El cantactor debe llevar un
asesor en performance
alguien en el acto
flamenqueante
porque la liberación de la
música
le mete fuego al dinero,
y al día siguiente de la
actuación
ya no queda nada de la
anarquía artística
ni liquidez,
ni monedas en el envoltorio
del pañuelo. Efectivamente.
La fiesta acabó
y el cantactor no ha cobrado
esquiva al perro arbóreo de
la puerta museofilial
buscando al curator, que no
aparece.
Nadie quiere saber nada de
nadie.
A las tantas de
la noche
los faros de un coche llegan
hasta el edificio de
titanio.
El cantaor se deslía
levantándose rápido
se oyen lejanas telefonías
de servicio,
a través de la cerradura se
vislumbran sonidos
de unos pasos: –¿No te dije
que vinieras el lunes?
–Ya estamos casi casi en el
martes.
El cantactor recibe el sobre
del dinero,
sin contar los billetes lo
guarda, no tienta el taco,
pero no se mueve, sin
inmutarse mira al curator.
–¿Y ahora qué quieres?
–La guitarra... tiene que
estar dentro.
El cantactor no
se iba a ir sin la guitarra,
cruza el umbral dando
saltos. Allí estaba
la guitarra, confundida en
una exposición eterna:
–¡Menos mal que has venido a
por mí
– dijo una voz desde dentro–
llevo tres días sin comer!
Se podía ver al ejecutante
metido en la guitarra
encofrado en la ventana
redonda del instrumento,
con las manos blancas,
apretujando,
agarrando las cuerdas
como si fueran barrotes de
una cárcel
de caoba, como si fueran los
remos de la galera
de una música cualquiera.
David Pielfort. La isla de Camarón. Ed. Germanía, 2013
Al final de la fiesta son sólo unos pocos los que la disfrutaron realmente...
ResponderEliminarSaludos,
J.