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viernes, 21 de abril de 2017

7 fragmentos de INTERDEPENDIENTES Y ECODEPENDIENTES de JORGE RIECHMANN




Valores: la importancia del altruismo

Tal y como se indica en la obra de referencia del MA internacional Ecosystems and Human Well-Being: Scenarios, diferentes investigadores han sugerido que el altruismo es un valor clave en lo que a preocupación ambiental se refiere. “Bastante trabajo empírico dentro de esta tradición ha desplegado las medidas de valores trans-culturales de Schwartz, y ha encontrado apoyo consistente para la idea de que el altruismo predice la preocupación ambiental, así como evidencia de que los valores tradicionales –lo que se podría llamar conservadurismo, que aparece vinculado con el integrismo en muchas fes religiosas— conducen a una menor preocupación por el medio ambiente”[1].

Si volvemos la vista un siglo atrás, o incluso un poco más –digamos hacia 1880—, hacia la España finisecular del XIX de la que emergerá la España moderna a través de un atormentado siglo XX, resulta interesante constatar la existencia de dos movimientos culturales de fondo con un importante potencial para redefinir las relaciones entre naturaleza y sociedad, precisamente a partir de valores altruistas. Me refiero al krauso-institucionismo por el lado burgués, y al naturismo anarquista por el lado obrero.

Por una parte, el movimiento articulado en torno a la Institución Libre de Enseñanza –fundada en 1876, y dirigida por figuras de la talla de Francisco Giner de los Ríos y Manuel B. Cossío[2]-- pone en marcha un vasto programa de formación –en el sentido de paideía, de Bildung— dirigido al conjunto de la sociedad española en los decenios últimos del siglo XIX. El gran ecólogo Fernando González Bernáldez, al analizar los cambios históricos en la “imagen sociocultural de la naturaleza”, detectaba un punto de inflexión en aquellos años, cuando aumentan “el interés y la curiosidad por la naturaleza asociados con la difusión en España de corrientes críticas” frente a “los planteamientos de la sociedad tradicional”[3]. El krauso-institucionismo articuló un nuevo interés por la naturaleza –con dimensiones filosóficas, científicas, estéticas, educativas…-- con un vasto programa de pedagogía social.


“En su singular acercamiento a la naturaleza, que (…) combinaba lo patriótico y lo científico, lo pedagógico y lo artístico, la Institución Libre de Enseñanza desbordó con mucho, al igual que en otras facetas de su amplio influjo moral y cultural, su función como centro educativo. De hecho, fue probablemente el principal foco difusor de nuevas actitudes hacia la naturaleza en la sociedad española de su tiempo. La riqueza del interés institucionista por el medio natural se manifiesta sobre todo en la actividad excursionista y quizá tenga su mejor exponente en la constitución, en 1886, de la Sociedad para el Estudio del Guadarrama.”[4]

Este programa de pedagogía social hundía sus raíces en una filosofía interesante, el krausismo[5], que consideraba al mundo como un todo unitario, orgánico y armónico y buscaba en correspondencia una ciencia igualmente global y sintética, que reuniera “holísticamente” –diríamos hoy— las distintas ramas del saber y ofreciera una explicación de los distintos elementos de la naturaleza como partes orgánicas y cambiantes de un único ser. Huelga decir que la ecología como disciplina científica, que cuajó en los primeros decenios del siglo XX, y las más recientes “ciencias de la Tierra” –articuladas en los decenios finales del XX--, se sitúan en esta estela…

En segundo lugar, hemos de mencionar que el anarquismo español y el comunismo libertario, aunando interés por la naturaleza e ideas descentralizadoras, se constituyeron en una poderosa fuerza desde finales del siglo XIX hasta 1939 (año de la victoria de los fascistas, militares y nacionalcatólicos sublevados en la Guerra Civil). El malthusianismo anarquista y el anarco-naturismo conocieron en España un desarrollo muy importante:

“Para los anarquistas neomalthusianos los medios contraconceptivos tenían una finalidad superior que va más allá de evitar embarazos no deseados (…) como la Maternidad Consciente y Voluntaria, basada en el Matriarcado Moral, que habría de conducir al ideal social popular de una nueva Generación Consciente, hermanado con el Naturismo Integral anarquista en el marco del ‘socialismo de los pobres’…”[6]

Hay que señalar que además de su carácter declaradamente feminista y de su interés por una nueva ética sexual, aquel neomalthusianismo proletario pretendía el equilibrio entre el crecimiento demográfico y la disponibilidad de recursos naturales en un planeta finito… ¡muchos decenios antes del Club de Roma![7]

Pues bien: ambos movimientos, tanto el krauso-institucionismo como el naturismo anarquista, que de manera muy evidente portaban en sí el germen de lo que llamaríamos hoy una conciencia ecológica de gran calidad, fueron laminados por el bloque “nacionalcatólico” vencedor de la Guerra Civil. Deliberadamente se buscó erradicar incluso sus mínimas raicillas. Por desgracia sólo podemos especular –en ejercicios de historia contrafáctica— acerca de los frutos que tales semillas –bien plantadas en el suelo de nuestro país hacia 1930— hubieran podido producir...


