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viernes, 31 de mayo de 2024

11 CUENTOS CORTOS DE TIRSO PRISCILO VALLECILLOS


 

El reflejo

Maquinilla en mano, se acerca al espejo y, justo cuando pestañea, la imagen, su propia imagen, se gira y le da la espalda. No puede ser. Sonríe. Cierra los ojos y, efectivamente, cuando los abre, el espejo le devuelve su cogote. Se lleva las manos a la cabeza mientras retrocede sin dejar de mirarse: la figura del espejo se aleja dándole la espalda. Lo descuelga, busca algún cable o mecanismo; alguien ha podido gastarle una broma, pero no tiene amigos ni familia. Después prueba en el dormitorio y aunque lo intenta en varias ocasiones, el resultado siempre es el mismo: su propio reflejo le da la espalda. Y lo peor de todo es que no tiene a quien contárselo.


El proceso

Y justo cuando se acepta deja de ser la que era.



Jerarquías

El hombre más desdichado del mundo buscó un lugar donde disfrutar de su desdicha: se metió en un armario, de los pocos espacios de la casa que creyó desierto. Sin embargo, dentro, escondido entre la ropa, alguien se presentó como el hombre más desdichado del mundo y le pidió que saliera, inmediatamente, de su escondrijo. Y así, un poco decepcionado, pero también preso de una emoción contenida, el que se tenía por ser el hombre más desdichado del mundo abandonaba el armario, volvía a la fiesta y se servía una copa.



Salir del armario

Hay una cosa que le quiero decir a mi padre, pero no sé cómo hacerlo. Mi padre es un padre normal, de esos que gritan cuando se enfadan, roncan como osos y no se pierden ni un partido de fútbol. Llevo tiempo pidiéndole que me traiga al parque, que yo le enseño a jugar de verdad. Y, aunque está muy ocupado, poco a poco lo he conseguido; le quito el balón con facilidad; a veces, le digo que parece mariquita; entonces pega un trallazo que me empotra dentro de la portería mientras reímos. Hoy no viene. Hoy no le toca tenerme. Los lunes aprovecha para salir con Juan, su novio. No sé a qué espera para contármelo: se lo voy a tener que decir yo.



La mala droga

La vi a las diez de la noche, al final de la calle. Me paré en seco. Sentí miedo. No sé si fue por el cansancio, pero me asusté. La verdad, me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero al principio pensé que era una zombi o algo así. Reinicié el paso, no sin cierta precaución. Se dirigía a mí balanceándose hacia los lados, como si no fuera dueña de su cuerpo. Me dio cosa cambiar de acera: agarré mi paraguas con fuerza y le hice frente; pasé a su lado controlando todos sus movimientos y de reojo pude leer lo que ponía en su placa: se llamaba Maria Luisa, y trabajaba en una conocida cadena de supermercados.



Lo sabe

¿Sabes ese tipo de cosas que sabes sin saber por qué, pero las sabes? El hombre se encoge de hombros. Pues yo lo sé: sé que tú y yo nos entenderemos. Quién sabe a dónde nos llevará esto, pero sé que eres lo que había soñado. ¿Sabes? Eso se siente; de hecho, es la primera vez que me sucede: nadie había hecho nada por mí sin pedir algo a cambio; nadie me había mostrado tanto interés… Ha sido increíble, lo de seguirme todos estos días, hasta hoy, que te has decidido a hablarme; entonces me he dado cuenta de que eres tú la persona que siempre he esperado. Jamás habría invitado a nadie a entrar a casa, así, sin conocerlo. Me lo habían dicho, me habían dicho que cuando llegara la persona adecuada me daría cuenta. Es como si pudiera quererte, no sé si me entiendes. ¿Crees que se puede querer así, de una vez, a primera vista? Pues yo te quiero y no me importaría... no sé, es como si me viera viviendo contigo, en este piso, o en el tuyo; ni quisiera sé dónde vives ni a qué te dedicas, pero me da igual; o en una casa, una casa grande, y tener niños… y perro y hacer barbacoas y una cocina abierta con una isla grande, y un baño con jacuzzi. Por cierto, si necesitas ir al baño está a la derecha, cruzas la… Lo sé, lo sé: sé dónde está el baño.



