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lunes, 8 de noviembre de 2021

UNA EDUCACIÓN (fragmento II)

 


Clases de Formación del Espíritu Nacional

Las clases de Formación del Espíritu Nacional, que no sé qué son porque no tienen texto para estudiarlo ni nadie explicó nunca qué quería decir, podían ser las más aburridas del mundo entero si no fuera porque eran más informales que el que me muera si miento.

Si estaban programadas desde el inicio, pongamos por caso los viernes a las 12, lo normal eran dos cosas: una, que viniera Cabrera buscando a un alumno cualquiera diciendo “dile a todos que hoy no puede venir el profesor”, lo que significaba una hora entera de alegría y libertad, o dos, que si había clase la daba un profesor nuevo que ya no era el de semanas anteriores.

Estos profesores venían, pero no siempre, de uniforme, con camisa azul y una gorra roja que nunca se ponían en la cabeza sino doblada cogida con la presilla de una hombrera, y hablaban muy alto y como si estuvieran leyendo, igualito que hablaba el locutor del NoDo. No enseñaban nada, sólo se pasaban un rato gritando como si los alumnos estuviésemos a cien metros, pero sí hubo uno al principio de todo que nos enseñó el Cara al sol, que era una canción que se canta con el brazo derecho en alto, aunque fueras zurdo, y en eso aquella clase se pareció un poco a algunas de Religión cuando había que aprenderse el Credo, por ejemplo, sólo que el Cara era más bonito.

Había algunas palabras que estos profesores, siempre muy animados y con aspecto de ser muy felices, pronunciaban a cada dos por tres, y eran Imperio, Una, Grande, Libre y Arriba. No eran profesionales de la enseñanza, se notaba a leguas, porque explicaban cosas en un tono como radiado, y como si fueran amigos de toda la vida y poco mandones con ganas de resultar simpáticos, pero de todas formas algunas veces, quizá cansados de gritar, ponían exámenes como para párvulos, y enseñaban más que nada consignas como de publicidad, al estilo de Norit el borreguito o Soberano es cosa de hombres o Sidra El Gaitero de Asturias al mundo entero, pero con más enjundia, que era también palabra sonora, y por poner unos ejemplos chulos, uno era España, unidad de desatino en lo universal y otro Por el Imperio hacia Dios.

Algunos exámenes eran geniales porque hacían pensar cosa mala, como uno de diez preguntas patrióticas que si se respondían bien me- recían un 10, y una pregunta verdaderamente complicada fue aquella de Si no hubieras nacido en España, ¿en qué país te gustaría haber nacido?, que gastó muchos extremos de lápices a mordiscos, pero yo le vi el truco porque el niñato de camisa azul que tocaba ese día me parecía sonado, y por eso escribí España, y no El planeta Kripton, por ejemplo, aunque la pregunta era lo más absurdo del mundo mundial.

Sin embargo, a pesar de ser la asignatura que menos nervioso ponía a un alumno, y digo alumno en masculino, porque las niñas se libraban de ella, uno de sus múltiples profesores cambiantes fue causa involuntaria, porque la culpa fue mía al cien por cien, que el pobre no tuvo culpa excepto cumplir con su deber, de un aparatoso suceso que puso en peligro mi beca de estudios y a punto estuvo de mandarme a un taller como aprendiz, porque mi padre no hubiera tenido dinero para colegios.

Fue por culpa de una niñatada mía de idiota perdido que no me daba cuenta de que algunas cosas no todos pueden o deben entenderlas o aceptarlas. Mira, qué curioso: el libro súper difícil Tractatus termina diciendo: De lo que no se puede hablar hay que callar. Genial, pero no hice caso.

Lo cuento, y me da corte.

Fue horrible, mucho peor que lo de la falsa nota en Ciencias Naturales.