La cultura del capitalismo fordista y posfordista: consumismo

Una coincidencia significativa: una encuesta anual a estudiantes universitarios de primer curso en EEUU, realizada durante más de 35 años seguidos, muestra que desde comienzos de los años setenta hasta hoy la importancia concedida a “tener una buena posición económica” no ha dejado de crecer, mientras que menguaba la de “desarrollar una filosofía que dé sentido a la vida”. Pues bien: los años en que se cruzaron las dos curvas respectivas, para luego separarse en forma de tijera, fueron precisamente 1977-78. Justo los comienzos de la era neoliberal/ neoconservadora…[8] En España, cabría quizá visualizar el cambio cultural que se da desde el franquismo desarrollista y “fordista” de los sesenta hasta nuestra “modernidad posmoderna” de los ochenta mediante el contraste entre el cine de Alfredo Landa (que permitió incluso bautizar al “landismo” como fenómeno sociológico y cultural) y las películas de Pedro Almodóvar.

LA GLOBALIZACIÓN CULTURAL
según Hervé Kempf, a partir de Thorstein Veblen
“Para el gran economista Thorstein Veblen, la economía de las sociedades humanas está dominada por un impulso, ‘la tendencia a rivalizar, a compararse con los demás para rebajarlos’. Dicho de otro modo, exhibir los signos de un estatus superior al de sus congéneres. En una sociedad gobernada por esta ley antyropológica, una parte de la producción apunta a satisfacer las necesidades concretas de la existencia de sus miembros. Pero el nivel de producción necesaria para esos fines se alcanza con bastante facilidad y a partir de allí el aumento de producción es generado por el deseo de acumular riquezas para diferenciarse de los demás, lo cual alimenta un consumo ostensivo y un despilfarro generalizado. (…) Ya no son sólo los pequeñoburgueses de Cincinatti o Montélimar los que buscan copiar los cánaones del buen vivir planteados por las oligarquías de Nueva Cork o París, sino también las clases medias de todos los países, particularmente los llamamos países emergentes, que miran hacia los más ricos para imitar el modelo (…). Es lo que indica, por ejemplo, Rajendra Pachauri, presidente del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático). ‘Los países en desarrollo o emergentes están impregnados por las imágenes de prosperidad de los países ricos. Su imaginario sumerge la cultura occidental en el consumo’. Sudha Mahalingam, especialista indio en políticas energéticas, lo confirma: ‘Las clases medias en India ven esas poderosas imágenes en televisión, el tan deseable modo de vida occidental, miran las telenovelas inglesas, los canales Disvovery, Travel: quieren eso, creen que es el modo correcto de vida’.”
Hervé Kempf, Para salvar el planeta, salir del capitalismo, Capital Intelectual, Madrid 2010, p. 40-41.

En nuestro país se desarrolla a partir de los años sesenta del siglo XX una cultura consumista análoga a la que encontramos en otros países occidentales (y que aquí se acopla, en los últimos dos decenios, con esa transición de nuestra economía a una “economía de la adquisición” que han diagnosticado José Manuel Naredo y Óscar Carpintero en varias de sus obras. Cunde lo que se dio en llamar la “cultura del pelotazo” en los ochenta; se extiende una exacerbada cultura de nuevos ricos en 1994-2007, los tres lustros de auge económico (bruscamente quebrados por la crisis que comenzó en 2007). Se produce una estetización generalizada de la vida social (bajo la presión de la propaganda comercial): si antaño “la invasión de los ladrones de cuerpos” parecía adoptar la forma de ideologías políticas alienantes, hoy son las artes mercantilizadas las que se apoderan de nuestras experiencias[9]. El aumento de las operaciones de cirugía plástica –¡incluso las niñas de seis años aprenden que “sin tetas no hay paraíso”!— y los fenómenos televisivos tipo “Operación Triunfo” van de consuno con la disolución de las solidaridades y la degradación de una cultura política democrática que por lo demás nunca fue muy robusta en España. Hay crecimiento de las desigualdades, tolerado por la sociedad, mientras va calando la “lluvia fina” del “cada cual para sí mismo” y la brutal máxima según la cual “el que venga detrás, que arree”. Se afianza un cuasi-bipartidismo político que excluye cualquier crítica de fondo al capitalismo neoliberal. Se minimizan de las perspectivas de transformación sociopolítica radical (y con ello las de cualquier transición a la sostenibilidad).

Un indicador decisivo del cambio cultural que se produce es, en mi opinión, el valor atribuido a la movilidad sin límite. Aquí hay que consignar el papel del automóvil privado con sus autopistas, el tren de alta velocidad al que cada capital de provincia desea estar conectada, los vuelos (democratizados con el low-cost)… Se multiplican las agencias de viajes, los portales de internet especializados en “escapadas”, las revistas especializadas en turismo y motores... Sólo entre 1990 y 2009 la movilidad de viajeros en España se duplicó (creció el 99’4%, con más exactitud). Pero precisamente los modos de transporte más dañinos crecieron más: la aviación un 202%, y el transporte por carretera un 95%. En 2009 la carretera supuso el 90% del tráfico de viajeros, mientras los modos de transporte más respetuosos con el medio ambiente (ferrocarril y barco) supusieron, respectivamente, apenas el 5% y menos del 1% de la distribución modal[10].

Reductivamente, se identifica la libertad (un valor básico para el ser humano, magnificado además por la cultura europea desde el Renacimiento) con esta movilidad exacerbada en cuya base encuentra el sobreconsumo de materiales y energía (sobre todo combustibles fósiles).