Pescar es de hombres

Don Antonio deja la cesta sobre la hierba. Me muestra la trucha. Mírala, está bien cebada, tócala. Yo doy un paso atrás. ¿Pero adónde vas, marica? Mira cómo respira, se hincha y se deshincha. Pongo mi mano encima y la retiro. ¡Que no muerde! La trucha tiene la boca babosa. Cógela. Miro alrededor. ¡Que la cojas, hombre! De nuevo pongo la mano encima para abarcarla, pero no me llega. Siento un espasmo, como si se quisiera libertar. Me aparto de nuevo y don Antonio me agarra del brazo. A ver, tú eres un hombre, ¿no?, ¿o quieres que te llamen mariquita?, cógela bien, así. La trucha tiene dentro un corazón como el mío: parece que se le va a salir. Me tiemblan las piernas, siento un ligero mareo, pero los dedos de don Antonio, que estrangulan mi brazo, impiden que caiga. Y como empiezo a llorar cambia de tono. A ver, tontín, que no pasa nada. ¿Te ha comido la trucha?, ¿a que no? Tienes que hacerte un hombre o ¿quieres ser toda la vida un mariquita? Don Antonio me pide que deje de llorar mientras se sienta entre dos cultivos de maizales. Para que se me pase el mareo me aconseja que apoye la cabeza sobre el faldón de su pierna. Sujeta mi frente con su mano. ¿Sigues mareado? Niego con la cabeza. Así me gusta, como los hombres. Me coge un brazo y me lo lleva hacia la trucha. Cógela, no tengas miedo. Sonríe, ya no parece enfadado. Acaricia mi pelo, me atrae hacia él. Toma, cómete la trucha. Y la mete en mi boca.



El coche de papá

La niña entorna los ojos, parece concentrada. Mamá, esa nube tiene forma de vaca; y esa, de tractor. Sí es verdad, ponte el cinturón, Marta, que nos vamos. Y ahí hay unos pies, mami… Los pies no los veo. Sí, ahí, mami. ¿Dónde, cariño? En el cristal, mamá, son unos pies: mira, esa mancha del cristal parece un pie. ¡Qué va a ser un pie!, será la marca de un pájaro... Pues lo parece, mami, y a tu lado hay otro pie. La mujer detiene el coche en seco. La niña estira sus piernas abiertas sobre el salpicadero y señala cada una de las huellas en el cristal. La madre alarga el brazos y las borra con una toallita húmeda. Luego comienza a llorar. ¿Qué pasa, mamá? Pasa que se acabó el juego.  

 


Uno más en la familia

Cómete el helado Susana y te llevo a casa. Me llamo Marta. El hombre sonríe y se apresura a pagar a la dependienta. La niña da un enorme mordisco al helado y se forman unos labios de crema sobre sus diminutos labios. Luego pregunta: Tito, y tú... ¿cómo te llamas?



Amor del bueno

Sucede justo en ese momento: el joven aparece tras la puerta y sonríe. Ella se aparta y señala un aparador. El joven deja su mochila con cuidado de no tirar un retrato de hace veinte o treinta años, y un billete de diez euros que asoma por debajo. Luego le acaricia la mejilla, la abraza y besa mientras se deja arrastrar hasta el dormitorio. No hay espacio ni tiempo: solo dos cuerpos que en cuestión de minutos descansan tirados en la cuneta del deseo. Él juega con su móvil, ella lo observa fijamente. Después, se despiden con un largo y tierno beso bajo la puerta. ¿De verdad que te he gustado?, pregunta la señora. Claro, contesta él mientras señala con la cabeza el billete del aparador. Para que veas, lo vi al entrar y ni te lo he robado.



El trompetista

Sopla, pero no suena. Sonríe. Lo vuelve a intentar: se inflan sus mofletes enrojecidos, pero el aire se le escapa por los lados. Y vuelve a reír, y a intentarlo otra vez. Y como no sale el sonido que espera, improvisa con su propia voz una marcha de semana santa. El policía decide inmovilizar su coche.

 

 

Tirso Priscilo Vallecillos. Área metropolitana. Ed. Baile del sol. 2024

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