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lunes, 15 de mayo de 2017

Una amenaza civilizatoria



El catedrático de ecología Carlos Montes apunta –con razón-- que el sistema está deseoso de que hablemos de cambio climático, ahora que éste ha sido ya reformulado como oportunidad de negocio[1] (tengamos siempre en cuenta que el calentamiento climático es un efecto de la crisis socioecológica global, no una causa de la misma). Él sugiere que hablemos más bien de cambio global, porque los procesos en curso son mucho más amplios que el calentamiento climático antropogénico. Yo sigo creyendo que deberíamos hablar más bien de crisis socioecológica global:[2] ahora bien, no cabe duda de que en ese marco conceptual más amplio delimitado por cualquiera de las dos expresiones, también hemos de abordar el calentamiento climático, como una de las dimensiones principales de esa crisis o cambio global. La exposición que sigue nos hará ver por qué.

En 1992, en Río de Janeiro, la “comunidad internacional” aprobó la Convención de NN.UU. sobre Cambio Climático: al menos desde esa fecha, seguir negando el problema es imposible. Sin embargo, entre 1990 –año de referencia para las negociaciones internacionales— y 2014, es decir, durante un cuarto de siglo de “lucha” contra el calentamiento global, las emisiones mundiales de dióxido de carbono aumentaron el 61%. (Entre 1970 y 1990 las emisiones habían aumentado un 45%.)[3] No sólo eso, sino que el ritmo de emisión de GEI a la atmósfera, lejos de ralentizarse, está incrementándose,

ACELERACIÓN DE LAS EMISIONES
Los datos del Global Carbon Project para 2007 revelaban que el aumento de las emisiones antropogénicas se está produciendo cuatro veces más deprisa desde el año 2000 que en la década anterior.
La aceleración tanto de las emisiones de CO2 como de su acumulación en la atmósfera no tiene precedentes. Tan es así que el crecimiento de las emisiones en el periodo 2000-2007 fue peor que el escenario más desarrollista (basado en la quema de combustibles fósiles) planteado por los científicos del IPCC.
De seguir este ritmo, la concentración de CO2 podrían alcanzar las 450 partes por millón (previsiblemente ligado a 2ºC de aumento de la temperatura promedio) en 2030 en vez de en 2040 (como apuntaban hasta hace poco las previsiones).
Las observaciones de la red de la Vigilancia de la Atmósfera Global (VAG) de la OMM (Organización Meteorológica Mundial) revelaron que los niveles de CO2 habían aumentado más entre 2012 y 2013 -2’9 ppm- que durante cualquier otro año desde 1984. Datos preliminares apuntan a que ese aumento posiblemente obedezca a la reducción de la cantidad de CO2 absorbida por la biosfera de la Tierra, sumado al incremento constante de las emisiones de ese gas.[4]
“El mundo está en la trayectoria de los seis grados de aumento [a finales del siglo XXI]”, decía el economista jefe de la AIE, Fatih Birol, en 2011.[5]

Y aunque en 2008-2009 la crisis económica ralentizó este crecimiento de las emisiones, el alivio duró poco: ya en 2010, según los datos oficiales de la AIE (Agencia Internacional de la Energía), las emisiones de dióxido de carbono crecieron más de un 5% respecto a 2009,[6] retomando la senda de incremento de los años anteriores a 2008. En España, tras una importante caída de las emisiones a partir de 2007 causada por la crisis económica, éstas subieron en 2011 por unas ayudas gubernamentales al carbón que prácticamente duplicaron el uso de este combustible fósil (el más contaminante de todos).[7]

El cambio climático no amenaza al planeta en sí, que ha conocido violentas trasformaciones climáticas en el curso de su larguísima existencia,[8] pero sí a buena parte de las especies que ahora lo habitamos: y constituye una amenaza muy seria para el futuro de la civilización humana.[9] El famoso “Informe Stern” sobre La economía del cambio climático alerta de que la caída anual del PIB podría alcanzar ¡incluso el 20%!, lo que implicaría una catástrofe económica de magnitud desconocida en la historia contemporánea[10] y consecuencias tremendas sobre las condiciones de vida, el empleo o la seguridad alimentaria.

