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miércoles, 20 de enero de 2021

Paraguas

 



Con la decisión de una mujer brava, Adela salió de casa antes de que el amanecer poblara de luz el pueblo. Cruzó los caminos con cuidado de no meter los pies en los charcos. Ascendió sin prisas, pero con un caminar continuo, de animal de campo. Desde la altura se volvió por ver la aurora sobre los tejados y sonrió cuando los primeros rayos del sol de otoño iluminaron la torre de la iglesia de Los Remedios. Cruzó la rivera por el camino del Barrial y por los senderos a Corterrangel, Castañuelo y Aracena, con conocimiento experto. Llegó a Aracena recién abiertos los primeros puestos de la plaza de abastos, pero no se detuvo. Dejó atrás la iglesia del Carmen hasta la casa del talabartero. Recogió unos zapatos recompuestos y le pagó en calderilla del monedero que su marido le regaló el día que se casaron.

Con las botas al hombro, se dirigió a la Tabacalera. Hacía años que su padre la llevó allí por vez primera para comprar hebras de tabaco y yesca. Con el tiempo, los anaqueles rebosaban de utensilios y herramientas, de cacharros y maravillas que factorías de lejos acercaban a los pueblos del olvido. Compró unas onzas de liaíllo y preguntó por paraguas. El tendero sacó dos modelos. Ambos negros, ambos sujetaban con idénticas varillas el sombrero, pero los precios se adaptaban a las medidas. Se quedó el mayor y sacó del monedero el único billete que traía. Era su primer paraguas. Al salir, las primeras gotas le arrugaron la cara y le contrajeron los labios.

No esperó a que escampara. Vio claros que prometían un pronto final de la lluvia y retomó el camino de la iglesia del Carmen. Entró. Por rezar y por refugiarse del chaparrón. Se arrodilló ante el altar de la Soledad y le dejó un avemaría y una petición: salud para su marido y para sus hijos que habían quedado en Cortelazor.

Las nubes levantaron algo con el mediodía y Adela decidió llegada la hora de volver. Los vientos venían del sur y unos nubarrones negros jugaban con los colores del cielo derramando presagios de tormenta. Supo que se mojaría.

Con un paraguas bajo el brazo, liadas en papel las botas remendadas y en su interior las hebras de tabaco, una mujer de colores imprecisos rompía la línea de castaños por el camino de Los Marines. Decidió el de la carretera, más largo, pero sin charcos.

El terreno se combaba entre las colinas y exhalaba vapores que la tierra guarda para quienes saben apreciarlos. En los castaños desnudos, los fantasmas se desperezaban bajo las primeras aguas. Los charcos de las cunetas dibujaban círculos interrumpidos por círculos nuevos a cada momento. El viento en las ramas simulaba amenazas que sabía falsas. El campo no traiciona a los suyos.

Poco a poco, como cuando amanece, la lluvia fue arreciando. Adela se cubrió la cabeza con un pañuelo que ató bajo la barbilla, ocultó bajo la ropa las botas y el paraguas y avanzó cada vez más empapada. Un rayo restalló pasados Los Marines y el ruido gigante del trueno trajo un instante de temor. El agua caía sin descanso.

Cuando las campanas de Los Remedios daban las dos de la tarde, Adela descendía las cuestas desde la carretera a la Mesa. La lluvia aflojó. Antes de llegar al olmo de la plaza dejó de llover.

La puerta la abrió su Quico, que con cinco años alcanzaba a los pestillos y poseía una intuición capaz de saber cuándo alguien se acercaba a casa. Los ojos del niño se abrieron con la desmesura de la sorpresa. Su madre era un guiñapo. Empapada, con la ropa adherida a las carnes, el frío rompiendo en tiritina desde los hombros hasta las piernas y las manos encrespadas protegiendo las botas y el paraguas. Bárbara, la mayor llegó llamada por el silencio de su hermano y el chapoteo de Adela sobre los ladrillos rojos del suelo. También la silenció aquel ser en quien reconocía el cansancio y la obstinación de su madre. La ayudó hasta la cocina donde la candela regalaba sus calores y comenzó a desnudarla. Mandó a Quico a por toallas para equilibrar la temperatura de su madre. Ya seca, se ocupó de darle las últimas vueltas a la olla que hervía en la hornilla.

Al llegar Evaristo, percibió el silencio incómodo de lo extraño. En su casa no sonaba la normalidad de cada día. Con algo de susto llegó a la cocina y la vio casi como a diario. Soltó las herramientas, besó a Adela y recibió el frío que aún conservaba su cuerpo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Mira lo que te he traído —sonreía. El paraguas en las manos.

—¿Qué ha pasado?

Bárbara lo contó con precisión. Los gestos de Águeda trataban de quitar importancia. Los hombros de Evaristo caían a medida que las palabras le llegaban, a medida que el trayecto de su mujer se le presentaba paso a paso desde Aracena a Cortelazor, a medida que la lluvia le calaba el alma y el esfuerzo el corazón. La boca dejaba caer la mandíbula inferior por el peso de la admiración, por el volumen del amor de ese camino.

Terminada la exposición, la propia Adela parecía admirada de su hazaña. Evaristo le preguntó que por qué no se había cubierto con el paraguas. La voz suave y cándida de la esposa le entregó las palabras más bellas que escucharía en su vida:

—Porque no podía pensar en estrenarlo sin estar contigo...

 


Mario Rodríguez García.  El esfuerzo de nacer. Editorial Alud. 2020 

1 comentario:

  1. Caray, se me han nublado los ojos... y para esta lluvia no hay paraguas que valga.

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