto en el ocaso,
cuarzo blanco al despertar.
***
(Ruego)
Que
nunca se formen glaciares en tus labios.
Retrasa
todo lo que puedas la larga marcha
que
conduce, de manera irremediable,
hacia
los remotos feudos del hielo.
No
permitas que la nieve, en silencio, se pose
para
anunciar la comparecencia del invierno,
en
los diligentes relojes del deseo.
Y
procura que los peces del cielo tu boca
no
abandonen jamás esa mandíbula
y
sigan nadando, a contracorriente,
entre
los pliegues y repliegues de mi piel.
(Las brasas)
Una
súbita brisa puede avivar las brasas
que,
veladas, permanecen
en
el insondable sótano de la memoria
o
que quizá creías desterradas, para siempre,
más
allá de las fronteras del olvido.
En
ese instante no hace falta leña
ni
troncos robustos y macizos,
tan
solo un fragor de pavesas en la mirada
y
el ingrávido roce de dos cuerpos lejanos
remisos
a acatar el paso del tiempo,
para
atisbar en la brusca hoguera
la
febril incandescencia de la llama.
***
(El primer amor)
Cambian las creencias, perviven las costumbres.
***
Eres todo aquello que arde y que jamás se consume.
Daniel Zazo. La periferia del deseo. Ed Páramo, 2019
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