Quizá la mejor manera
de
vernos reflejados no sea
mirarnos
en un espejo sino
en
la hoja de un árbol,
en
los ojos de los animales,
en
las manos
de
quienes nos rodean.
**
Merodean
por los saltos del corazón
expertos fontaneros,
barnizadores de jaulas,
que saben cómo
reconducirnos la cólera.
Ellos diseñaron los mapas
que la desembocan en
quien respira
dos centímetros más
abajo,
en quien se apretuja con
nosotros
en la estrechez del
camino,
en el que se queda fuera
de las líneas que ya
antes edificaron.
La llevan por tubos
luminosos
que evitan las curvas y
las encrucijadas.
La bombean para que
parezca que deja atrás
el horario, el hueco del
colchón y el ruido de la despensa.
Pero sabemos bien del
embrujo venenoso de su abecedario
y nos sigue provocando
llagas pronunciarlo.
Esta furia, que boquea
desde el desconcierto y
el miedo,
aguijoneada por la
frustración
pero también por el amor.
Esta ira, que tiene
médula
indomable porque de las
ampollas
y de las sonrisas raídas
parte.
Esta rabia, que puede
agujerear sus conductos,
disolver sus atlas.
Esta,
con la que lograremos
quemar las cuerdas
que nos apresan los
sueños,
que nos enguantan las
manos,
que nos dirigen los ojos
lejos del abrazo.
**
Recomponer
lo
que una vez estuvo unido;
ese
abrazo
ensartado
hoy por un alfileteo de grietas,
ese
abrazo entre nosotras,
aquel
con el entorno,
el
que nos funde con el oxígeno
y
las acacias y las liebres,
ese
abrazo, ahora estrangulado por fronteras
y
soberbia, que construye
una
geometría donde nadie
puede
quedarse atrás.
Recomponerlo,
no
como meta
sino
como única posibilidad de existencia.
Alberto García-Teresa. El áspero dolor de la esperanza. Lastura Ed. 2025
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