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lunes, 18 de julio de 2016

CON EL SILENCIO A CUESTAS ATRAVIESO




“Siempre se vuelve al primer amor”.
       ALFREDO LE PERA


CON el silencio a cuestas atravieso
luminosos pasillos, escaleras de mármol.
No es la de hoy la fecha, es una tarde
de principios de octubre, en el setenta y nueve.
Abro la puerta. Es nueva la inquietud
al entrar en la clase,
en otras sensaciones, otra edad, otros sueños,
una vida distinta
más cerca de la sangre, incontenible.
Nadie me ha prevenido
de que nada me valen las cosas que conozco
con todo lo que ahora me queda por vivir:
esa inseguridad, la inmediatez
de mi primer amor,
casi aún de uniforme,
dejándome sus trece, o sus catorce años,
dibujados por siempre en la pizarra.

La miraba de lejos, desterrado
a un lugar a ocho letras de distancia
por orden alfabético,
sobre cualquier casilla del horario de clases,
por detrás de mis libros forrados con su nombre,
entre griegos y persas, como Dante a Beatriz,
con los ojos de sueños,
por encima de todas las cosas que ignoraba,
todavía en el último temblor de la inocencia.
Nunca tuve valor para decirle
que su cuerpo trazaba el infinito
en cada operación de mi cuaderno.
Nunca arriesgué los labios.
Del resto me quedó
el cerco de un amor que me llegó a destiempo,
su voz enmudeciendo la mía aquella vez
que se sentó a mi lado,
una ocasión perdida, mi corazón en vilo
y el paso inexorable de los últimos días.

Septiembre en las vitrinas,
y en el cristal mi asombro reflejado,
y tras sus apellidos
Lengua extranjera, Historia y Matemáticas.
Yo le hubiera entregado hasta mi acento,
mis primeras batallas, mis sencillos problemas,
cada respuesta mía en los exámenes
y qué sé yo, la vida, lo que fuese,
para evitar aquello.
Sí, porque aquí y ahora,
con la memoria en pie,
en plena posesión de mis recuerdos,
puedo decir sin miedo a equivocarme
que, si hablamos de amor,
la primera tristeza de mi vida
fue el haber aprobado,
porque ella repitió ese mismo curso
y yo seguí adelante.

La buscaba, entre clases, al tocar la campana,
por los bancos que ahogaban mi nombre en sus vaqueros,
por detrás del bullicio de la barra del bar,
por las tardes desiertas, por las ropas de abrigo,
por las rimas de Bécquer,
por si acaso en la guía de teléfonos,
por mis noches de insomnio abarrotadas
de sueños de papel cuadriculado.
Son fechas que han quedado al pie de unos poemas,
que encabezan las páginas de un diario escondido,
con el amor escrito de un azul imborrable,
con el miedo a que un día de mí ni le quedaran
los despojos de un nombre ya sepia en los archivos.
Si alguna ambición tuve fue el que me recordase
porque indudablemente de ese modo,
perdido en un solar de su memoria,
yo formaría parte de ella misma.

Con el recuerdo a cuestas atravieso
luminosos pasillos, escaleras de mármol.
Mis alumnos esperan las notas de un examen
aún por corregir.
Se sientan, buenos días, y en la misma pizarra
que conoció su pulso y su estatura
escribo Guerras Médicas.
Tal vez sólo sucede que existen los retornos,
que hay cuentas que saldar, que me esperan aún
siete letras que entonces no borré
y una frase que nunca me atreví a pronunciar.
Y estoy aquí otra vez —ahora sí—
repitiendo aquel curso año tras año,
porque al hacer examen de mi historia
también yo he suspendido,
he suspendido al fin porque dejé
una página en blanco,
tan sólo una pregunta sin respuesta
que sigue interrogándome sobre aquella ocasión,
si la perdí o acaso ni la tuve,
o mejor no saberlo.
Hoy ya sé
que hay cosas que no pueden dejarse de escribir,
que es necesario a veces arriesgarse a tener
faltas de ortografía
y emborronar los márgenes
del corazón con trazos decididos,
porque luego ya es tarde, porque en pruebas así
no es posible entregar después de tiempo,
porque la vida pasa y no concede
otra oportunidad,
porque hay unos instantes, unos días,
una edad y unos labios que se pierden...
y unos remordimientos que se arrastran
mientras dura el recuerdo.




Juan Carlos de Lara. Depósito de objetos perdidos. Premio Leonor, 2015. Exc. Dip. Prov. de Soria. 

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