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sábado, 20 de mayo de 2023

ÉXITUS

 



Las grandes marcas de Milán han empezado a fabricar mascarillas  de diseño. Los catalanes dentro de poco las harán de colores para que les vayan a juego con las gafas, dicho con todo el cariño. En fin ¿quién dijo que esta crisis traería el final del capitalismo? Las mascarillas y los geles hidroalcohólicos están por las nubes. Al parecer, todos los gobiernos han recibido partidas defectuosas de material sanitario. Las funerarias no dan abasto y aunque no pueden prestar servicios habituales, (coronas de flores, ataúdes de maderas nobles, funerales con cuartetos de cuerda) te los cobran igual. Empieza a haber una acumulación originaria del tiempo del coranavirus, una desvergüenza capitalista que choca con el buenrrollismo de los balcones, el altruismo de esa gente que se pasa todo el día inventado material casero para los hospitales y luego sale a cantar “resistiré”, mientras que lo único que resiste es el virús más letal de todos: no digo nombres. Si los gobiernos hacen obligatoria el uso de la mascarillas, dentro de poco el clasismo volverá a las calles: no serán las marcas de   coches, serán mascarillas de Dior, de Prada, de Armani, frente a los modelos feos de la China popular o Primark; unos protegerán de `puta madre y los otros serán un coladero de miasmas. Unos llevarán gafas protectoras de arriesgados diseños y otros se las apañarán en casa utilizando el reciclado y al ingeniero popular que todos llevamos dentro.  

Mientras pienso todo esto, voy desde casa de Lebowski hasta el hospital. El campo está insultantemente verde y florido. Millares de flores amarillas me flanquean mientras vuelvo a casa. Es como un desfile que la naturaleza ha preparado para los pocos que podemos circular. El fin de semana voy literalmente solo por carreteras en otras ocasiones atestadas de coches. Los jabalíes andan enloquecidos y los corzos abrevan en los parques. Los lobos penetran en formación por la Castellana (ya me gustaría, pero no es descartable) y se espera que un oso se encarame a un madroño para refundar la ciudad  de Madrid en otro sitio ( por dios, oso, un lugar con playa y chiringuitos). La naturaleza ocupa el lugar que le habíamos quitado y en Arabia hay autopistas borradas ya por la arena del desierto. Dan ganas de extinguirse. Somos una plaga y, además, muy horteras. He visto un vídeo donde un tipo sale a la calle con dos catanas. Tengan cuidado. Utilicen cuando menos algo más sobrio, no sé, un abrecartas, unas tijeras de pescado ¿Pero qué tipo de gente tiene dos catanas en casa?

Hoy es sábado. Hay menos gente en el hospital. Me mandan a un  pabellón en el que nunca he estado, salvo para llevar muestras al laboratorio o pacientes a rayos X. Le llamaremos pabellón C. El personal aquí es diferente, se acabó la república democrática (aunque rigurosa) del pabellón A y su legión de chicas con gorros de colores. Se acabó el ambiente tropical del pabellón B y su relajación en el protocolo y su simpatía caribeña. Esto es otra cosa. Una jerarquía evidente entre la aristocracia de las enfermeras (de edad madura) y las auxiliares y celadores, una lucha de clases. Las enfermeras van aquí soltando broncas sutiles a las auxiliares por cualquier movida. Y desde luego no se remangan (o mejor dicho) no se ponen en súper epi así como así, si es necesario limpiar a los abuelos. Pero hay un enfermero muy especial, Mateo, largo y fibroso, con enormes pies y unos pantalones que le quedan cortos. Aparte de eso, es un tipo de una bondad y una paciencia admirables. Algunas auxiliares son latinas y tienen nombres que uno no recuerda a la primera. Habiendo pasado ya por tres pabellones y habiendo conocido al menos a 40 personas diferentes, lo de los nombres empieza a ser una lotería, salvo los de aquellas personas con las que he hablado más. Porque son las voces lo que más reconoces. Las voces y ciertos ojos inolvidables por la razón que sea: su brillo, su bondad, su altanería, su suavidad, su tacto. Los ojos azules de Raquel. Los ojos azules y asustados de Gabriel. Los ojazos negros de Mar. Los ojos cariñosos de Mariela. La sonrisa constante de los ojos de Clara. La dulzura de Susana. La inteligencia de María. La redomada obstinación de Oscar. Y luego los ojos cerrados de muchos pacientes. Se cierran los ojos y la identidad empieza a desvanecerse.

