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martes, 2 de mayo de 2023

REFUGIO (fragmento IV)




En los peores días del invierno casi nadie subía al refugio y David pasaba mucho tiempo solo. A veces, durante muchos días seguidos, no subía nadie y podía dedicarse a las cosas que más le gustaban, como resolver problemas de ajedrez, releer sus libros, tallar madera o mirar durante horas por la ventana que se abría sobre el espectáculo de las crestas. Esa soledad compensaba un tanto el barullo de otras ocasiones, cuando el refugio se llenaba de gente, en verano o los fines de semana de la primavera, justo en el momento en que la nieve empezaba a fundirse y resultaba más sencillo transitar por los caminos del Isarre. En invierno venían pocos, es cierto, pero eran auténticos alpinistas: esquiadores de montaña o escaladores ensimismados y audaces con los ojos absortos en la cara sur del Escalinata, dispuestos a escalar su resbaladizo muro cubierto de verglás o el corredor central que lo escinde en dos. El pico Escalinata quedaba detrás del refugio, cerrando el circo por su parte superior, junto al Obispo. Ambos vigilaban el silencio, administraban las ventiscas y las nubes. Poca gente la del invierno, y silenciosa, y con las manos agrietadas de tanto tratar con el hielo y la roca en busca de agarres. Los escaladores pedían consejo a David sobre las vías y las aproximaciones. Algunos le conocían por la revistas y se sorprendían de que ahora trabajase en un modesto refugio. A esos pocos del invierno los trataba con el mayor esmero, les preparaba magníficos desayunos y espléndidas cenas con las que reparar las fuerzas gastadas en el monte. Luego se sentaba con ellos junto al fuego y compartían vino y cerveza mientras se contaban historias de montaña.

Fue un día de invierno así, solitario, oscuro, en el que subí hasta el Isarre para contarle a David lo que pasaba. No quería que se enterase de otra forma, por medios que quizás alterasen los detalles, distorsionasen la secuencia de los hechos y los pormenores. También quería estar cerca de él cuando tomase conciencia de lo que realmente sucedía, porque no sabía cómo iba a reaccionar cuando le anunciase el final del refugio, el final del Isarre, el final de su trabajo y, sobre todo, la manera abyecta en que todo ello se estaba produciendo. Por eso remonté las laderas nevadas con los esquís de travesía, lijando la nieve, atravesando pendientes inclinadas, obviando el intenso frío que se agazapaba en un paisaje silencioso. El mundo era, esa mañana, pura niebla estática en la que se insinuaban las sombras de las hayas, sus desnudas ramas como lanzas de un ejército inmóvil. Más arriba, a los pies de los pinos, vestidos de delgadas y negras acículas, se formaban halos y socavas, producidos por el mayor calor que desprenden las coníferas. Más que indignada, me sentía decepcionada, abúlica, por una sobrecarga de asco, helada por haber visto a Ancho herido de verdad, por haber oído de sus labios la historia de una ejecución política. Por eso me atreví a cruzar la montaña con los esquís de travesía, en busca de David y del Isarre, sumiéndome en niebla y nieve, combinación ideal para perderse, para extraviarse en una nebulosa indiferente. David solía decir que mezclar ambas cosas es lo más parecido a caminar en un puré de patatas.

No sabía cómo iba a explicarle a David lo que había sucedido. Pero no porque fuera complicado de contar o comprender, sino por puro pudor, porque hay cosas que revelan una condición tan triste de la gente que resultan indecibles.

Nosotros habíamos aprendido a esquiar en Navacerrada, Jaime. Sabíamos que tenía que haber estaciones de esquí, pero no en cualquier sitio, no a cualquier precio. Nunca en contra de la voluntad de un valle.

David abrió la puerta con sorpresa. Luego sus ojos buscaron el deseado paquete que Isabel solía enviarle, un paquete primoroso de pasteles y viandas oculto en los macutos de los que subían hasta allí, de los que se dejaban engañar o seducir por ese peso exquisito. Pero aquella costumbre de otras ocasiones no se produjo, sino mi huida hacia el resplandor del fuego y mi manera intensa de mirarle mientras acercaba las manos a la lumbre; y mi forma débil de sentarme luego en una silla y, mientras me tapaba la cara con las manos, en un gesto agotado, decirle tensa:

—Necesitó un té caliente, por favor.

—Nadie tenía derecho a cambiar la decisión del valle. Lo que estaba en juego era quién decidía la realidad: si la gente o una empresa.

El relato apenas duró media hora. Yo calentaba mis manos en torno a un cuenco de té. Bebía pequeños sorbos precavidos mientras explicaba a David que algo importante había pasado abajo. No una muerte, eso no, sino una traición de baja estofa. Algo que quizás acabase con sus sueños.