Los informes de la Organización Mundial de la Salud no son menos inquietantes: las muertes anuales asociadas al cambio climático rondan ya las cien mil, pero pronto serán millones si no lo evitamos. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo Humano (PNUD) recuerda que entre los años 2000 y 2004 se ha informado de un promedio anual de 326 desastres climáticos que han afectado anualmente a alrededor de 262 millones de personas... cifra que duplica lo ocurrido en la primera mitad del decenio de 1980 y que quintuplica a los damnificados en el último lustro de los setenta.[11] La revista Scientific American publicaba en un artículo de 2011 que la frecuencia de los desastres naturales ha aumentado ya un 42% desde la década de los años ochenta, y que la proporción de estos episodios relacionados con el clima ha aumentado del 50 al 82%.[12]

Todavía más tremendos son los datos del Atlas de la mortalidad y las pérdidas económicas provocadas por fenómenos meteorológicos, climáticos e hidrológicos extremos, 1970-2012, publicado por la Organización Metereológica Mundial (OMM). Según este texto de referencia, a escala mundial los desastres se han multiplicado casi por cinco entre el decenio de los años setenta del siglo XX y el primer decenio del siglo XXI. En Europa, por ejemplo, de 1971 a 1980 sólo se registraron 60 desastres naturales que provocaron 1.645 muertes, mientras que de 2001 a 2010 ha habido 577 con 84 veces más víctimas mortales, 138.153.[13]

Los pueblos del Sur pagan un precio muy alto por estos desastres cada vez menos “naturales” (pues vinculados con el cambio climático antropogénico): entre 2000 y 2004, según los datos del PNUD (World Report of Human Development 2007-2008), en los países no miembros de la OCDE un habitante de cada 19 se vio afectado por catástrofes climáticas (frente a sólo uno de cada 1.500 en los países de la OCDE -79 veces menos).[14]

En 2014, el Quinto Informe de Evaluación del IPCC señalaba que los impactos del calentamiento global ya son visibles en todos los continentes y en la mayor parte de los océanos; que la temperatura media global se ha elevado 0’85ºC entre 1880 y 2012, un incremento que se ha acentuado en las últimas tres décadas; que muchas regiones del planeta están experimentando con mayor frecuencia fenómenos meteorológicos extremos --sequías, olas de calor, inundaciones, temporales, huracanes, tornados y tifones--; que aumentan los impactos sobre la salud, la extinción de especies y la degradación de hábitats; que ya se está dando una menor productividad de las cosechas, estimándose como más probable su reducción media del orden del 2% por década; y que ya se están produciendo efectos sobre el crecimiento económico agregado mundial, estimado en una reducción de entre un 0’2 y 2%.

Estos procesos negativos muestran tendencia a incrementarse. Afectarán a la seguridad alimentaria, darán lugar a la aparición de nuevas bolsas de pobreza, incrementarán las desigualdades sociales (por sus efectos sobre los precios relativos) y forzarán nuevas migraciones masivas –con todas las perturbaciones socioeconómicas cabe esperar.

OCHO RIESGOS CLAVE PARA LOS SERES HUMANOS:
(1) Peligro de muerte, de lesiones, de problemas de salud o de desaparición de los medios de sustento en las zonas costeras y los pequeños Estados insulares debido a tempestades, inundaciones y elevación del nivel del mar;
(2) riesgos graves para la salud y de desaparición de los medios de sustento para amplios grupos urbanos a causa de inundaciones en el interior;
(3) riesgos sistémicos debidos a fenómenos meteorológicos extremos que provoquen la desaparición de infraestructuras en red y de servicios vitales como el suministro de electricidad, la distribución de agua y los servicios de sanidad y de emergencia;
(4) riesgo de mortandad y enfermedad durante los periodos de calor extremo, particularmente para las poblaciones urbanas vulnerables y para las que trabajan al aire libre en zonas urbanas y rurales;
(5) riesgo de inseguridad alimentaria y de desaparición de los sistemas alimentarios, particularmente para las poblaciones más pobres en las zonas urbanas y rurales;
(6) riesgo de pérdida de los recursos y de los ingresos en las zonas rurales por falta de acceso a agua potable y a agua de riego, así como debido a la disminución de la productividad agraria, especialmente para los campesinos y ganaderos que disponen de un capital mínimo en las regiones semiáridas;
(7) riesgo de pérdida de ecosistemas marinos y costeros y de su biodiversidad, así como de los bienes, funciones y servicios que prestan en forma de recursos costeros, sobre todo para las comunidades de pescadores en los trópicos y en el Ártico;
(8) riesgo de pérdida de ecosistemas terrestres y acuáticos y de su biodiversidad, así como de los bienes, funciones y servicios que prestan en forma de recursos.
Fuente: “resumen para los decisores” del informe del Grupo II del IPCC (hecho público en abril de 2014), dentro del Quinto Informe de Evaluación de este organismo internacional. Puede consultarse en http://ipcc-wg2.gov/AR5/images/uploads/IPCC_WG2AR5_SPM_Approved.pdf