Bueno, hoy voy haciendo dos tareas por los pasillos: pasar material a las habitaciones donde están las auxiliares limpiando a los abuelos, y tomar los datos de las constantes de los pacientes que me canta una enfermera. Tensión, saturación, frecuencia cardiaca (un enfermo tiene 140 en reposo, joder), azúcar y temperatura. Para tomarles las constantes, llevamos unos aparatos sobre un trípode móvil. Como se hace con todo, cuando el cacharro sale de la habitación, hay que rociarle con vietcong  (vircor) un concentrado de lejía y otras sustancias que se carga a cóvid. Las pantallas, para que no se estropeen, las frotamos con toallitas del alcohol. La enfermera a mí me trata bien, pera a las auxiliares les va soltando unas estocadas que flipo. A la hora del descanso, esta enfermera me invita a un té especial que tiene en su taquilla. Um, rico, rico.  Mientras me deleito con el té, hablan de que el fin de semana, para desayunar, cada una traerá una delicatesen diferente. Yo no me puedo comprometer (la verdad es que no estoy cocinando apenas estos días, como cualquier cosa. Bueno, lo que hago siempre) porque cada día me envían a un pabellón distinto. Lo cierto es que el fin de semana lo pasaré en este mismo pabellón C y fliparé con la comida que han preparado para los 20 minutos de descanso. Es una forma de no perder la noción del tiempo y tampoco de la celebración: el fin de semana se come especial, se celebra. Yo no he llevado nada, pero como de todo. Mateo y Marinela son los que más me animan a no cortame con la comida que han elaborado los demás en sus casas mientras yo estaba tirado en la cama, leyendo, durmiendo,  chateando o escribiendo este caro diario.

El caso es que hoy, mi primer día en esta pabellón C, la enfermera Rottenmaier me invita a su té cantonés. Pero no puedo tomarlo. Suena mi teléfono antiguo. Una voz desde rayos me dice que tengo que bajar a un paciente a que le hagan una placa. Salgo corriendo y miro qué paciente es. Se le puede bajar en silla, con lo cual no hay que ponerse todo el epi. Vuelvo a la cocina, y pido ayuda para que alguien me lo ponga en la silla con el oxígeno funcionando correctamente y todas esas cosas. El voluntario es, claro, Mateo. A la silla primero hay que ponerle una sábana que luego se tira. Este paciente es de los bordes. Los que está relativamente bien se dividen en  bordes y en simpáticos. Los bordes hablan borde. Son bordes,  exigentes y bordes. Están siempre de mal humor. No agradecen las atenciones. Este no quería que le ataran a la silla de la habitación, para que no se cayese. Lo intentó todo el mundo. Hasta el médico vino. Pero nada: gritaba que a él no le ataba ni dios. Pues vale, tronco, como te caigas y te rompas las narices nos va a hacer mucha gracia curarte, limpiar tu sangre llena de cóvid y que nos robes tiempo para otros pacientes. ¡Pues no me bajo a este tipo a rayos¡ Le digo cosas chulas en el ascensor, pero él a mí no. Refunfuña sin parar. Paso de ti, borde. Hago mi trabajo y ya está. Le meten en rayos. Luego le subo a planta. Allí le espera su nieto, que le llama Pepe. Ha ido a discutir cosas de dinero. Parece que es su único heredero. Nos  acompaña a la habitación. Volvemos a instalar a Pepe. Luego salgo y pongo al nieto un epi ligero para que desde lejos pueda hablar de negocios con Pepe. Me largo. Demasiada sordidez.