—Y quizás acabe con algo más, David —recuerdo que le dije—, algo más importante si cabe: la posibilidad de un proyecto colectivo y de una identidad colectiva en la que poder mirarnos dignamente, en la que refugiarnos al final de todo. Una proyecto que nos diga que el mundo que dejamos tras nosotros es un poco mejor que el que nos tocó en suerte. Porque acabar con ciertas cosas, cosas que se han de dejar a los que vendrán detrás, es renunciar a cualquier forma de identidad razonable. El expolio no es una identidad razonable.

David se revolvía en su silla, todavía incauto, todavía sin comprender ese torrente de dolor, ese caudal de injurias moduladas por mi rabia rigurosa, por mis gestos desabridos. Nunca me había visto en ese estado de indignación, helada, gesticulante y sorda, y por eso mismo quizás más precisa. Sabía que yo tenía carácter, arranques de rabia, pero aquello era otra cosa: una pulsión desgarrada, un rapto evidente.

David preguntó detalles, nombres, fechas. Y supo cuál sería el destino del lugar en el que estábamos, ese lugar que nos acogía en esos instantes limpiamente, con su fuego encendido y sus brebajes modestos: convertirían todo en un centro de ocio. Lo harían pedazos. Lo cubrirían de asfalto, tendidos eléctricos, remontes, un edificio termal. Algunos se embolsarían el dinero, pillarían la pasta y a correr. Se comprarían ferraris y horteradas, casoplones en Marbella, cosas de esas. Así que se quedó mirando el fuego y sintió que la rabia empezaba a trastornarle. Un tremor indefinido apareció dibujado en su mandíbula. Un ahogo creciente. Luego supo que esa rabia no era contenible. Ni ganas.

La puerta del refugio se abrió de par en par. David iba con los esquíes en las manos. Los arrojó sobre la nieve. Volvió a entrar. Salió de nuevo. Llevaba las botas ya calzadas. Se acopló a las tablas con gestos precisos. Clic, clac. Un primer impulso de bastones y cadera. Enseguida estaba bajando. Y yo tras él. La puerta del refugio se quedó temblando, boqueando, entreabierta. Salía humo de la estufa. Graznaban chovas.

Nos deslizamos hacia el pueblo, a todo trapo, en medio de la densa niebla, saltando entre las piedras y los troncos, rozando los cortados del barranco, esquivando los pinos repentinos, que aparecían y desaparecían ante nosotros velozmente. Entramos en Asomo con los esquís en la espalda: la nieve acababa poco antes de llegar al pueblo. La puerta del ayuntamiento no era alta y David quedó bloqueado por los esquís en el dintel. Así no podía pasar. Se quitó la mochila y la tiró sobre las losas. Yo hice lo mismo. Subimos los escalones de madera, de dos en dos, de tres en tres, entre crujidos ominosos. Entramos en el despacho de Ostos. No nos preocupamos de llamar. Ostos era apenas mayor que nosotros, aunque parecía más viejo: tenía los pómulos sumidos en una contracción bajo las gafas, tenía gestos esquivos y pausados, tenía el aire somnoliento de quien ha estudiado mucho. Pero nos conocíamos desde niños, casi parientes, y hermanos, por su amistad con Ancho, en cuya casa pasaba más tiempo que en la suya, examinando asuntos locales, discutiendo de cuestiones personales, asistiendo a cumpleaños y onomásticas, cenando muchas veces en ella porque era tarde y llovía. Cuando nos vio entrar, en su despacho, de aquella forma abrupta, su expresión viró hacia el pánico. David se acercó a él y le tiró encima las llaves del refugio, que no eran precisamente pequeñas.

—Yo también presento mi dimisión. Pero ahora me vas a explicar de qué va esto.

—Sal de mi despacho.

—Con los pies por delante, capullo.

Esa fue la primera escaramuza de aquella guerra perdida, de aquella guerra que dividió al pueblo en dos bandos antagónicos, de aquella guerra en la que se enfrentaron formas de entender la vida con intereses inconfesables, en la que se enfrentó la voluntad de un valle contra una conjura mercantil. Unos estaban, es cierto, a favor del proyecto, pero había muchos más que estaban en contra.

Aquel día David no salió del ayuntamiento con los pies por delante, pero sí con las manos esposadas y sendos agentes de la guardia civil a sus costados. Los viejos de la plaza se frotaban las manos con el espectáculo. Lo mismo que muchos de aquellos cuyas tierras serían recalificadas, aunque no todos. Para muchos más, sin embargo, aquello era un crimen de lesa democracia y también un impresentable caso de especulación rampante.

