Mi casa, aquietar el interior, respirar con calma
y buscar en la negrura de mi mente la entrada.
Mi casa, el muñeco de plástico que un día me preguntó,
cuando estábamos en el corral luchando contra los malos,
que cómo quería que fuera mi vida.
Mi casa, mi abuela Trinidad diciéndome que los hijos
son como árboles que ves crecer y que los árboles
son como hijos que ves crecer.
Mi casa, mi madre rezando el rosario con Manola Roca
mientras cosen biznagas de jazmines.
Mi casa, aquellas dos señoras que me preguntaron
cómo se llamaba mi hámster Shupiluliuma
en honor del sanguinario rey asirio.
Mi casa, la compacta tierra circular de las eras amarillas
en el camino de los Jimenos.
Mi casa, Manolito el tonto durmiendo
debajo de las ruedas del camión de mi padre,
––Manolito, la vejez, la cajita.
Mi casa, Paloma jugando al pañolito entre memorias tristes.
Mi casa, flechas a las que dije adiós y que cansadas de volar
regresaron para herirme.
Mi casa, Jesucristo que apareció una tarde en el instituto
tirado en el suelo con los brazos abiertos diciendo que era un loco.
Mi casa, la Cuesta de la Orden a donde subí de adolescente
a ver al Delegado de Cultura de Huelva para decirle
que no todo estaba perdido, que confiara en nosotros,
en los jóvenes.
Mi casa, la mirada desafiante de El Caballa con un traje blanco
haciendo el medio giro y parada con un brazo en jarras
y otro apuntando hacia lo alto de las luces estroboscópicas
de la discoteca del pueblo.
Mi casa, la puerta de Moguer que se abría con un beso.
Mi casa, las cabinas de teléfono que te regalaban
las monedas de los sordos.
Mi casa, el sol que huye de la cuadra donde me ven las cabras
respirar su vaho mientras se comen
mis tebeos de aventuras y una que, en su rumiar,
me pregunta que si yo aún no me he muerto como ellas.
Mi casa, los autobuses, los coches, los trenes que me dicen
que tampoco adonde van hay futuro, que si acaso
lo que hay es movimiento.
Mi casa, el viento llevándose el azúcar lustral
de un pastelillo tirado en la carretera
a causa de un gravísimo accidente.
Mi casa, las bragas, los sostenes que en el tendedero
permitían hacerse una idea de los cinco continentes.
Mi casa, diecinueve exámenes de oposición todos
felizmente olvidados junto a sus respectivos temarios,
mentira.
Mi casa, cinco mil poetas pidiendo un editor y si no al menos
un bocadillo.
Mi casa, el médico que me dijo cuánto le gustaría
que le pusieran su nombre a un hospital.
Mi casa, el profesor que me dijo cuánto le gustaría
que pusieran en la puerta de los institutos
en los que había perdido la vida
una placa con una sola palabra: ¡HUYE!
Mi casa, la sala de baile de la cantina Viejo Oeste
de Ciudad Obregón, Sonora, México, donde me cacheó
un policía buscando armas mientras me decía que yo ya
había estado allí antes solo que ahora venía disfrazado.
Mi casa, el túmulo de Cazelha Velha que tenía una piedra
suspendida en el aire.
Mi casa, mi padre que me dice
que antes de sembrar una semilla
hay que verla crecer en tu interior.
Mi casa, mirarme la barriga sin saber si esta crece o mengua.
Mi casa, el boxer Dor tumbado boca arriba al sol del mediodía,
en el césped una tarde de domingo,
diciéndome que ahora ha venido para quedarse.
Mi casa, la corona de los trajes de princesa
de la niña sola de mis ojos.
Mi casa, mis labios puestos en los tuyos después de quince años.
Mi casa, el mudable soplo que hizo caer la torre más segura.
Mi casa, las prendas ganadas del tiempo pasado
convertido en humo.
Mi casa, las más bellas ideas escarnecidas
cuando las personas las han puesto en práctica.
Mi casa, una bandera rojinegra hecha jirones,
perdidas batallas donde aún gritan adelante, adelante.
Mi casa, reconocerte sin necesidad de palabras, poesía.
Mi casa, saber que somos uno que busca algo que sabe que
no va a encontrar a menos que lo buscado nos encuentre.
Mi casa, la sonrisa de Kashapa, lo sostenible
y lo autocontenido, la huelga al capital y el decir NO.
Mi casa, la flor que levanta Buda en su último sermón,
la flor que muestra Buda, la flor que hace girar
sobre sus pétalos en el último sermón.
Mi casa, la fantasía ocupándolo todo,
expulsándome de la oscura parte
y las tinieblas para vivir en los márgenes poco transitados.
Mi casa, mi cerebro que compone estructuras de realidad
casi idénticas, aunque con cada nueva imagen
hayan ocurrido variaciones determinantes que, a la larga,
terminan arruinando una visión
y dando lugar a otra totalmente diferente.
Mi casa, esencia inmutable despierta al juego de las formas
en el vacío.
Y cada vez que la conciencia para, la certeza de estar en casa.
Antonio Orihuela