[1] Un hito en nuestro entorno próximo: el expresidente del gobierno José María Aznar, hasta ayer mismo estridente “negacionista” del cambio climático, se incorporó en el otoño de 2010 al Global Adaptation Institute, instituto concebido para orientar a los capitalistas hacia las nuevas oportunidades de negocio que surjan de la adaptación de nuestras sociedades al calentamiento. Véase por ejemplo en La Vanguardia del 18 de octubre de 2010 el artículo titulado “Aznar, nombrado asesor de una organización sobre cambio climático”.
[2] Como sabe, y bien dice, Carlos Montes: “Las palabras piensan, las palabras no son neutras, las palabras tienen ideología” (Carlos Montes, “Cambio climático, agricultura y biodiversidad”, ponencia en el curso de la Universidad Pablo de Olvida de Sevilla  “Agricultura y alimentación en un mundo cambiante” --VIII Encuentros Sostenibles--; Carmona, 5 al 7 de octubre de 2011).
[3] Véase el informe de la Agencia Europea de Medio Ambiente en 2011 Tendencias a largo plazo en emisiones de CO2. El estudio del Global Carbon Project (primer firmante: Glen Peters) publicado en Nature Climate Change el 5 de diciembre de 2011, del que da cuenta Alicia Rivera (“La crisis no frena las emisiones de gases de efecto invernadero”, El País, 5 de diciembre de 2011), cuantifica un 49% de crecimiento de las emisiones de dióxido de carbono entre 1990 y 2010.
                En España, en el período 1990-2010, crecieron las emisiones un 26% (frente al descenso del 15’5% de la UE-27). Véase también Cayetano López, “Malas noticias para el clima”, El País, 20 de octubre de 2011.
Para dar una idea de la terrible situación en que nos encontramos, cabe recordar que los científicos del IPCC están de acuerdo en solicitar una reducción de las emisiones de entre el 25 y el 40% (con respecto a los niveles de 1990) para una fecha ya tan cercana como 2020, si queremos tener opciones de no superar el peligroso umbral de 2ºC de incremento de las temperaturas promedio (respecto a los niveles preindustriales).
[4] Son datos de la OMM (Organización Meteorológica Mundial) en su Boletín anual de 2014, sintetizado en el Comunicado de Prensa 1002, “Niveles sin precedentes de gases de efecto invernadero tienen consecuencias en la atmósfera y los océanos” (9 de septiembre de 2014). Puede consultarse en http://www.wmo.int/pages/mediacentre/press_releases/pr_1002_es.html
[5] De un discurso en Madrid el 30 de noviembre de 2011; citado por Rafael Méndez , “Cuando el cambio climático era importante”, El País, 3 de diciembre de 2011.
[6] Las emisiones de dióxido de carbono ascendieron a 30.600 Tm (toneladas métricas), o 30’6 gigatoneladas, en 2010. Fueron 29.300 Tm en 2008, en 2009 descendieron un poco estas emisiones a causa de la crisis económica mundial, y en 2010 crecieron de nuevo… El incremento acumulado de 1990 a 2010 es del 45%, según la AIE; entre 2000 y 2010, del 30%. (Pero, como ya hemos visto, el estudio del Global Carbon Project --primer firmante: Glen Peters-- publicado en Nature Climate Change el 5 de diciembre de 2011, del que da cuenta Alicia Rivera (“La crisis no frena las emisiones de gases de efecto invernadero”, El País, 5 de diciembre de 2011), cuantifica un 49% de crecimiento de las emisiones de dióxido de carbono entre 1990 y 2010.)
Los descensos en los países más ricos se han compensado con creces por los aumentos de los países “en vías de desarrollo”, que no han dejado de incrementar su uso de carbón y petróleo. Las emisiones de China aumentaron un 60% entre 2003 y 2010, y en términos per capita casi han igualado a las europeas (China 6’8 toneladas por habitante y año en 2010, UE 8’1, España 6’3). De hecho, los descensos de esos países ricos se explican en buena parte por el traslado de la producción más intensiva en energía a países como China o la India, de manera que una parte sustancial de las emisiones en la “fábrica del mundo” sudasiática habría que imputarlas en realidad a los países donde se consumen los productos (véase Rafael Méndez, “Las emisiones no bajan: se mudan”, El País, 8 de octubre de 2011).
Si consideramos el conjunto de las emisiones (incluyendo a lo demás gases de “efecto invernadero”: metano, óxidos de nitrógeno, etc.), el incremento entre 1990 (año base del Protocolo de Kioto) y 2010 es del 29%, y el salto entre 2009 y 2010 fue del 1’4%.
