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domingo, 16 de abril de 2023

BAILAR ENCADENADOS de JORGE RIECHMANN (fragmento III)


 

 

La paradoja máxima de la Modernidad occidental


 

Ya sea en positivo (construir la sociedad buena) como en negativo (evitar el desastre),[1] la cuestión no deja de planteársenos de forma lancinante: ¿hasta qué punto cabe pretender controlar nuestro destino histórico?

 

Impotens, en latín, no significa sólo desvalido o impotente –nos decía en un seminario la profesora Mª del Carmen Patricia Morales–,[2] sino también el sujeto poderoso que no logra controlar su poder. El aprendiz de brujo que es el anthropos con su praxis, ¿es capaz de controlar las dinámicas autorreforzadas que resultan de esa praxis –señaladamente la tecnociencia y el capitalismo? La respuesta breve que hasta hoy nos da la historia de la Modernidad es: no, todo indica que no lo es. Y no parece que haya ningún Hexenmeister para sacarnos del apuro.

 

Quizá lleguemos a ver que la paradoja máxima de la Modernidad occidental ha sido concebir la idea de autocontrol del destino humano –la autoconciencia de la Ilustración– al mismo tiempo que ponía en marcha dinámicas sistémicas (digamos capitalismo y tecnociencia para abreviar) que imposibilitan esa autonomía colectiva. Amarga ironía de la historia…[3] Marx (en el volumen III del Capital) señaló que el aspecto paradójico del capitalismo es que, a pesar del creciente dominio técnico sobre muchos aspectos de la naturaleza, el nuevo orden socioeconómico se presenta a los seres humanos bajo la forma de “leyes naturales omnipotentes que los dominan sin voluntad y que se imponen frente a ellos como necesidad ciega” y “resultan cada vez más incontrolables”. La mercantilización creciente de las relaciones humanas supone un poderoso factor de emancipación del individuo respecto a vínculos familiares y lazos tradicionales, pero esta nueva libertad del individuo tiene una doble faz: la otra cara de la moneda era “una nueva forma de sujeción a las leyes impersonales e incontrolables de la valorización del capital”.[4]

 

Pablo Martínez nos insta a dejar de ser meros espectadores de la catástrofe contemporánea, y señala que “podría parecer que la imagen del presente no es otra que aquella de lo sublime romántico, la de un caminante parado ente la inmensidad de una naturaleza desbocada que no se puede controlar”.[5] Pero no se trata de la naturaleza descontrolada, sino de la sociedad industrial desbocada –y nos preguntamos con angustia si tenemos opción de ejercer alguna clase de control.

 

El capitalismo –hemos aprendido abriendo por el principio el libro primero del Capital– es una formación social fetichista. La economía se ha constituido como una esfera separada, se ha desgajado del resto de las esferas sociales, y ha terminado por dominar la totalidad de la vida humana –con consecuencias nefastas: es un orden social caníbal (wendigo o wetiko podríamos decir con los indios algonquinos)[6] que finalmente se autodestruye –pero en el proceso se lleva el mundo por delante. Con esa tremenda paradoja de haber llegado –con la Ilustración europea– a la noción de un sujeto histórico activo capaz de dar forma a su destino, y al mismo tiempo haber puesto en marcha potentes y autoaceleradas dinámicas históricas “sin sujeto”.

 

El capitalismo es el Gran Autómata. Ése es el descubrimiento decisivo de Marx, la razón por la cual sigue siendo un autor para el siglo XXI –por más que se siga intentando arrumbarle al desván de las antiguallas del XIX. Y, o bien somos capaces de desactivar al Gran Autómata, o no habrá humanidad digna de ese nombre (“humanidad” en el sentido normativo del término) y quizá no habrá ninguna humanidad en absoluto (dado que nuestras posibilidades de autoextinción no parecen precisamente pequeñas, ya sea por guerra nuclear o por degradación catastrófica de la biosfera).[7]

 



[1] Así, el autor ecomarxista sueco Andreas Malm, razonando sobre calentamiento global, afirma: “Ningún pueblo antiguo se enfrentó a una misión histórica como la nuestra: intervenir de manera consciente para evitar que esta civilización se destruya a sí misma al destruir los cimientos sobre los que se erige cualquier vida organizada” (El murciélago y el capital, Errata Naturae, Madrid 2020, p. 172).

[2] Seminario sobre la Carta de la Tierra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UAM, 6 de marzo de 2018.

[3] Ésta era, por ejemplo, la lectura histórica que en buena medida hacía Albert Schweitzer de la Ilustración europea. Véase Decaimiento y restauración de la civilización, Sur, Buenos aires 1962, p. 13 y 52-54. (La edición original en alemán es de 1923.)

