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lunes, 17 de octubre de 2022

5 poemas de KILÓMETRO 43 de ABEL MURCIA




Viaje

 

¿Recuerdas los viajeros que empezaron contigo?

Algunos ya han llegado, −la pregunta es adónde−,

y algunos continúan en vagones lejanos.

De los que ya no siguen los hay que se apearon

cuando el tren iba en marcha, −me duele no entender

por qué otro traqueteo cambiaron este tren−,

los hay que se bajaron en alguna estación

−no sé cómo supieron que aquélla era la suya−.

 

Conozco algunos nombres y algunas circunstancias

de algunos compañeros.

Tanto “alguno” no deja de ser poco…

Sus vidas no recogen su verdadero ser:

qué fue más importante, lo hecho o lo pensado,

y, si fue lo pensado, dónde encontrar el rastro.

 

Pienso a veces que no compré billete

para subir al tren y espero en vano

al revisor que aclarará mis dudas.

 

Este viaje no entiende de controles

ni de paradas que no sean la nuestra.

 

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La bicicleta

 

Montar en bicicleta:

el sueño de una infancia que apenas si recuerda

quien cumple el viejo rito de crecer con los años.

 

La impresión del regalo,

ese violento golpe a la altura del pecho,

el orgullo de amos que nos nubla los ojos,

un nudo en la garganta que corta las palabras:

ahora me siento dueño del tiempo y del espacio,

y al salir del colegio volveré pronto a casa.

 

La libertad corría atada a una cadena

que ruidosa movía dos ruedas sin destino:

el barrio era mi reino,

la bici, aquel caballo que yo montaba en sueños.

 

Sucede con los reinos, el mío ya no existe.

Mi caballo descansa en algún cementerio,

y aquella libertad tiene forma de rueca;

dos ruedas silenciosas deshilan mi destino.

 

 

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Casas Ibáñez

 

Cuando bajo la calle

que va desde la casa del abuelo

hasta esa vieja plaza de la iglesia,

mi vista se dirige a las alturas

y busco las cigüeñas

que poblaron un día el campanario.

Yo sé que miro en balde, que ya sólo la piedra

recordará el feroz castañeteo

de sus picos rompiendo el pegajoso

calor de los veranos.

Lejos quedan también otras imágenes,

los hombres engañando

a fuerza de coñac y de café

la sacrílega hora de la siesta,

el regreso a la casa cuando apuntaba el día

los primeros colores y el azul,

la tapia del corral que separaba

mi mundo y mi otro mundo,

mis primeros deseos sexuales,

el olor y el sabor de aquel pan fresco

a las puertas del horno como último rito

de una vida amarrada al vaivén de noches

y días en busca

de la resquebrajada playa de aquel momento.

 

Olvido las palabras que formaron mi mundo.

Crotorar: las cigüeñas crotoran. O ya no.

Y empiezo ahora a ir al cementerio

a hablar con los amigos de mi infancia.

 

 

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Las guerras de mi infancia

 

a mi hermano, caído en

la batalla de la vida

 

Las guerras de mi infancia

siempre tuvieron un mismo campo de batalla,

una hora precisa y un único enemigo

−llamarte a ti enemigo hace doler tu ausencia−.

Nuestra guerra empezaba cuando acababa el día.

Fueron muchas las noches y muchas las batallas,

y con el nuevo día empezaba una tregua

que rompíamos juntos al irnos a la cama.

La vida se sentaba entre las dos almohadas

y esperaba a la noche y jugaba a la muerte

y llegaba la noche, pero nunca la muerte.

 

En aquel calendario el orden no existía.

El tiempo fue pasando y dejó en la memoria

dos camas, dos trincheras, dos soldados y…, un muerto.

Fue acabados los juegos, en un mundo real

que jugaba a una guerra donde nunca hubo niños.

 

Y un día yo entendí que las cifras no cuentan

que uno es el infinito y miles no son nadie,

que los juegos a veces encierran realidades

que son en realidad un juego del destino.

¿Lo entendí? No lo creo. No se puede entender

el vacío que dejas después de haber llenado

todos los universos de nuestra única infancia.

 

Y ahora sueño contigo, y sueño que jugamos

y sueño que volvemos a ser dos enemigos.

Las hierbas han tomado el campo de batalla

y no logro encontrarte entre tanta maleza.

Hoy me duele tu ausencia y me duelen los sueños

y me duelen los años.

 

No hay recuerdo más dulce que un presente imposible.

 

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Verano

 

Corríamos los niños

como en un soleado tiovivo.

La trilla laceraba al son del pedernal

el suelo de una era que nos dejaba, alegre,

un rastro de cebada.

La parva hacía rubios unos sueños de infancia

que el agua de un barreño se llevaba en la noche.

Aquellos eran días de luz multicolor

−al menos eso creo desde esta distancia−,

después vendrían otros de negros y de grises

y a las muchas ausencias sumaría las huellas

del arado de un tiempo que me decían mío.

He vuelto a ver la era que alegró aquellas tardes.

Esparcía serena su silencioso ocre.



Abel Murcía. Kilómetro 43. Bartleby Editores, Madrid, 2008.

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