CONCURSO INTERNACIONAL DE DESPROPÓSITOS
El padre con el carricoche y el bebé
dentro, a punto de desnucarse ambos bajando
a Los Muertos.
La histérica del orgullo gay
con su espectáculo de contorsión
todo a cien ante la incredulidad ocular
de decenas de bañistas.
El argentino que se sabía como nadie
el camino que no era.
La familia francesa
apareciendo en el barco sin bañador, sin agua, sin
gorras
con 35 grados rodeándonos y cuatro horas por delante
sin sombrilla.
La guaja del súper y dale con que el jamón “no se
puede”
cortar más fino aunque la máquina y el cliente
indiquen
lo contrario.
La del apartamento que quedó
en traernos el recibo
al día siguiente del primero
y han pasado veinte y tampoco.
El calor con tacones de hoy
22 de julio.
El concurso de barrigas inglesas en Mojácar.
Los zapatos de las inglesas en Mojácar.
Los requemados ingleses en Mojácar.
Las consumiciones y tapitas a precio
de nunca se sabe.
El gigantesco hotel que pretenden abrir de golpe
de talonario en El Algarrobico.
Algunos conductores temerarios
a los que ataría en horizontal
al parachoques delantero
de su propio coche lanzado por la autopista a ciento
ochenta.
Los dependientes que no se duchan
antes de empezar la jornada,
ni la anterior.
La paja que se hizo un chorbo en la playa
a la vista de Claudia y lo que me habría gustado
acercarme con dos pedruscos y preguntarle si le
ayudaba
a cascársela.
El catalán que resolvió con cuatro llamadas de móvil
a mi lado el descubierto en el banco.
El trío de socorristas entre los que no se salvaba
uno.
Los que no ven La Alhambra
estando allí
con sus propios ojos
porque no los separan de la cámara
para llevarse un montón de imágenes raquíticas
de un lugar mucho más amplio
de miras.
Los invernaderos improcedentes de Adra
-que se suben por las laderas que no debieran
y bajan hasta la orilla del mar donde nunca
tuvieron que instalarse-.
Las voces de los que solo dan eso
aparte de pena
en tantos bares inhóspitos de carretera
con camareros ariscos y de prisa
innecesaria
que arrojan luego los desperdicios a la mar sin que
nadie
los vea
salvo las olas
estupefactas
y estos ojos
que desearían
no haber
pasado
por allí.
EN EL
CASTILLO DE SAN JOSÉ
Contemplábamos cuadros de Millares y Canogar
cuando entró la mujer
con el cochecito
hablando por el móvil.
A los cuatro cuadros
ella seguía hablando por el móvil
y nosotros intentando
concentrarnos en Oscar Domínguez
y Le Parc.
Más que de costumbrismo
y abstracción figurativa,
nos enteramos de que una amiga
la estaba llamando para lamentar
que no hubiera aprobado las oposiciones.
Con la cobertura pictórica
bajo mínimos
nos refugiamos en una sala anexa donde se exhibía
la obra en madera y bronce de Pancho Lasso.
Pero a la segunda escultura
escuché a mis espaldas
un llanto descontrolado de bebé
y la tercera conversación avanzando
por el móvil
de su madre.
A punto de fundirse todas las líneas
de alta tensión de mi paciencia, a cinco palabras
de sufrir una sobrecarga de enfado,
bajamos a la planta baja
donde está la cafetería.
Al fondo de la amplia sala, en una esquina
a la izquierda, junto a un óleo magnífico de Tápies,
abollando uno de los sofás, estaba ella
con el carricoche, con un supuesto
marido y otro lebrel,
todavía hablando por el móvil:
explicándole a un pariente que estaba
en el “maravilloso” Castillo de San José, en
Arrecife,
“rodeada de cuadros”
que había que ver.
Juanjo Barral. La sombrilla de Mahou. Ed. Baile del Sol, 2014
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