“Ahí donde se queman libros, se acaban
quemando también seres humanos”
Heinrich
Heine, Almansor (1821)
Los
libros de alquimia se desvanecen en el humo
bajo
las órdenes del emperador Diocleciano.
Arden
los papiros de la Biblioteca de Alejandría
devastada
por los romanos, árabes y cristianos.
En
Yucatán, Diego de Landa exige quemar,
sin
rastro de piedad, los ídolos y códices mayas
que
nada advierten de hechizos ni sortilegios
y
solo descifraban los arcanos de los astros.
Dime,
pequeña Sara:
-
¿Qué secretos encierran las láminas de Herculano?-
negras
cáscaras de un tiempo gris y calcinado.
La
cólera del sermón de Savonarola
en
la florentina Piazza della Signoria
consume
entre las brasas de aquella hoguera
además
de espejos, maquillajes y objetos vanos,
escritos
sobre la cábala y textos de Bocaccio.
La
profecía de Heine se consuma en la Bebelplatz
y,
en el trágico abril del treinta y y tres,
Goebbels
convierte la literatura en ceniza
y
arden en la pira los libros de Thomas Mann,
las
cartas de Stefan Zweig y el teatro de Bertolt Brecht.
Y,
por último, en el año dos mil tres,
son
reducidos a escoria, pavesas y humo
los
anaqueles de la Biblioteca Nacional de Bagdad.
La
culpa fue del fósforo blanco americano.
En
todos estos lugares la barbarie y la historia
mantienen
la forma flamígera de la infamia.
Daniel Zazo. La periferia del deseo. Ed Páramo, 2019
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