Un día que llovía el que vino era manco, uno nuevo y poco simpático, como enfadado y a disgusto, pareció contrariado porque a lo mejor quería hacernos desfilar por la acera a estilo soldados cantando el Carasol y no iba a poder ser, de modo que hizo traer papel para ocupar tres cuartos de hora de clase poniendo un ejercicio, que no llamo examen porque esa asignatura no tenía libro ni texto, y a mí me pareció que de enseñanza el hombre sabía poco porque ni siquiera supo explicar el tema del ejercicio ni un título siquiera, como El renacimiento o Ácidos y bases o La reconquista, sino que escribiéramos lo que quisiéramos sobre las grandes gestas, o hazañas o parecido, hechas por españoles a lo largo de la historia, “por ejemplo, la derrota del comunismo y la salvación de la fe”. O sea, que pasara el tiempo, que lo suyo no era dar clase de nada.

Todos se pusieron como locos a escribir, y se ayudaban en voz baja unos a otros, yo incluido, mientras el de Formación colocó encima de la mesa un paquete de Ideales y se puso a fumar medio cigarrillo tras otro medio como nervioso y con cara de fastidio mirando llover.

Lo malo es que yo tenía un día muy malo, que eso influye, porque era lunes, no viernes, y el domingo habíamos estado esperando a mi padre para salir de paseo, que era ir al cine y luego entrar en el Tupi, pero él salió a mediodía con un “hasta luego” y regresó de madrugada haciendo ruido y meando aguardiente puro con gran ruidera de chorro de fuente en el retrete abierto, y yo apenas había dormido en toda la noche, asustado.

Así que de contar gestas y hazañas heroicas mi mente se puso en blanco y aunque escribí más que nadie mi redacción fue de cárcel o quizá fusilamiento, aunque no era redacción de rojo sino de enfadado pesimista y destructor.

Para empezar, comencé con una pregunta tipo ¿qué llena de orgullo a un español? Dije que desde las primeras páginas de cualquier libro, desde los mismitos inicios de nuestra historia, España había sido siempre un país vencido y conquistado, no al revés, y hablé de que venían los fenicios a llevarse cobre o plata; de Aníbal y la invasión de los cartagineses y de Sagunto destruida; de la conquista Romana y de Numancia destruida; de que perdimos hasta nuestros idiomas y nos impusieron otro; de los grandes emperadores nacidos en la Bética pero romanos en Roma o más lejos; luego de la conquista por los godos que habíamos estudiado que fueron vándalos, suevos y alanos y que se llevaron fatal pero nos volvieron a conquistar otra vez; después de un grupito de árabes desembarcando en una playa y derrotando a nuestros ejércitos y acabando por conquistar y dominar todo el terreno volviendo a colarnos un idioma nuevo; luego de que España tardó ocho largos siglos en ser reconquistada por culpa de tremendas peleas de los cristianos desunidos, que unos se peleaban con otros, y que de nada había servido esa reconquista porque toda España quedó llena de nombres árabes que no fueron capaces de borrar, empezando por Welba, Almería, Albacete, el Guadalquivir, el aceite, las alcantarillas, la alacena y así hasta el infinito, un triunfo hubiera sido cambiar los nombres, como justamente hicieron ellos, así que dije que España quedó un poco moruna.

Dije que la Reconquista era una mentira porque nos olvidamos de Portugal, nacida de una separación del Reino de León. Dije también que en guerra contra los portugueses fuimos también vencidos y Portugal independizada, que hasta en el mapa se ve fea esa mancha; también me acordé de “grandes gestas” y tuve ganas de ponerme borde, así que cité como ejemplo algunas cosillas, la batalla de las Navas de Tolosa, el descubrimiento de América, la primera vuelta al mundo, la Armada Invencible, la rendición de Breda, la famosa batalla de San Quintín que se conmemoró construyendo el Monasterio del Escorial, y lo hice creyendo que las páginas ni iban a ser leídas, como una especie de desahogo de mi enfado, y que nada ocurriría, y por eso dije como si fuera enemigo de España lo siguiente: que la batalla de las Navas fue una cruzada internacional gestionada por el papa y que hasta vino a luchar el Príncipe Negro inglés con su ejército, porque al rey Alfonso VIII los moros le habían pegado una paliza de muerte en Alarcos; que el descubrimiento de América todo el mundo entero lo tenía por genialidad de un italiano; que el nombre del continente ni se lo supimos dar con eso del italiano Américo; que la primera vuelta al mundo fue obra de un portugués y que su historia se conoce gracias a uno también italiano que navegaba y escribía por donde pasaban; que la rendición de Breda famosa fue victoria del general italiano Spínola; que la Armada Invencible fue el ridículo mayor de la Historia Universal y que menos rollo con la tempestad que apareció; que la otra famosa batalla de San Quintín la ganaron ejércitos y generales belgas, italianos y alemanes; y que todo eso no iba muy paralelo con tanto orgullo, y además, que un tío mío fue héroe sin recompensa en la guerra perdida de Cuba, y que otro fue muerto y sin ni siquiera un “gracias” perdiendo los gloriosos ejércitos españoles guerras contra moros marroquíes analfabetos medio brutos con cuchillos y fusiles que nosotros mismos les habíamos vendido, de modo que de “gestas” había poco que contar.

