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jueves, 8 de julio de 2021

4 poemas de LOS FEROCES AÑOS 20 de TIRSO PRISCILO VALLECILLOS




 LAS MUJERES DE MI BARRIO

 

Hace décadas, las mujeres de mi barrio

iniciaron aventuras y calentaron hogares

allá donde las lenguas se enredan frías y solitarias

y siempre tienen un regusto a mantequilla.

A su vuelta compraron casas

—desde una de ellas escribo—,

recuperaron identidades, parieron futuros.

 

En este preciso momento,

en esas mismas casas

la mayoría de las mujeres de mi barrio

son cuidadas por otras mujeres:

mujeres del este, marroquíes, sudamericanas...

Siempre mujeres.

Y en esas mismas casas no hay junio o invierno

o martes que no se lleve a alguna de ellas

a un lugar mucho más lejano,

allá donde el frío rompe el tiempo.

 

Cuando regreso al barrio me golpean sus ausencias

como corrientes de aire granizo.

Todo lo que son, todo lo que significan

todo lo que representan las mujeres de mi barrio

se va con ellas al mismo lugar en el que esperan

las distintas niñas, las distintas jóvenes

las distintas madres, las distintas trabajadoras

las distintas mujeres que un día conocimos:

toda una manada acarreando el sol desde la mañana

animando a la fruta a salir colorida y fresca

dorando con su calor el trigo de los campos

pastoreando con sus caderas los ríos…

 

En definitiva: preparándonos el mundo

proveyéndolo de luz, agua y alimento...

exactamente igual a como hicieron en vida.



CAMBIAR EL MUNDO

 

A la valentía de Amelia Abella Natal

 

Dicen que cambiar el mundo es imposible,

que todo está escrito, que nuestras vidas

forman parte de un complejo libro

de millones de hojas de acetato

superpuestas, una encima de otra...

 

Y en la delirante transparencia en la que vivo

escribo ahora estos insignificantes versos:

es, podría ser, parecerá

un acto de comunicación vacío

imperceptible, abocado al fracaso...

 

pero si prestas un poco de atención

si pruebas a entender lo que quiero contarte

si confías en ti tanto como yo lo hago

descubrirás que, solo con este poema

acabamos de cambiar el mundo.


 

INTEMPERIE

 

Enciendo el televisor y lo primero que escucho

es que una ola de frío recorre Europa.

Después, que un traficante de personas

ha abandonado a veinte hombres a la intemperie.

Cada vez lo tengo más claro: las noticias se han convertido

en el telediario de una película de ciencia ficción.

 

A todo esto, mi sobrino me pregunta qué es la intemperie

y a mí solo se me ocurre decirle

que la intemperie... es nuestro silencio.

A MI MADRE LE SALEN LAS HIJAS

POR LOS PASILLOS Y POR LAS

BOCAS DE LOS ASCENSORES

 



En defensa y agradecimiento de lo público y universal

junio de 2019

I. PASILLOS Y ASCENSORES

 

Esperamos en recepción. Escrutamos,

procuramos discernir en rápidas miradas

los enfermos de los acompañantes,

indagamos las líneas de consanguinidad

las corrientes del miedo

donde los ojos, donde los cansados fluorescentes,

donde las manos, donde el temblor escapa.

 

Como si se tratase de una visita

guiada por un barrio de Los Ángeles

seguimos a un hombre por pasillos y ascensores:

informes médicos en nuestras manos,

historia triste de la más reciente historia,

y una bolsa pequeña de viaje

repleta de deseos sin pretensiones

de sueños de salita y croquetas

de cartas y paseos junto al mar.

El hombre comenta esperanzas y risas

pide silencio para los enfermos…

 

Les concede entidad de celebrities:

esto no es Los Ángeles, ni el sueño americano,

sino una realidad más sencilla, depurada, no tan ruidosa.

Nos acomoda en una pequeña sala.

El silencio es una manzana sobre la cabeza de un enfermo,

alguien dispara la primera flecha:

Y usted... ¿de qué se opera?

 

Pasillos y ascensores son acariciados

por pies con sensibilidad de poeta.

Me acuerdo de Érase una vez la vida,

aquellos dibujos de mi infancia, e imagino

cómo esos pies reactivan la circulación

de este organismo de cemento blanco:

se necesita un corazón muy grande para bombear esta ciudad.

