Con la decisión de una mujer brava, Adela salió de casa
antes de que el amanecer poblara de luz el pueblo. Cruzó los caminos con
cuidado de no meter los pies en los charcos. Ascendió sin prisas, pero con un
caminar continuo, de animal de campo. Desde la altura se volvió por ver la aurora
sobre los tejados y sonrió cuando los primeros rayos del sol de otoño
iluminaron la torre de la iglesia de Los Remedios. Cruzó la rivera por el
camino del Barrial y por los senderos a Corterrangel, Castañuelo y Aracena, con
conocimiento experto. Llegó a Aracena recién abiertos los primeros puestos de
la plaza de abastos, pero no se detuvo. Dejó atrás la iglesia del Carmen hasta
la casa del talabartero. Recogió unos zapatos recompuestos y le pagó en
calderilla del monedero que su marido le regaló el día que se casaron.
Con las botas al hombro, se dirigió a la Tabacalera. Hacía
años que su padre la llevó allí por vez primera para comprar hebras de tabaco y
yesca. Con el tiempo, los anaqueles rebosaban de utensilios y herramientas, de
cacharros y maravillas que factorías de lejos acercaban a los pueblos del
olvido. Compró unas onzas de liaíllo y preguntó por paraguas. El tendero sacó
dos modelos. Ambos negros, ambos sujetaban con idénticas varillas el sombrero,
pero los precios se adaptaban a las medidas. Se quedó el mayor y sacó del
monedero el único billete que traía. Era su primer paraguas. Al salir, las
primeras gotas le arrugaron la cara y le contrajeron los labios.
No esperó a que escampara. Vio claros que prometían un
pronto final de la lluvia y retomó el camino de la iglesia del Carmen. Entró.
Por rezar y por refugiarse del chaparrón. Se arrodilló ante el altar de la
Soledad y le dejó un avemaría y una petición: salud para su marido y para sus
hijos que habían quedado en Cortelazor.
Las nubes levantaron algo con el mediodía y Adela decidió
llegada la hora de volver. Los vientos venían del sur y unos nubarrones negros
jugaban con los colores del cielo derramando presagios de tormenta. Supo que se
mojaría.
Con un paraguas bajo el brazo, liadas en papel las botas
remendadas y en su interior las hebras de tabaco, una mujer de colores
imprecisos rompía la línea de castaños por el camino de Los Marines. Decidió el
de la carretera, más largo, pero sin charcos.
El terreno se combaba entre las colinas y exhalaba vapores
que la tierra guarda para quienes saben apreciarlos. En los castaños desnudos,
los fantasmas se desperezaban bajo las primeras aguas. Los charcos de las
cunetas dibujaban círculos interrumpidos por círculos nuevos a cada momento. El
viento en las ramas simulaba amenazas que sabía falsas. El campo no traiciona a
los suyos.
Poco a poco, como cuando amanece, la lluvia fue arreciando.
Adela se cubrió la cabeza con un pañuelo que ató bajo la barbilla, ocultó bajo
la ropa las botas y el paraguas y avanzó cada vez más empapada. Un rayo
restalló pasados Los Marines y el ruido gigante del trueno trajo un instante de
temor. El agua caía sin descanso.
Cuando las campanas de Los Remedios daban las dos de la
tarde, Adela descendía las cuestas desde la carretera a la Mesa. La lluvia
aflojó. Antes de llegar al olmo de la plaza dejó de llover.
La puerta la abrió su Quico, que con cinco años alcanzaba a
los pestillos y poseía una intuición capaz de saber cuándo alguien se acercaba
a casa. Los ojos del niño se abrieron con la desmesura de la sorpresa. Su madre
era un guiñapo. Empapada, con la ropa adherida a las carnes, el frío rompiendo
en tiritina desde los hombros hasta las piernas y las manos encrespadas
protegiendo las botas y el paraguas. Bárbara, la mayor llegó llamada por el
silencio de su hermano y el chapoteo de Adela sobre los ladrillos rojos del
suelo. También la silenció aquel ser en quien reconocía el cansancio y la
obstinación de su madre. La ayudó hasta la cocina donde la candela regalaba sus
calores y comenzó a desnudarla. Mandó a Quico a por toallas para equilibrar la
temperatura de su madre. Ya seca, se ocupó de darle las últimas vueltas a la
olla que hervía en la hornilla.
Al llegar Evaristo, percibió el silencio incómodo de lo extraño. En su casa no sonaba la normalidad de cada día. Con algo de susto llegó a la cocina y la vio casi como a diario. Soltó las herramientas, besó a Adela y recibió el frío que aún conservaba su cuerpo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Mira lo que te he traído —sonreía. El paraguas en las
manos.
—¿Qué ha pasado?
Bárbara lo contó con precisión. Los gestos de Águeda
trataban de quitar importancia. Los hombros de Evaristo caían a medida que las
palabras le llegaban, a medida que el trayecto de su mujer se le presentaba
paso a paso desde Aracena a Cortelazor, a medida que la lluvia le calaba el
alma y el esfuerzo el corazón. La boca dejaba caer la mandíbula inferior por el
peso de la admiración, por el volumen del amor de ese camino.
Terminada la exposición, la propia Adela parecía admirada de
su hazaña. Evaristo le preguntó que por qué no se había cubierto con el
paraguas. La voz suave y cándida de la esposa le entregó las palabras más
bellas que escucharía en su vida:
—Porque no podía pensar en estrenarlo sin estar contigo...
Mario Rodríguez García. El esfuerzo de nacer. Editorial Alud. 2020
Caray, se me han nublado los ojos... y para esta lluvia no hay paraguas que valga.
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