No me acordé para nada de la conquista de América, ni de Hernán Cortés, que es uno de mis héroes. Yo estaba completamente seguro de que aquel ejercicio era un paripé y que los papeles irían a parar a un retrete, como era costumbre, que desperdiciarlos en la basura era un derroche.

Pero no fue así.

Pasó más de una semana. Y dos clases de Historia después don Francisco pidió un voluntario para leer una cosa. Se levantaron dos, eligió a uno, le dio una hoja y le pidió que leyera en voz alta, lo que hizo con dificultad, porque era el texto con mi letra de mi desahogo pesimista burlón escrito para Formación del Espíritu Nacional.

Don Francisco dijo “con eso basta” antes de que el texto llegara a la muerte sin ni siquiera un pésame de mi tío desconocido, y mostrando grandísimo enfado pero en tono tranquilo y como hablando por encargo dijo que él, no el autor allí presente, había sido avergonzado en reunión de profesores por ser el responsable de enseñar Historia de España, en cuyas clases jamás se había hecho crítica negativa de los actos de nuestros compatriotas, y que la Historia de España era la de un país elegido por Dios, y por lo tanto país de héroes, orgullo de bien nacidos y envidia del mundo entero.

Justamente yo estaba leyendo en esos días el libro de Histoire de la France de su colegio que mi amiga Christiane me había enviado por correo, y acababa de escribirle diciéndole que era como una preciosa novela apasionante, sensación que nunca me producía la historia peleona y llena de reyes burros cada uno por su lado de la nuestra, de modo que esperé sentencia, porque si no, ¿a qué ponerse don Francisco a leer un ejercicio ordenado por otro?

Don Francisco dijo que yo le había avergonzado escribiendo cosas no sabía sacadas de dónde, y que yo me había metido en un lío, siendo becario de un gobierno de justicia y paz que velaba por no dejar perder a sus alumnos valiosos, y que en la próxima clase de Formación debería presentar al profesor, no a él que nada quería saber de eso, un ejercicio hecho en serio y cantando las glorias de nuestra historia, porque si no podría destacarme muy negativamente, “con consecuencias”, esto último dicho en tono jefe de campo de concentración de Embajadores en el infierno, y como imitando aquello de “vivir no viviréis, pero morir... no os dejaremos morir”.


*

Y al otro día Carion, que tiene familia en Sevilla, me dice que en Sevilla hay un bar que sirve cerveza, y que es una delicia probar una jarra fresca de eso, y a los dos nos entran unas ganas locas de vivir la aventura de ir a beber cerveza a esa ciudad a cien kilómetros de Huelva, que es un pueblo de catetos, de curas, de mariquitas que pintan casas, de niñas paseando por la calle Concepción los domingos agarradas de tres en tres con la de en medio a la que hay que proteger no se sabe por qué, quizá porque su padre le promete que si habla con chicos no la dejará salir nunca más, y de muchos mutilados y de gente pidiendo limosna a los que todos dicen “otro día será, hermano”, que suena como moruno.


Antonio Santos Barranca. Una educación (la formación vital de un niño en los años del asentamiento de la dictadura nacional-católica). Ed. Onuba, 2021

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