Entonces aparece Esther, la superjefa, con una camilla rara. Una camilla que tiene una especie de…sudario gris, de lona plástica, acoplada a su estructura metálica. Una camilla diferente a las otras. Esther me dice que me ponga un súper epi, que nos vamos a llevar a un exitus ¿Un qué? Un éxitus. Joder, eso es latín. Me pregunta que dónde está Cristina, la otra celadora esa mañana en el pabellón C. Ni idea. Yo angustiado por la sospecha del exitus ¿Qué coño es un exitus? ¿Por qué se pone esta peña ahora a hablar en latín? Me pongo el súper epi. Cristina no aparece. Esther empieza a enfadarse. Viene Amalia, otra celadora. Esther le dice que se ponga un súper epi. Yo angustiado mirando hacia los árboles y luego a Esther dentro de mi súper epi, empezando a segregar sudor frío. Exitus, exitus. Me acuerdo de la película de Berlanga, El Verdugo: a la hora de recoger a mi primer exitus, me pongo serio como si fueran a matarme a mí. El verdugo lo pasa peor que el condenado a muerte. El celador suplanta por un rato el papel del exitus. No quiero hacerlo, no quiero ir. No quiero llevar a un exitus. Finalmente aparece Cristina. Es pequeña y es celadora novicia, como yo. Cogemos la camilla. Esther nos lleva a una habitación. Nos dice que tenemos que poner al exitus en la camilla. Entro en la habitación. Veo al exitus. Pero no lo veo bien porque se me ha olvidado poner fairy en las gafas y estas se empañan penosamente. Le cubro la cara con la sábana. Hacemos sitio para poner la camilla justo al lado de la cama, obedeciendo las órdenes de Esther, que está fuera. No quiero hacerlo, pero obedezco, incomprensiblemente sumiso. Ni cristina ni yo hablamos. De vez en cuando cruzamos  miradas alucinadas en medio de la penumbra. Hacemos todo lo que Esther nos indica. Muy importante el tema de los frenos de la camilla. Es fundamental que esta no se deslice cuando pongamos al exitus encima, para evitar que  exitus pueda caerse. Eso sí que sería de Berlanga. Esther dice que esas cosas pasan. Le tenemos que introducir una sábana por debajo para que sirva a su vez de camilla y podamos moverle como si la sábana fuera eso, una camilla; moverle de golpe y no por partes. Nos cuesta horrores pasarle la sábana por debajo, porque nos produce una sensación indefinible tocar a un exitus. Es bastante chapucero todo. No puede ser de otro modo. Finalmente, lo conseguimos. De un movimiento enérgico lo ponemos en la camilla. Le rociamos con vietcong. Le tapamos con el sudario de plástico. Lo rociamos de nuevo con vietcong.  Le vamos sacando. Esther nos rocía con vietcong a nosotros y también a la camilla. Le metemos en el ascensor. Yo estoy a un lado y Cristina está en el otro. Nos miramos como si esa situación fuera irreal. Nuestros ojos, entre la niebla de las gafas de seguridad sin fairy, tienen un punto de tristeza. Vamos con un exitus en un ascensor y la vida es eso.

Llueve a mares. He visto cosas que vosotros no creeríais. Naves ardiendo más allá de Orión.  La nave en particular es un viejo coche de funeraria sin itv y que solo presta servicio dentro de los límites del hospital. Tenemos que tener mucho cuidado para meter el exitus dentro. Todo tiene su técnica y es nuestra primera vez. Mientras lo hacemos, la lluvia (y el borde de la marquesina bajo el que estoy incrementa el agua con su efecto tejado) me empapa de arriba abajo. Una vez dentro, el exitus se va en el coche por el laberinto de los jardines y nosotros nos vamos andando. Ni Cristina ni yo decimos una palabra. Estamos sobrecogidos. Esther le pregunta a ella que si está bien. Asiente con la cabeza. A mí no me pregunta, todavía no, pero no estoy bien ¿Dónde vamos ahora? Recorremos los jardines, los pabellones de Chejov, el camino bajo la lluvia. Abril en todo su esplendor, con sus lilas, con sus árboles estallando de brotes, con sus flores en el campo que nos rodea, con sus petirrojos juguetones. ¿Abril es el  mes más cruel? ¿Mezcla memoria y deseo? ¿Muerte? Esto son referencias culturales que meto aquí con interés irónico u otro. Como las referencias a la película Blade  Runner u otras que meto. Lo digo porque habrá gente que no haya leído a Elliot o no haya visto la película de Scott. Llegamos a la puerta de Tanhauser. Es el pabellón mortuorio. Siniestro, vacío, silencioso, helado, oscuro. La oscuridad aumenta si miras hacia el interior. Hay puertas metálicas, pero también de madera, antiguas, como de hace 70 años, o de la época en que se levantó el hospital, hace 100 años. El contraste es raro y solo puede recordarme una cosa. Lo siento. Si el primer día, los pabellones y los jardines me recordaron a Chejov, lo de ahora me recuerda algo infinitamente ominoso. Sonderkommando, es la palabra que me asalta mientras sacamos la camilla del coche, mientras lo ponemos en otra camilla, siguiendo siempre las instrucciones de Esther; mientras lo llevamos adentro por pasillos oscuros a una sala grande y vacía con camillas esparcidas. Mi mente calenturienta me dicta sonderkommando. Pero también La Cabina, ese peliculón de Antonio Mercero donde Jesús López Vázquez es llevado a un depósito de cabinas de teléfono con cadáveres dentro. Como ven, la realidad no es que imite a la ficción, pero la ficción es una manera de penetrar la realidad y darle un mínimo de sentido. Una cuña. En la sala, quitamos el sudario de plástico, lo pasamos a una nueva camilla y lo metemos en un pequeño depósito. ¿Temperatura? 5º. Lo dejamos allí solo, bajo un número (el 1, a continuación hay más números). Cerramos el depósito. ¿Quién era? Los muertos no tienen cara de viejos. Le vi entre la niebla de las gafas. Los muertos tienen la cara de los niños que un día fueron, ajenos a la muerte. Rociamos la camilla con vietcong. En la puerta de Tanhausser nos despojamos de los epis siguiendo rigurosamente el protocolo, aunque Esther tiene que ir diciéndonos, porque estamos como conmocionados. Salimos a la lluvia. Tengo la sensación de que he hecho algo horrible, como si yo hubiera matado ese hombre. A muchos hombres. Esa sensación de culpa. La sensación insoportable de ser sonderkommando. ¿Que qué es eso, me preguntan, esa palabra? Mírenlo en Google. No pienso contarlo. Hay cosas que no puedo contar. La lluvia parece limpiarnos, quitarnos el olor y la grasa de la muerte. Levantamos, Cristina y yo, la cabeza hacia el cielo, dejamos que la lluvia nos empape la cara, el cuerpo, estamos empapados en nuestros finos trajes de faena. Me acuerdo de las últimas palabras de Rutger Hauer, en actor holandés de Blade Runner. Comprendemos la realidad a través de la ficción, a través de las palabras. Cristina dice que a ese exitus ella le había dado de comer unos días antes. Lo mejor es no tener mucho contacto con los pacientes. Así duele menos. La ventaja de estar cambiando todo el día de pabellón es que ese contacto se difumina, se confunde, se intercambia. Si tienes mucho contacto, lo que les pasa a los trabajadores de planta, el dolor crece. Pero somos nosotros, los celadores, los que tenemos que hacer el trabajo de llevarnos a los exitus. De convertirnos por un momento en todas esas cosas, en todos esos personajes de Berlanga, de Ridley Scott, de Antonio Mercero. De pensar, de la manera más injusta y dolorosa posible, que somos sonderkommando. Maldita imaginación.

