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viernes, 1 de agosto de 2014

LA SANGRE





La sangre

Es la sangre del otro la que riega el progreso. El progreso de las religiones, el progreso de las naciones, el progreso de los tecnócratas, el progreso de los empresarios, el progreso de su vecino…
La palabra mágica se repite en procesión. La llevan encapuchados cobardes, incapaces de dar la cara. Pasean imágenes de madera para que el otro se postre ante ellas: iconografía de sangre, de martirio, de mentiras disecadas, mutadas en el tiempo, a conveniencia del progreso de los que dictan la fe (Fe: Dícese de la material fecal ciega por naturaleza de la que están compuestos nuestros miedos].
Progresa el hábil de manos en la mesa del trilero, el rápido de reflejos en el parqué de la Bolsa, el palabrero sin contención que ocupa los púlpitos, el engominado que esconde su mala baba debajo del capirote y que al terminar su día santo volverá a sus quehaceres impíos. Progresa en el escalafón el policía y progresa el lameculos; progresan las mujeres objeto al convertirse en mercancía y progresa el chuloputas que las comercia cuando abre oficina de publicidad y otras sabrosas bicocas. Progresa dios y su industria milenaria, progresan los censores del mercado con su sapiencia en materia de gustos. Progresan los poetas del régimen, los escritores que gustan de premios y cocteles. Progresan, sí progresan, los milicos metidos a mesías, los mesías metidos a gurús, los gurús metidos a anacoretas, y los anacoretas que regresan del desiertos infectados de santidad.
El engranaje del progreso se lubrica con sangre, con nuestra sangre. Lo sabemos y por eso no duele. Dóciles, dispuestos a dar el todo por la patria, por la fe, por el equipo de fútbol o por la puta madre que los parió, entregamos nuestra sangre sin casi darnos cuenta. Somos los de “mantenimiento”, los que permitimos que este sistema funcione casi a la perfección [la perfección, téngase en cuenta, requiere de sobresaltos, conflictos armados, hambrunas y distracciones varias para fijar preferencias e instalar el miedo en los maquinistas de clase media que mantienen fijo el rumbo].
Es así de fácil. Y de doloroso. Para evitar las punzadas sólo hay que seguir adelante, progresar, no mirar al paisaje devastado que dejamos atrás ni a las víctimas “colaterales” que caen a nuestra vera. Por eso nos gusta tanto el progreso, es la perfecta huida que anestesia, la cuota de sangre mínima que debemos aportar a cambio de vivir dopados, sedados de alma, escasos de indignación. La mayor cuota la ponen los que realmente están abajo, aprisionados por el  lastre de la minoría, impotentes ante la arrolladora máquina de progreso que pasa a toda velocidad por delante de sus chabolas y de su miseria. 
“Si no salen de ahí es porque no quieren”. Si no salimos de aquí es porque no queremos. Es la única verdad del sistema y del progreso. Si quisiéramos, si realmente quisiéramos, dejaríamos de trabajar para ellos [y para ello] hoy mismo, tomaríamos plazas, edificios oficiales y templos, cultivaríamos en los parterres y en las fuentes, compartiríamos las sonrisas y comerciaríamos con los restos de su vergüenza “hasta agotar existencias”. Si quisiéramos… comenzaríamos a vivir sin pedir permiso. No nos creeríamos el sueño productivo de los capitalistas oficiosos. Tampoco el de los marxistas oficiales y revolucionarios teóricos sin ampollas en las manos. Construiríamos una comunidad llena de conflictos para los que encontraríamos solución entre todos (o no). Pero eso no necesita de sangre, sólo de conciencia: conciencia de clase, de especie, de seres dignos. Sangre tenemos mucha y cuando falta se hacen campañas urgentes de donación. Dignidad… poca, que para eso no hay donantes, que es un bien escaso en un territorio habitado solo por mercancías.

Paco Gómez Nadal. Terca resistencia. Ed. Amargord, 2014



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