[1] Gerald C. Nelson y otros: “Drivers of change in ecosystem condition and services”, capítulo 7 de Millennium Ecosystem Assessment (MA): Ecosystems and Human Well-Being: Scenarios, Island Press, Washington DC 2005, p. 195. Sin embargo, Tim Jackson sugiere que son precisamente los valores opuestos al conservadurismo –la apertura al cambio y la avidez de novedades— los que están en la base de nuestros problemas… “Cada sociedad fija el punto de equilibrio entre altruismo y egoísmo (y también entre novedad y tradición) en sitios diferentes [estas dos tensiones valorativas caracterizan la estructura psicológica humana, según la teoría de los valores básicos de Shalom Schwartz]. Dependerá de la estructura social dónde se establece ese punto de equilibrio. Cuando las tecnologías, las insfraestructuras, las instituciones y las normas sociales premian la autopromoción y la novedad, los comportamientos egoístas que buscan sensaciones prevalecerán sobre aquellos más considerados y altruistas. Donde las estructuras sociales favorecen el altruismo y la tradición, los comportamientos auto-trascendentes son recompensados, y la conducta egoísta puede llegar a ser penalizada”. Tim Jackson, Prosperidad sin crecimiento. Economía para un planeta finito, Icaria, Barcelona 2011, p. 201.
[2] Una anécdota que pone de manifiesto el temple político-moral de aquellos varones. Alberto Jiménez Fraud cuenta –en su Historia de la universidad española; lo ha recordado alguna vez Luis García Montero— la reacción que tuvo Francisco Giner de los Ríos cuando el rey Alfonso XIII quiso visitar la Institución Libre de Enseñanza: “La Institución tiene dos puertas, y cuando Su Majestad nos haga el honor de llamar a una de ellas, yo saldré por la otra”.
[3] Fernando González Bernáldez: “Cambios en la imagen sociocultural de la naturaleza”, en El futuro de la gestión de los recursos naturales renovables en España, CSIC, Madrid 1987.
[4]  Santos Casado de Otaola: La escritura de la naturaleza, Obra Social de Caja Madrid, Madrid 2001, p. 29.
[5] Como se sabe, el krausismo en España fue la filosofía/ ideología que galvanizó las fuerzas de la burguesía liberal progresista (con derivaciones en América Latina: nada menos que José Martí, por ejemplo). Pero Krause mismo (1781-1832) ¿de dónde obtenía su inspiración? ¡De la antigua India brahmánica! Dominaba el sánscrito, realizaba sus propias traducciones de los Upanishads, experimentaba técnicas de meditación y sirvió de puente a Schopenhauer –vecino suyo en Dresde durante algunos años— para las propias expediciones de éste último al continente ignoto del pensamiento oriental. Krause “realizaba ejercicios metódicos y estimulaba a sus discípulos a alcanzar la ‘unificación del ser’ mediante ‘interiorizaciones de la vivencia e interiorización del espíritu’. En aquella época, Krause fue quizá el único que no se limitó a incorporar fragmentos de la religión y la filosofía india a las osadas especulaciones propias, como los románticos, sino que trató de transformar la tradición india en una práctica existencial” (Rüdiger Safranski).
Así que la ética de la solidaridad del krauso-institucionismo, tan española como la tortilla de patatas, ¡en realidad resulta una derivación atenuada de la ética india de la compasión! Resulta alucinante que la potente industria académica organizada en España alrededor del krausismo no parezca consciente de esas raíces brahmánicas... Por ejemplo, repaso el volumen quinto (¡791 páginas!) de esa monumental obra de referencia que es la Historia crítica del pensamiento español de José Luis Abellán, consagrado a Liberalismo y romanticismo (1808-1874), donde se dedican más de cien páginas al krausismo: ¡y nada!
[6] Eduard Masjuán, “Población y recursos naturales en el anarquismo ibérico”, Ecología Política 5, Barcelona, p. 41.
[7] Una obra decisiva sobre todas estas corrientes es el libro de Eduard Masjuán La ecología humana en el anarquismo ibérico. Urbanismo ¿orgánico? O ecológico, neomaltusianismo y naturismo social. Icaria, Barcelona 2000.
[8] Erik Assadourian, “Auge y caída de la cultura consumista”, en Worldwatch Institute: La situación del mundo 2010. Cambio cultural: del consumismo a la sostenibilidad, Icaria, Barcelona 2010, p. 47. EEUU marcó el rumbo que luego ha seguido Occidente en general. En el informe Jóvenes españoles 2010 de la Fundación Santa María, hecho público en noviembre de 2010, nos enteramos de que “ganar dinero” es muy importante para el 47% de los jóvenes encuestados; en cambio “llevar una vida moral y digna” lo es solamente para el 43%. (Declaran que la política es muy importante para ellos/as sólo el 7%, la religión el 6%.)
[9] “Muchos críticos de arte especializados sugieren que, en la actualidad, las artes han conquistado todo el mundo de los vivos. Los sueños supuestamente ociosos de la vanguardia del siglo pasado se han realizado, aunque no necesariamente en la forma que ellos deseaban y confiaban que sería su victoria. Parece que una vez alcanzada ésta, las artes ya no necesitan las obras de arte para manifestar su existencia...” Zygmunt Bauman, El arte de la vida, Paidós, Barcelona 2009, p. 91.
[10] OSE (Observatorio de la Sostenibilidad en España): Sostenibilidad en España 2010, OSE/ Mundi-Prensa, Madrid 2010, p. 431-432.