Tiene mucho interés la reflexión de Anselm Jappe (más abajo explicitaremos su concepción de la crítica del valor): “El problema no reside en el hecho de que la política no sea lo bastante ‘democrática’. La democracia misma es la otra cara del capital, no su contrario. El concepto de democracia en sentido fuerte presupone que la sociedad esté compuesta por sujetos dotados de libre arbitrio. Para poseer una libertad de decisión semejante, los sujetos deberían encontrarse fuera de la forma mercancía y poder disponer del valor [generado por el trabajo abstracto en un contexto de intercambio generalizado de mercancías] como de su objeto. Pero este sujeto autónomo y consciente no puede existir en una sociedad fetichista. De él sólo pueden existir fragmentos en vías de formación. El valor no se limita a ser una forma de producción: es también una forma de conciencia. (…) Es una forma a priori en el sentido kantiano, un esquema del que los sujetos no tienen conciencia porque se presenta como ‘natural’ y no como históricamente determinado. Dicho de otro modo, todo lo que los sujetos del valor pueden pensar, imaginar, querer o hacer se muestra ya bajo la forma de la mercancía, el dinero, el poder estatal, el derecho (…) Del mismo modo que las leyes del valor se encuentran fuera del alcance del libre arbitrio de los individuos, también resultan inaccesibles a la voluntad política.” Jappe, Las aventuras de la mercancía, Pepitas de Calabaza, Logroño 2016, p. 143-144.

[4] Christian Laval y Pierre Dardot, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Gedisa, Barcelona 2013, p. 328.

[5] Pablo Martínez, “Algo más que espectadores del desastre”, prólogo a Emilio Santiago Muíño, Yayo Herrero y Jorge Riechmann: Petróleo, Arcadia/ MACBA, Barcelona 2018, p. 12.

[6]Wetiko es una palabra algonquina para un espíritu caníbal. Podríamos concebirlo como una forma-pensamiento o un meme que se mueve impulsado por la codicia, el exceso y el consumo egoísta (en el idioma obijwa se denomina windingo y, en el powhatan, wintiko). Engaña a su anfitrión haciéndole creer que la canibalización de la fuerza vital de los demás (otros en sentido amplio, incluidos los animales y la energía vital de Gaia, el planeta) con el fin de lograr beneficio para uno mismo es una forma lógica, sana e incluso moralmente digna de vivir. Cortocircuita la capacidad del individuo de percibirse como una parte integral e interdependiente de un medio ambiente equilibrado y eleva a la supremacía el yo egoísta. Esto permite —de hecho, impulsa— a la entidad afectada a consumir cualquier cosa y tanto como puede, mucho más allá de lo que necesita, en un espejismo ciego y asesino de autoengrandecimiento. El autor Paul Levy en un intento por traducir el concepto a un lenguaje accesible para el público occidental, lo ha denominado ‘egofrenia maligna’: el ego desbocado de la razón y de los límites, que actúa con la lógica malévola de una célula cancerígena.

En su libro clásico Colón y otros caníbales, el historiador y académico nativo americano Jack D. Forbes describe cómo entre muchas comunidades indígenas de Norteamérica era común la creencia de que los colonialistas europeos estaban infectados de una forma tan generalizada y crónica de wetiko que debía de ser una característica definitoria de la cultura de la que procedían. Para Forbes, mirando la historia de esa cultura, se hacía obvia una conclusión: ‘Trágicamente, la historia del mundo en los últimos dos mil años es, en gran parte, la historia de la epidemiología de la enfermedad wetiko’.

La cuestión es que la epidemiología de la cultura wetiko ha dejado marcas, y aunque no puede ser tratada como una patología que sigue líneas geográficas o raciales, la cepa cultural que conocemos, y que sustenta el capitalismo consumista contemporáneo, es evidente que muchas de sus raíces más profundas parten de Europa. Fueron, pese a todo, proyectos europeos —desde la Ilustración a la Revolución Industrial, pasando por el colonialismo, el imperialismo y la esclavitud—, los que desarrollaron la tecnología que abrió los cauces para facilitar la expansión de la cultura wetiko en todo el mundo. Así, la cultura wetiko nació —aunque no necesariamente en primer lugar o único— en la Media Luna fértil [de Oriente Medio], se consolidó y maduró en Europa y fue llevada al llamado Nuevo Mundo a través de los comportamientos, gestos, condicionamiento y lenguaje de los exploradores e invasores europeos. A partir de estas tempranas raíces se desarrollaron las manifestaciones materiales: instituciones, arte y literatura, arquitectura, escuelas, medios de comunicación, empresas y gobiernos: todos los sistemas, las estructuras y las prácticas que componen las sociedades modernas. De esta forma, todos somos herederos del colonialismo wetiko.” Martin Kirk, Jason Hickel y Joe Brewer: “¿Cambiar de forma radical o no cambiar? Cultura, poder y activismo en un mundo convulso”, en el informe Estado del poder 2017 publicado por el Transnational Institute y Fuhem Ecosocial, p. 6; https://www.fuhem.es/media/ecosocial/file/Estado-del-poder-2017/4.Cambiar-Estado-del-poder2017.pdf

[7] Hay otras opiniones, desde luego. “No nos vamos a extinguir (y menos por el cambio climático)”, tuitea Andreu Escrivá el 29 de octubre de 2022 (https://twitter.com/AndreuEscriva/status/1586414712656482304 ). A mí me llama la atención el determinismo con que se exhibe esa certeza…

 

 Jorge Riechmann. Bailar encadenados. Pequeña filosofía de la libertad. (y sobre los conflictos en el ejercicio de las libertades en tiempos de restricciones ecológicas). Ed. Icaria. 2023

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