Vuelvo al pabellón. Me limpio como si no hubiera un mañana. Quizá no lo haya. Entro en la cocina y el té cantonés sigue sobre la mesa. Lo pruebo. Está helado. Suena el teléfono. Tengo que llevar a una señora a rayos. Hacemos los de antes. Está muy débil. Se queja. Parece que le no fluye bien el oxígeno. Hago que una enfermera me controle el oxígeno. Le pongo los guantes a mi chica. Tiene los dedos tan finos. La piel tan delicada. La mirada tan suplicante. Me la bajo a rayos. Le digo cosas bonitas en el ascensor. Cosas mías. En rayos lo pasa mal. Maldición. El oxígeno de la botella se le acaba. El tipo de rayos tiene otra botella y se la cambia rápidamente. Mi chica lo ha pasado mal. Me dicen que el oxígeno hay que comprobarlo antes de bajarla. Le digo que lo habían comprobado un auxiliar y una enfermera. La subo. La llevamos a la habitación. Allí la enchufan a su botella de oxígeno, pero algo tampoco funciona. El auxiliar que está con ella se asusta. Me pego un supersprint hasta el control de enfermería, una carrera de 100 m lisos. Grito a las enfermeras que la paciente 2.1 tiene un problema con el oxígeno de la habitación. Me siguen corriendo. He puesto a correr a medio pabellón. Entran en la habitación sin epi ni leches, a cuerpo. Hay que cambiar el cacharro del oxígeno. Salimos a toda  velocidad a buscar otro. Lo traemos. Las enfermeras se lo ponen y este ya funciona. La estabilizan. El auxiliar y yo nos sentimos fatal. El celador insomne, esa noche, no podrá dormir bien (nunca lo hace, por otra parte),  por muchas flores que le traiga la primavera. Por la tarde, hablo por teléfono con mi amiga médico, Amai. Me dice que esas cosas pasan continuamente, pero que el problema no es el oxígeno, sino que esa mujer se está muriendo.

Descanso dos días. Cuando vuelvo, lo primero que hago es ir al pabellón C, a preguntar por mi chica, a cuyas manos yo puse guantes azules y a quien dije “pero mira que guantes más bonitos, azules como el mar, como el cielo, como tus ojos”. Me dicen que la paciente 2.1 ha muerto.

Salgo al Chejov Garden. Me siento un momento en un banco. Se acerca un petirrojo y le digo que hoy no tengo ganas de  jugar.

   


Pedro Sanz Serrano. Diario de un celador insomne. Ed. La Vorágine, 2022

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