Valores ambientales: la investigación demoscópica

Mucha investigación demoscópica se complace en indicar una conciencia ambiental cada vez más generalizada entre los españoles/as, pero haríamos mal en echar ninguna campana al vuelo: los hechos, tozudamente, van por otro lado. Desde luego, encontrar una agencia de viajes y un negocio de fotodepilación casi en cada manzana de cada ciudad española[1], en el último período de boom económico (los tres lustros que van desde mediados de los noventa hasta 2007-2008, con el estallido de la crisis inmobiliaria, financiera y económica), no supone precisamente un indicio de cambio hacia la sostenibilidad. ¿Qué tienen los sociólogos que decirnos al respecto?

Un estudio de síntesis reciente es la monografía del CIS “Opiniones y actitudes” nº 67, sobre Ciudadanía y conciencia medioambiental en España[2]. No comparto el marco normativo del estudio –sostenibilidad como modernización ecológica del capitalismo y la democracia liberal--, pero de todas maneras su interpretación de la evidencia empírica disponible –que se refiere básicamente al período 1996-2010-- no depende decisivamente de ese marco, y sugiere un terreno común de encuentro para quienes entienden la ciudadanía ecológica de otra forma (por ejemplo, desde un republicanismo cívico penetrado de valores medioambientales, o desde el ecosocialismo).

Los autores distinguen tres tipos de disposición ciudadana hacia el medio ambiente: (1) adhesión moral (cierta conciencia ambiental, sin que ésta encuentre expresión directa en el estilo de vida o las preferencias políticas; algo más en terreno del decir que del hacer). (2) Cooperación voluntaria (con acciones voluntarias que impliquen cierto cuidado del medio ambiente, más allá del mero respeto a las leyes). (3) Participación activa, desarrollando un compromiso activo con la causa medioambiental, mediante distintas formas de participación cívica y política[3].

Pues bien, lo que la –limitada— evidencia empírica disponible muestra es que esa “adhesión moral” de los españoles y españolas –declarada en encuestas de opinión— no se refleja después en su conducta. “La proclamación de valores ambientales no tiene el debido reflejo en la vida de quienes los declaran” (p. 76).

Por otra parte, se aprecia un considerable “déficit informativo y aún cognitivo” (p. 46): “todo indica que la mayoría de los ciudadanos carece de la información y el conocimiento necesarios para poner en práctica su conciencia medioambiental, de modo que esta deje de ser una mera declaración de intenciones, para producir algún impacto en el mundo real” (p. 51).

De manera típica, los españoles y españolas declaran estar ellos mismos altamente preocupados por el medio ambiente y los problemas ecológicos, pero al mismo tiempo creen que los demás no lo están, y “es generalizado el escepticismo acerca de las mejoras que puedan lograrse mediante la sola acción individual (…). Así, son mayoría quienes piensan que ‘no tiene sentido que yo personalmente haga todo lo que pueda por el medio ambiente, a menos que los demás hagan lo mismo’.” (p. 56)

“Si indagamos acerca de sacrificios concretos en defensa medioambiental, yendo del terreno de las declaraciones al terreno de los hechos, nos encontramos con una evidente contradicción entre la conciencia ambiental expresada y el estilo de vida adquirido con el estatus socioeconómico (…). Así, casi la mitad de la población se mostraba fuertemente contrariada en 2004 ante la idea de pagar precios más elevados para proteger el medio ambiente, mientras que poco más de un cuarto de la misma estaría dispuesto a hacerlo. Mayor es el porcentaje de quienes se negarían a pagar muchos más impuestos con la misma finalidad. Igualmente próximos al 50% son los que declaran no aceptar recortes en el nivel de vida con el ánimo de proteger el medio ambiente” (p. 53)

Se estima que la conducta coherente para hacer frente al calentamiento climático, con cambios en el “estilo de vida” que involucren conductas de “alto coste” (dejar de usar el automóvil privado, por ejemplo), sólo puede predicarse del 1-2% de la población española[4]. El nivel de participación en grupos o asociaciones con objetivos medioambientales es muy bajo: según diversas encuestas oscilaría, en el primer decenio del siglo XXI, entre el 1’8 y el 3’8% de la población.

“El ciudadano español ni aprovecha los cauces participativos existentes —como la Agenda 21, por ejemplo— ni asume un papel activo en la defensa del medio ambiente. (…) Esta renuencia participativa, indicativa de una falta de tensión pública endémica en el ciudadano español, está en consonancia con la demanda de soluciones públicas para la sostenibilidad, de tal manera que el ciudadano se muestra dispuesto a cooperar con las autoridades en la realización de la misma, pero no tanto a participar políticamente en su definición democrática” (p. 64).

