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martes, 16 de febrero de 2016

UNA MÚSICA CUALQUIERA





El cantactor debe llevar un asesor en performance
alguien en el acto flamenqueante
porque la liberación de la música
le mete fuego al dinero,
y al día siguiente de la actuación
ya no queda nada de la anarquía artística
ni liquidez,
ni monedas en el envoltorio del pañuelo. Efectivamente.
 
La fiesta acabó y el cantactor no ha cobrado
esquiva al perro arbóreo de la puerta museofilial
buscando al curator, que no aparece.
Nadie quiere saber nada de nadie.

A las tantas de la noche
los faros de un coche llegan
hasta el edificio de titanio.
El cantaor se deslía levantándose rápido
se oyen lejanas telefonías de servicio,
a través de la cerradura se vislumbran sonidos
de unos pasos: –¿No te dije que vinieras el lunes?
–Ya estamos casi casi en el martes.

El cantactor recibe el sobre del dinero,
sin contar los billetes lo guarda, no tienta el taco, 
pero no se mueve, sin inmutarse mira al curator.
–¿Y ahora qué quieres?
–La guitarra... tiene que estar dentro.

El cantactor no se iba a ir sin la guitarra,
cruza el umbral dando saltos. Allí estaba
la guitarra, confundida en una exposición eterna:
–¡Menos mal que has venido a por mí
 – dijo una voz desde dentro– 
llevo tres días sin comer!

Se podía ver al ejecutante metido en la guitarra
encofrado en la ventana redonda del instrumento,
con las manos blancas, apretujando,
agarrando las cuerdas
como si fueran barrotes de una cárcel
de caoba, como si fueran los remos de la galera
de una música cualquiera.




David Pielfort. La isla de Camarón. Ed. Germanía, 2013

1 comentario:

  1. Al final de la fiesta son sólo unos pocos los que la disfrutaron realmente...

    Saludos,

    J.

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