VI
Tarde y apretujados marchaban Terremoto y
Caballero Bonald
para cantar a
un festival, metidos en un seiscientos azul recalentado,
igual que un
movimiento sísmico y con el hambre en cuarta.
Se había hecho muy tarde, y el mapa de los
atajos, dibujado
con un bolígrafo de tinta verde, sobre la
etiqueta de una botella
de manzanilla, era menos legible que el tapón
del líquido de frenos.
– ¿Dónde está la maldita botella?
– Se la habrá tragado el tío éste, que se va
a morir un día
de un berrinche – dijo una muchacha
acompañante.
– Niña, que yo sólo bebo ginebra – apuntó el
Terremoto.
– Aquí no se lee nada... y el frasco da asco,
todo se ve negro.
La persiana
del capó trasero rebosó de aceite,
y se abrieron
las puertas del carro gitano, como alas
de humo,
saliendo los cantaores del coche
tosiendo con
aspavientos, y casi estirando las patas.
– Ésta no es la botella, seguro que hemos tirado
el casco
en alguna cuneta sin echar cuenta.
–
No, nosotros somos quienes
estamos tirados,
falta media hora para
llegar al festival...
y otra botella, pero llena y sin mapa.
El abuelo de la familia Churumbel andaba
observando la escena,
y se pisaba los grandes bigotes grises,
corriendo en su borrico
de cartón, y dándole vueltas al coche averiado
de los artistas.
– Kosko divus – dijo fumando un puro,
quitándose el cañero
y enseñando el cerebro a la muchacha.
– Malas y tarde, abuelo – respondieron.
– Pues están ustedes en un apuro, ¿echamos un
fetén caballeros?
Estaba el Viejo Churumbel en su choza de
viñeta, cogiendo
en la viña rebuscos de electrones, cuando se
percató que el coche
de los cantaores parecía un plato de cazón en
amarillo, y propuso:
–
Es cierto que mi braco no
corta el viento,
ni tendríamos
en ella los cuatro buen asiento,
y además es un
borrico de cartón... ¡cojones de cantaores!
... pero como
hay que hacerle caso a las melodías de los viejos,
debo decirles
que en mi casa tengo un artefacto
que les
llevará al deseado sitio
... y también
traeré una botellita de vino.
Allá iban los
cuatro hacia Cádiz dando el cante por los aires,
metidos en el
canasto de un globo aerostático con parches
de esparto,
dándose todos un paseíto, fumando
y bebiendo,
llegando tarde a no se sabe dónde.
VIII
Lidia la gran
ciudad cateta es la cuna de los flamencos
que desafinan
un montón, pero llevando siempre el compás.
Lidia la gran
ciudad cateta, amanece corriendo la cortina de lunares
que separa los
dos barrios, el rico y el pobre,
que son un
cuarto dividido por la tienda de Enmedio.
Y el que no se
emborracha en Lidia hace el ridículo.
Sus hombres
nunca roncan, aunque sus voces tengan el rajo harto
de tabaco,
porque apoyan al dormir sus cogotes y
morrillos
en la madera
del culo de la guitarra; reinando así
sus sueños
en un tarugo,
como duermen los dragones chinos
y descansan
los portones de las casas en una raja y un adoquín.
Las mujeres ponen los cafeles en vasos de
tubo,
de cubatas calientes de otros días más
felices,
rebosantes como un caleidoscopio de azúcar.
– ¿Copio esta falseta, maestro?
– No, los artistas no miden, y además no tengo
ni un bolígrafo.
El maestro perdió su gran tesoro al desvelar
esas palabras
a su
discípulo, y perdió el aguante, el aguante del dolor
que le
producía remover el café hirviendo con el dedo índice.
Pero no se le
saltaron las lágrimas por la escocedura,
fue porque se
le despegaban de las uñas los duros del Sarasate
–el maestro se
pegaba monedas en las uñas –
que cayeron al
fondo negro del vaso.
Decía que le
servían en el culturismo del rasgueado.
El otoño del madroño hacía los días más
cortos,
y el frescor
del aire hacía las narices más grandes.
– ¿Puedo empinarme la guitarra, maestro?
El maestro dio el “la”, y verticalizó el
mástil acercándolo al mentón.
– ¿Te es más fácil ejecutar con las formas de
Tío Sabicas ?
–
No... ocurre que con la
posturita de Paco de Lucía doy el tono
bien, maestro,
pero con la esclavita de oro araño toda la guitarra,
se pierde la
laca y el tono de la color de la madera ya no es el mismo
aunque me
sirva para reconocer la guitarra si algún día la pierdo
y la veo por ahí con otro tío montado en
cualquier sitio, maestro.
– ¿Qué... la cadenita... de oro?
El maestro –
heredero de Rafael del Águila– apartó el visillo
de cartón
bordado con lunares de cisco,
y le dio un
buche a la escurridura del café ya frío.
El pequeño
discípulo corría con una barbaridad de chiquillos
detrás de una
canoa, liberado de sus tareas jugaba con una caja
de pescado con
ruedas, el aprendiz iba corriendo, acompañando
a un carrillo
lleno de chucherías empujado por una vieja.
Otros niños
fumaban plajos de heroína al golpe
machacando
pastillas y esnifando anfetaminas
alrededor de
bidones ardiendo, cuando antes en las plazuelas
se
distraían cantando y haciendo compás.
IX
Cuando cantaba
la Piriñaca, su boca no le sabía a sangre
sino a tomate.
Y es que se masca, se escupe o se traga
el picadillo
de palabras con aliños cerebrales.
Y con sal en la lengua verdugona de la sangre
de la asfixia
del cante, se empuja a los bailaores
que hoy se
visten de dráculas, tirando el compás al suelo,
y el
Farruquito, sin dejar caer la prenda se estira
los brazos y
ya está puesto el chaleco sin esfuerzo
y con posturas
de corales adorna las ruedas de su baile.
La freiduría ambulante se echa en las tablas,
en la fiesta
de la bulería
de Jerez, en la puerta de choqueros;
y el olor del
adobo hace en el coso la presidencia de la hambre.
– Nueve metros de cuerpo me hacen falta para
reguincharme
en el alambre del sitio de barrera – dijo
Juanete.
– ¡Nueve, menos el tendido cuatro... cinco:
te la hinco! –
respondió Tomasito con su letra de tarima, de
teatro,
de trocotrón, de toná, de taconeo, haciéndose
el tonto
y empapándose de todo, menos de vino y queso.
Sentado el
súcubo de los cabales en el granito
del graderío
del circo, se interrogaba:
– ¿Será la letra “e” de espléndido?
– Té es el agua sucia, y la “e” es un vino
con mayúscula – respondió el íncubo de los
cabales
meciendo un quinqué de petróleo.
José Mercé cortó un cuarto de kilo de
granaína
se puso el traje blanco dando la espantada
y sería un dios, porque con él apareció la
lluvia
pero duró como la nube que cantó, nada.
Arropado con cuatro gotas y dos demonios
–que dan más
miedo que uno tocando la guitarra
como si
estuviera matando bichas–
Juanete el
Loco Romántico le dijo al Tomasito :
– Tú en el cante eres un polluelo sin vida.
Y es que el flamenco no existe.
David Pielfort. La isla de Camarón. Ed. Germanía, 2013
"He plantao un tomillo
ResponderEliminary no me ha salio na.
El que quiera tomillo, mi arma,
ay, que vaya al tomillal".
Tía Anica la Piriñaca