En conclusión, “el medio ambiente está lejos aún de constituirse en una verdadera prioridad social” [5]. Y los dichos están desconectados de los hechos…

“La conciencia medioambiental de los españoles se caracteriza por su debilidad. De hecho, si consideramos al ciudadano ecológico como aquel en quien concurren no sólo el cumplimiento de las obligaciones legales ambientales, sino también un cierto número de virtudes morales y disposiciones prácticas hacia el entorno, puede afirmarse que el ciudadano ecológico español —todavía— no existe. (…)La conciencia ambiental tiende a expresarse retóricamente —en forma de valores y opiniones ambientales— antes que actitudinalmente —mediante prácticas sostenibles—. Es decir, el ciudadano expresa valores ambientales, pero no los realiza en la práctica.” (p. 75)




[1] Un dato interesante: según los expertos (p. ej. Ildefonso Grande, profesor de comercialización e investigación de mercados en la Universidad de Navarra), en los últimos tres lustros, en España, se viene observando un incremento espectacular de productos cosméticos y de belleza antes típicamente femeninos, y que ahora pasan al mercado masculino. En 2010, los varones suponen aproximadamente el 30% de los 5.000 millones de euros que mueve el sector anualmente. Con ello, los españoles van aproximándose a pautas que en los “países de nuestro entorno” se adoptaron antes: el mismo experto dice que en el Reino Unido las mujeres gastan semanalmente unas 14 libras en cuidados, y los varones 18.
[2] Ángel Valencia, Manuel Arias Maldonado y Rafael Vázquez García: Ciudadanía y conciencia medioambiental en España, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid 2010. Este trabajo podría cotejarse con otro estudio anterior: Juan Díez Nicolás, El dilema de la supervivencia. Los españoles ante el medio ambiente, Obra Social de Caja Madrid, Madrid 2004.
[3] Valencia, Arias Maldonado y Vázquez García, op. cit., p. 16.
[4] José Carlos Puentes, “La acción individual y colectiva para hacer frente al cambio climático”, en la jornada “El cambio climático desde el ecologismo social”, Ateneo de Madrid, 11 de junio de 2011.
[5] Valencia, Arias Maldonado y Vázquez García, op. cit., p. 42.


Hipocresía y duca

La hipocresía, se ha dicho muchas veces, es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. (En nuestras sociedades, como se sabe, la hipocresía asume a menudo la forma de lo políticamente correcto.) En el tardocapitalismo, la omnipresencia del marketing (creador de un mundo imaginario motivado por intereses mercantiles, lo cual induce un divorcio sistemático entre apariencia y realidad) resulta un fabuloso caldo de cultivo para la hipocresía.

Dos jovencísimos arquitectos españoles (pero ya premiados por la Fundación Banco Santander en la tercera edición de su convocatoria TalentosDesign por su trabajo “Kithouse”, para mejorar las condiciones de realojo tras una catástrofe natural… en fin, un emprendimiento con futuro, qué duda cabe, en esta época caracterizada porque muchas de las catástrofes “naturales”, como las inundaciones y huracanes, pongamos por caso, han dejado de ser naturales), los jóvenes arquitectos Álvaro Figueruelo y Daniel Mayo, como decía, declaran que durante demasiados años la arquitectura “se ha utilizado como elemento icónico. Se han construido miles de ‘cafeteras galácticas’, unas han cumplido su misión, como el Guggenheim de Bilbao, y otras no…” Y también, contestando a otra pregunta: “Lo bioclimático o sostenible ha existido siempre. La Alambra de Granada ya es un edificio bioclimático. Pero ahora hay una tendencia de edificios que parezcan bioclimáticos aunque no lo sean…”[1]

La tendencia (¿por qué no decirlo también en el inglés del designtrend?) en realidad es mucho más vasta y general. Se nos ofrece algo que parezca gobierno democrático aunque no lo sea, algo que parezca socialdemocracia aunque no lo sea, algo que parezca libertad aunque no lo sea, algo que parezca justicia aunque no lo sea, y desde luego algo que parezca sostenibilidad aunque no lo sea… El marketing pudre la cultura entera –y tiende a convertirse en la entera cultura de la “sociedad del espectáculo”. Si don Ludwig Feuerbach –aquel filósofo materialista que en el prólogo a su Esencia del cristianismo escribía: “la apariencia es la esencia de nuestra época: apariencia nuestra política, apariencia nuestra religión, apariencia nuestro conocimiento”—levantara la cabeza…

Hoy la palabra sostenibilidad se ha convertido en una broma en manos de los departamentos de marketing de las empresas automovilísticas, eléctricas, los hipermercados y grandes almacenes… Quizá no quepa mejor demostración que el dossier especial (¡de 32 páginas!) que Público entregaba con el diario el 3 de noviembre de 2011. Puro publirreportaje. Greenwashing sin un asomo de vergüenza.

Duca, para los gitanos: pena. Los filólogos nos dirán si procede del sánscrito “dukkha” (sufrimiento), uno de los términos clave de la indagación budista.


[1] Álvaro Figueruelo y Daniel Mayo entrevistados por Paula Aciaga: “Kithouse nació de equivocarnos”, El Cultural, 19 de noviembre de 2011.