Se creó una plataforma, se celebraron asambleas, se convocó a los medios y se trazó una estrategia de acción contra el proyecto. La lucha por el Isarre comenzaba de ese modo. Pero era una lucha de la que Ancho se había descolgado, quizás en el mismo instante en que verbalizó su desazón ante mí, como si pensase que su abatimiento, su orgullo herido o su peso político nada aportaban a una causa de la que él era parte. Después de todo, su formación política figuraba como impulsora del plan. Después de todo, su sobrino aparecía como principal damnificado. Y finalmente, el chantaje y la posibilidad del oprobio pesaban sobre sus años intachables. Poco a poco, como consecuencia del daño y la impotencia, comenzó a deslizarse hacia la oscuridad. Su mundo, él mismo habían sido abolidos. Como mecanismo de defensa, supuse, empezó a desinteresarse aparentemente de todo. Un día me dijo que se sentía fuera de la vida.

Mientras tanto, los trámites burocráticos avanzaron a una velocidad digna de mejor causa. La proverbial morosidad de la burocracia administrativa se trocó en este caso en una diligencia admirable. Muy pronto el proyecto fue publicado con todas las bendiciones municipales y autonómicas. Recibió miles de alegaciones, que fueron rechazadas. Fue denunciado ante los tribunales porque carecía del preceptivo estudio de impacto ambiental y porque invadía espacios protegidos. Pero eso no lo detuvo, siguió su camino impertérrito, inasequible a las críticas, a las manifestaciones y a la posibilidad de una suspensión cautelar. Los promotores jugaron la baza de los hechos consumados. Una urbanización, una infraestructura, una vez levantadas, no encontraban en España un juez que se atreviera a tirarlas por muy ilegales que fuesen, salvo contadas excepciones. O sí. El proyecto del Isarre tuvo suerte: el juez decidió paralizar las obras, cautelarmente, pero para ello exigió a la parte demandante una fianza de dos millones de euros, en previsión de que hubiera que cubrir los daños y perjuicios que la promotora pudiera sufrir, en el caso de resolverse el pleito a su favor. Buscamos dinero debajo de las piedras: ahorros personales, rifas variadas, conciertos solidarios, camisetas en venta, gorras molonas, llaveros de madera, pegatinas indelebles, cuadernos estampados, cosas así, ingenuas, candorosas y risibles. Conseguimos recaudar 500.000 euros. Pero nos faltaban todavía 1.5000.000. Las obras, por tanto, prosiguieron su curso, generando un daño que en cualquier caso sería ya irreparable. Nos enfrentábamos a enemigos excesivos: gobiernos, entidades bancarias, constructoras, leyes ad hoc, abogados estupendos, periodistas venales. Nos enfrentábamos al poder del dinero y a sus inmensos medios de persuasión, capaces de montar campañas para enjuagar sus desmanes, de comprar voluntades o, cuando fue necesario, que lo fue, de recurrir a la intimidación pura y dura. Sí, aprendimos muchas cosas en esos tiempos magníficos.

Pero, antes de que eso sucediese, antes de que las obras empezasen, en el otoño siguiente, el hecho es que el pueblo quedó dividido y se llenó de tensión. Una tensión que se mascaba en el silencio de los bares, en las miradas esquinadas, en la ausencia de saludos o, cuando los ánimos se calentaban en exceso, lo que ocurría con frecuencia, en airadas discusiones que en algún caso terminaron en riña. Así Julián, nuestro amigo, a quien teníamos que sujetar para que no se liase a bofetadas en cualquier momento. Desde siempre le habían llamado el loco, propenso como era a la extravagancia, al exabrupto y a decir sus verdades en un tono que insinuaba la riña o la convocaba. Salía de los bares gritando en la noche, con gritos de borracho, temblando sobre el pavés, empapado por la lluvia, por la indignación, bajo la luz de las farolas, increpando a los zaguanes y a los coches aparcados, tambaleándose sobre su sombra, gritando consignas improvisadas en la rabia del alcohol: «Que salgan los traidores, los que han vendido a Ancho y al Isarre. Que salgan los mentirosos y los mierdas». A veces se quedaba llorando en las esquinas, borracho, derrumbado en las aceras, con las manos sangrantes tras haber golpeado un árbol o una pared. Entonces teníamos que llevarlo a casa y acostarle.

Sí, el paraíso del Asomo se había puesto en marcha. Era magnífico. Hasta los viejos de la plaza, tan pacíficos y bien avenidos, sufrieron aquella enfermedad que a todos afectó.


Pedro Sáez Serrano. Refugio. Ed. Desnivel, 2021

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