 

II. ENTENDER LAS COSAS

 

Me mira y sonríe,

me da la sensación de que la conozco desde pequeña:

la quiero proteger;

al mismo tiempo es como si me dijera

“a mamá no le va a pasar nada”.

Extrañas las casillas de este juego

que te traen y te llevan sin permiso por el tiempo.

 

En cualquier momento podemos entender las cosas.

Así de sencillo. Tu madre,

de ochenta y ocho años, tiene cáncer.

Hablas sobre ello, das la noticia,

una y otra vez, una y otra vez;

las explicaciones salen casi idénticas,

pero un día, en un determinado lugar

y momento, lo entiendes todo:

la certeza te arrebata el aire,

el miedo es un tobogán que se desintegra

mientras caes sobre un volcán

con tus piececitos de mantequilla.

 

El hombre trae una bolsa de papel con su ropa,

dice que tendremos que esperarla en otra sala

y nos pregunta si sabemos llegar...

Mi hermano contesta: “Sí, donde murió papá”:

en cualquier momento podemos entender las cosas.

 

III. POESÍA PÚBLICA DE CALIDAD

 

Sonreiré tres veces junto a la poeta.

Leo a la Cañamares.

Me elevo me elevo me elevo

hasta que caigo en la sala donde,

hace veinte años, mi tía me abrazaba.

 

Es una puta delicia, es como una de esas melodías

que te hacen sentir, sin grandilocuencias,

que protagonizas algo muy importante:

se arranca una a una las entrañas

y las hace sonar con sus propios dedos.

 

Por momentos desaparecen carteles,

muebles..., desaparece el propio hospital. Sonrío.

Leo, pero por dentro. Escucho su voz radiofónica.

Sonrío por segunda vez. Por la postura que tengo

la sitúo (por influjo del cine) sobre mi hombro derecho,

y concentrada como en los recitales,

concentrada y relajada al mismo tiempo;

seria, grave... hasta que rompe en una tímida y exacta sonrisa

justo entre el momento en el que busca al público

y selecciona otro poema.

Y sonrío por tercera vez, porque, puestos a imaginar,

cambio de postura y me la llevo al hombro izquierdo.

Sin duda, a la izquierda, la Cañamares está mucho más cómoda.

En este preciso momento la poesía me cura:

poesía pública de calidad.

 

IV. A MI MADRE LE SALEN LAS HIJAS POR LOS PASILLOS

Y POR LAS BOCAS DE LOS ASCENSORES

 

A mi madre le salen las hijas, algún que otro varón también,

por los pasillos y por las bocas de los ascensores.

Mi madre cae sobre sus manos amortiguadoras

y emerge con un doble tirabuzón de sonrisa

que es como emergen las sonrisas al despertar de la anestesia.

Después la ingresan en maternidad

(ya no nacen niños, tendrá una habitación para ella sola):

para mí es la premonición del nacimiento de un poema.

Entran auxiliares, enfermeras, doctoras,

con sus manos haré yo mis versos.

 

Hay que esperar, nos dicen, para saber cómo ha ido la cosa.

Yo solo sé que no quiero ser de nuevo un niño:

quién sabe qué ascensores, qué plantas, qué puertas...

Me da miedo estar solo en otro lugar

recordando este preciso momento.

 

Cuando aparecen mis nuevas hermanas

mi madre se hace la fuerte,

no le duele ni uno de sus ochenta y ocho años.

Quiero abrazarlas, pero castraron mis sentimientos

en alguna iglesia ilegal.

Le cogen las manos, seis, siete,

hasta ocho hijas en una sola mañana,

acarician su mejilla o su frente...

Parece que quieren calmar el dolor desde dentro de la hoguera

y aprovechar el fuego para iluminar el camino de vuelta a casa.

 

Mientras tanto, en Los Ángeles, otra madre espera

sentada en las escaleras de acceso a un gran hospital.

En un sobre recuenta los insuficientes billetes

ganados en eternos turnos de limpieza.

Un hijo supremacista se acerca, la señala con un arma:

la invita a que vaya a morir a otro lugar.



Tirso Priscilo Vallecillos. Los feroces años 20. Huerga & Fierro Ed. 2021


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