Necesitamos cambiar, pero…

Visto todo lo anterior, no resulta difícil coincidir con Jordi Pigem cuando afirma:

“La crisis ecológica es la expresión biosférica de una profunda crisis cultural, una crisis derivada del modo en que percibimos nuestro lugar en el mundo. Buscamos el sentido de la vida en la acumulación, mientras el mar se vacía de peces y la tierra de fauna y flora silvestres. Liberarnos de la idolatría del consumo y del crecimiento por el crecimiento requiere transformar el imaginario personal y colectivo, transformar nuestra manera de entender el mundo y de entendernos a nosotros mismos. Un criterio para ello es abandonar la sed de riqueza material a favor de otras formas de plenitud. No se trata de ascetismo. Al fin y al cabo, la revista Décroissance lleva como subtítulo Le journal de la joie de vivre.”[1]

Lo que necesitamos no queda por debajo de una revolución cultural:

“Una radical reorientación de la especie humana, desde la carrera actual literalmente insensata hacia una condición de equilibrio, de la competición a la cooperación, no sólo pide una reforma de la economía, sino una revolución cultural, o incluso antropológica. Un desarrollo de la conciencia, en lugar de un crecimiento de la potencia. Del ser, en lugar del tener. El final del paradigma economicista, es decir, de la autonomización de la economía, para reintroducirla en el ámbito de una sociedad que haya recuperado la conciencia de los límites naturales y la necesidad de solidaridad social.”[2]

El problema es que no bastan –ni de lejos— las apelaciones bienintencionadas a la transformación personal. “Tratar de cambiar el mundo simplemente cambiando el corazón del hombre y de la mujer, sin cambiar las estructuras, puede constituirse en una excusa para dejar todo como está”[3]. Por decirlo muy brevemente: no es un asunto de autoayuda, es un asunto de luchas sociales[4]. Se trata de organizarse para luchar juntos, sabiendo que –como propuso en atinada imagen Max Weber—la política, durante muy largos tramos, se parece a algo tan extenuante y aburrido como perforar –con medios artesanales— gruesas planchas de hierro. Una vez identificados los problemas, poner en marcha los cambios culturales necesarios puede ser un asunto de plazos muy largos: pensemos en los dos ejemplos españoles a los que antes me referí (los movimientos socio-culturales del krauso-institucionismo y el anarquismo naturista).





[1] Jordi Pigem, Buena crisis, Kairós, Barcelona 2009, p. 58.
[2] Giorgio Ruffolo, “Il capitalismo è un treno in corsa verso un abisso”, L’Espresso, 7 de julio de 2006.
[3] Moacir Gadotti, Pedagogía de la Tierra, Siglo XXI, México 2002.
[4] Aunque, para no ponernos las cosas demasiado fáciles, recomiendo meditar atentamente la advertencia del gran Serge-Christophe Kolm: “Mucha gente ha visto que hacía falta ‘cambiar al ser humano’. No hablemos de quienes intentaron hacerlo a la fuerza, y por tanto contra la libertad y la felicidad –incurriendo por el contrario en crímenes sangrientos. Pero quienes lo intentaron con sinceridad en general pensaron que bastaba con cambiar las condiciones externas de los individuos. Ahora bien, las condiciones externas de una persona son, de entrada, las demás personas. Se trata por tanto de una imposibilidad lógica, y de tal error se derivan los mayores dramas del siglo XX. La única solución es la autotransformación libre de cada uno, donde otras personas no intervienen más que para dar consejos sobre la forma de conocer y dirigir la mente de uno.” Serge-Christophe Kolm, entrevista “Un bouddhisme profond pour le monde moderne”, revista Aurores 39, enero de 1984.


No hay atajos

La cultura donde nacemos y crecemos nos proporciona nuestras prácticas sociales “por defecto”, y tratar de enjuiciar críticamente –y acaso transformar colectivamente— algunas de esas prácticas requiere casi siempre grandes esfuerzos.

No hay atajos. Uno no se inventa una nueva cultura prêt-à-porter como el mago que se saca un conejo de la chistera[1]. Invocar retóricamente los valores de la ética ecológica no nos acerca a ellos. Es cierto que los individuos podemos modelar nuestro carácter de acuerdo con designios conscientes (ya los antiguos griegos sabían mucho de eso: basta releer la Ética a Nicómaco)[2], y los grupos humanos pueden actuar colectivamente sobre su cultura, transformándola hacia nuevos valores (en España, he de llamar de nuevo la atención sobre los valiosos precedentes del krauso-institucionismo burgués y el naturismo obrero de signo anarquista). Pero –salvo si hablamos de crisis agudas-- se trata de procesos complejos, a medio y largo plazo: exigen esfuerzos sostenidos y los resultados se miden en lustros, en decenios (o sea, los lapsos en que se desarrollan los procesos de socialización).

También es cierto, por otra parte, que si se dan crisis graves que entrañen quebrantos considerables del orden socioeconómico pueden abrirse “ventanas de oportunidad” para cambios de conciencia menos lineales. Una de las “Conclusiones aprobadas por unanimidad en el grandioso mitin del Olympia” de la CNT, en febrero de 1937, decía: “Elaboración de una moral de sacrificio para la guerra”[3]. Elaborar una moral, de forma intencionada, no es un propósito que resulta fácil de llevar adelante en ninguna circunstancia: pero quizá precisamente en la conmoción de una guerra cuente con más opciones tener éxito que en otros contextos. En cuanto a nosotros, en el mundo del siglo XXI, pocas dudas deberíamos abrigar acerca de la cercanía de grandes crisis en nuestro horizonte, en este nuestro mundo de “efecto invernadero” desbocado y peak oil.
“Tendría que haber llegado para cualquier persona dotada de sentido moral, y para todos, el momento de disociarse. Prerrequisito para una acción disconforme, realmente innovadora e incisiva. Para evitar el suicidio en masa o la narcotización de los individuos, haría falta un salto en el imaginario social, colectivo. (…) Una idea de sociedad (no un modelo preconfeccionado en abstracto por presuntas vanguardias) abierta, autodeterminada y capaz de autogobierno. Un modelo de relaciones voluntarias, cooperativas, no mercantilizadas. Un nuevo comunitarismo y un nuevo humanismo capaz de contemplar la Tierra, que supere el pensamiento dualista mente/ cuerpo, hombre/ naturaleza. Una transfiguración de la actual condición antropológica. (…) Para salir del armazón cultural, psicológico, social y político de la modernidad contemporánea (crecimiento destructivo, homologación deshumanizadora, violencia sistemática) nos vendría bien un pensamiento realmente herético capaz de concebir lo inconcebible, de expresar lo inefable y de actuar con voluntad de no-potencia.”[4]

Y, en cualquier caso, para los animales culturales que somos no hay forma de esquivar el bucle cultural remitiéndonos a nuestra naturaleza humana animal. Ésta es real, sin duda: somos “el tercer chimpancé”, cierta clase de simios sociales cuyo linaje se separó del de chimpancés y bonobos hace unos pocos millones de años[5]. Pero remitirnos a eso no nos sirve de mucho: incluso cuando enfatizamos las necesidades básicas ancladas en nuestra naturaleza simia, y la importancia de la corporalidad en una concepción deseable del bienestar humano, estamos haciendo una opción de valor, es nuestra cultura la que aconseja recurrir a nuestra naturaleza (animal). Sería mucho más sostenible espulgarnos más (en sentido amplio, no necesariamente literal: cuidarnos unos a otros en relaciones cara a cara) y viajar menos, pero no es que nuestra naturaleza nos imponga lo primero, sino que optamos por una cultura donde espulgarse sea valioso (frente a otras opciones posibles: subordinarlo todo al deseo de viajar a Marte, por ejemplo)[6]. Un filósofo moral tan lúcido como Alasdair MacIntyre insiste en que

“al transformarse [culturalmente], el ser humano se convierte en un animal reencauzado y rehecho, pero no en ninguna otra cosa. La segunda naturaleza del ser humano, su naturaleza culturalmente formada como hablante de un lenguaje, es un conjunto de transformaciones parciales, pero sólo parciales, de su primera naturaleza animal. El ser humano sigue siendo un animal con identidad animal.”[7]

Creo que MacIntyre ahí minusvalora nuestro problema: pensemos por ejemplo en implantes biónicos que puedan dotar de sentidos y capacidades nuevas al ser humano… Nuestra naturaleza animal se halla abierta, como si dijéramos “desfondada” por la cultura[8]. El hecho es que no podemos saltar fuera de nuestra propia sombra, no hay para nosotros un “afuera” del lenguaje y la cultura. No podemos esquivar nuestro ser cultural para regresar a un ser natural previo a la cultura humana (como querrían quizá ciertos adalides del primitivismo)[9].





[1] Cabe preguntar: ¿qué expresaba el movimiento mundial de entusiasmo casi histérico hacia Barack Obama, antes de su elección y en los primeros tiempos de su presidencia? Algo así como: “queremos que nos den hecha, prêt-à-porter, una sociedad decente en un planeta habitable”. Pero uno no puede comprarse una sociedad así “lista para entrar a vivir” --como si fuera un apartamento en Benidorm--  por la taumaturgia de ningún Gran Hombre. Será el resultado de las luchas colectivas de cientos de millones –o no será.
[2] Entre los contemporáneos, hemos de remitir la noción de preferencias de segundo orden (o “metapreferencias”) de Harry Frankfurt. Como se ha dicho, este autor sostiene que lo distintivo de una persona es la capacidad para realizar una evaluación autorreflexiva, que se manifiesta a través de la formación de deseos de segundo orden, es decir, aquellos deseos que tienen por objeto un deseo de primer orden. Un deseo de primer orden tendría por objeto simplemente una cosa o una actividad, como por ejemplo desear comer postres con crema, mientras que un deseo de segundo orden tendría por objeto un deseo de primer orden, por ejemplo, desear no desear comidas con alto contenido calórico. Para Frankfurt lo distintivo de un sujeto autónomo es la capacidad de autorreflexión manifiesta en la posibilidad de formación de “metapreferencias” o preferencias de segundo orden. Véase Harry Frankfurt, La importancia de lo que nos preocupa, Katz, Buenos Aires, 2006, pp. 26-27.
[3] Daba cuenta de ello Solidaridad Obrera el 23 de febrero de 1937.
[4] Paolo Cacciari, Decrecimiento o barbarie, Icaria, Barcelona 2010, p. 19-20.
[5] Hace unos siete millones de años, para ser más exactos. Sin embargo, cabe matizar –con Javier Sampedro— que en 2006 la más avanzada comparación entre el genoma humano y el del chimpancé ha revelado que la separación de estas dos especies no ocurrió en nada parecido a un episodio, sino a lo largo de toda una era de cuatro millones de años, que ya había empezado mucho antes (hace 11 millones), y que terminó mucho después: hace "probablemente menos de 5,4 millones de años", según los científicos de Harvard y el MIT. “El tiempo de separación de siete millones de años es solo el promedio de las diferencias. La realidad es que hay grandes bloques genómicos que son mucho más similares entre humanos y chimpancés que el promedio. Es decir, que se separaron mucho después que el resto del genoma. El caso extremo es el cromosoma X, que según los científicos de Boston ‘tiene menos de 5,4 millones de años’. La media es siete porque otros bloques tienen casi diez millones de años”. Javier Sampedro, “Amor híbrido en tiempos de calentamiento”, El País, 16 de diciembre de 2010.
[6] Cf. Jorge Riechmann, Gente que no quiere viajar a Marte, Los Libros de la Catarata, Madrid 2004.
[7] Alasdair MacIntyre, Animales racionales y dependientes, Paidos, Barcelona 2001, p. 68.
[8] MacIntyre, apoyándose en Tomás de Aquino, sostiene que “un bien mueve a un agente a orientar su acción hacia ese fin y a tratar el logro de ese fin como un bien logrado. De manera que los seres humanos orientan su acción hacia un fin en virtud de su capacidad para reconocer los bienes propios de su naturaleza, que deben ser alcanzados. (…) Para cada especie hay un conjunto de bienes que le son propios, de modo que la orientación de los delfines hacia la consecución de objetivos justifica que se hable de los bienes propios y característicos de los delfines”, y análogamente con los seres humanos (Animales racionales y dependientes, p. 38). El problema es que no hay un conjunto cerrado de bienes propios de los seres humanos (como si lo hay para los delfines: cazar pescado, jugar, aparearse, etc.). ¿Qué diríamos de los “bienes propios de la naturaleza humana” que prolijamente nos propone Donatien Alphonse François, Marqués de Sade, por ejemplo en Los 120 días de Sodoma?
[9] Critiqué las propuestas de John Zerzan en el capítulo 1 de Gente que no quiere viajar a Marte.


Opciones de respuesta

Donella Meadows, la experta en análisis de sistemas y autora principal del famoso informe al Club de Roma Los límites del crecimiento (1972; actualizaciones en 1992 y 2002), escribió en 1997 un notable artículo titulado “Leverage points: places to intervene in a system”[1]. Identificó doce “puntos de palanca” en sistemas complejos, donde “un pequeño cambio en el lugar preciso puede producir grandes cambios en el conjunto”. Por ejemplo, la octava palanca es la “fuerza de los bucles de realimentación negativos, en comparación con los efectos que están tratando de contrarrestar”; y la sexta la “estructura de flujos de información (quién tiene –o no—acceso a según qué clases de información)”. Las palancas más potentes serían los paradigmas sociales (cosmovisiones, más o menos: palanca dos) y la capacidad para trascender los paradigmas dados (cambiando voluntariamente los valores y prioridades que se hallan en la base de los paradigmas: palanca uno).

Si nos atenemos a esta imagen de la palanca, cabe preguntarse: el lugar clave para intervenir en nuestro país ¿no sería la desmercantilización –al menos parcial-- de los bienes y servicios esenciales para cubrir las necesidades básicas de la población española, y la provisión socializada de tales bienes y servicios? Se trata de sectores tan básicos como energía, agua, vivienda, sanidad, educación, crédito… Una economía basada en los bienes comunes ¿no se asociará con una cultura que reconstruya una noción de bien común?[2]

El gran economista Kenneth Boulding, hace ya muchos años, sugirió que el PIB (Producto Interior Bruto) debería considerarse más bien una medida del coste interior bruto, y que una sociedad racional en un planeta finito debería orientar sus esfuerzos a minimizar este indicador, no a maximizarlo. Minimizar el PIB –que mide los intercambios mercantiles—quiere decir: desmercantilizar.

La ruptura cultural decisiva, la que hoy necesitamos, tiene que apuntar contra la mercantilización generalizada, el productivismo y el desarrollismo. Se trataría de romper la identificación entre progreso y crecimiento económico (producción de bienes y servicios mercantilizados) que se hizo tan fuerte para la sociedad española tras la ruptura cultural de los años sesenta que antes analizamos. Necesitamos menos horas de trabajo, menos cosas, menos competencia destructiva, menos estrés, menos desigualdad; y también más cooperación, más seguridad existencial, más democracia, más tiempo para la familia y los amigos, más tiempo libre, más fiesta... Precisamos que la calidad (de la vida, de los vínculos sociales, de los ecosistemas) prevalezca sobre la cantidad: una concepción del progreso “posdesarrollista”, que tendría que coincidir con la siguiente definición breve de desarrollo sostenible: vida buena dentro de los límites de los ecosistemas.




[1] Una versión algo más extensa, de 1999, puede consultarse en http://www.sustainabilityinstitute.org/pubs/Leverage_Points.pdf
[2] Atención al importante trabajo que sobre la noción de procomún vienen realizando Antonio Lafuente y otros autores/as. Un aproximación en el blog TECNOCIDANOS: http://www.madrimasd.org/blogs/tecnocidanos/



Jorge Riechmann. Interdependientes y ecodependientes. Ensayos desde la ética ecológica (y hacia ella). Ed. Proteus. 2012. Y también en Ética Intramuros. Universidad Autónoma de Madríd, 2017

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