[7] “Las emisiones de gases de efecto invernadero en España, que llevaban en caída desde finales de 2007, han repuntado este año. La causa es un real decreto de ayudas al carbón que el Ministerio de Industria aprobó en febrero y que ha hecho que la producción eléctrica con este combustible haya crecido un 96% en lo que va de año, según datos de Red Eléctrica. Cada kilovatio generado con carbón emite casi el triple que uno producido con gas natural. Pese a la crisis -que implica caída en la producción de cemento e industrial-, las emisiones totales subirán entre cuatro y ocho puntos. Si hace un año España emitía un 21% más que en 1990 (año de referencia de Kioto), ahora emite entre un 25% y un 29% más, según distintas estimaciones”. Rafael Méndez, “La emisión de CO2 crece tres años después por las ayudas al carbón”, El País, 30 de diciembre de 2011.
[8] La Tierra ha conocido en el pasado (a lo largo de sus más de 4.500 millones de años de existencia) climas extremos. Y la vida ha sobrevivido a situaciones mucho peores que las que previsiblemente vamos a experimentar, en escenarios tanto más calientes como más fríos (originados por factores como las alteraciones en el ciclo del carbono, el vulcanismo, la tectónica de placas y los cambios en la posición de la Tierra con respecto al Sol). Por ejemplo, los geólogos han identificado dos situaciones de “Tierra Bola de Nieve” (Snowball Earth), con un frío extremo (y los océanos casi completamente helados), hace 700 y hace 2200 millones de años.
[9] Es importante subrayar esto para evitar equívocos… Incluso personas por lo general tan bien informadas como Juan Torres escriben, a raíz del incremento en el número de desastres causados por fenómenos meteorológicos, climáticos e hidrológicos extremos: “El incremento registrado en su total me parece que indica claramente que nuestro planeta está cada día más dañado, quizá ya herido de muerte, como indican otros muchos informes…” (Juan Torres, “Un dios destructivo”, El País/ Andalucía, 20 de julio de 2014). Pero no, el planeta como tal –si nos distanciamos, asumimos perspectiva cósmica y nos desnudamos de todo antropocentrismo— no está en absoluto herido de muerte. Como escribe Emilio Santiago Muiño en un comentario al manifiesto “Última llamada” (uno de cuyos redactores fue él mismo), “no se trata de salvar el planeta, como me han dicho algunos amigos cercanos tras leer el texto. Si la vida pudo sobrevivir a catástrofes como la extinción del Pérmico-Triásico sabrá quitarse de encima la febrícula ecológica que supone ese primate arrogante y venido arriba en el clímax de su borrachera antropocéntrica que es el ser humano (la personificación es un recurso retórico; evidentemente la vida no es un ente personal con voluntad). El planeta dentro de veinte millones de años estará vivo y será exuberante. Se trata de salvarnos a nosotros, de salvar la civilización humana en sus mejores potencialidades, que quizá ya no sean las que nos prometió el socialismo y su Reino de la Libertad, pero sin duda todavía tenemos capacidades para organizar una vida buena al alcance de todas y de todos. Y si tampoco logramos esto, al menos podremos mitigar el colapso y efectuar un aterrizaje de emergencia; así evitaremos que el siglo XXI se lleve por delante precipitada, trágica e innecesariamente a miles de millones de seres humamos. Y con ellos también la dignidad y la alegría de estar vivo de los supervivientes.” (Emilio Santiago Muiño, “Sobre el manifiesto Última llamada (un punto y seguido personal)”, publicado en el blog del manifiesto el 13 de julio de 2014; puede consultarse en http://ultimallamadamanifiesto.wordpress.com/2014/07/13/emilio-santiago-muino-sobre-el-manifiesto-ultima-llamada-un-punto-y-seguido-personal/ ).
[10] Equivalente, más o menos, a las destrucciones económicas causadas por las dos guerras mundiales del siglo XX y el crack de 1929, todo junto. E incluso tal estimación económica probablemente infravalora el problema…
[11] PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano 2007-2008. La lucha contra el cambio climático: solidaridad frente a un mundo dividido, Mundi-Prensa, 2007.
[12] Alex de Sherbinin, Koko Warner y Charles Ehrhart, “Casualties of Climate Change: Sea-level Rises Could Displace Tens of Millions”, Scientific American, enero de 2011.
[13] En todo el mundo, en 1970-2010, se han producido por fenómenos meteorológicos, climáticos e hidrológicos extremos un total de 8.835 desastres que han provocado 1’94 millones de muertos y pérdidas económicas por valor de 2’4 billones de dólares. Desastres que a veces han sido tan terribles que uno solo, como el ciclón que asoló Bangladesh en 1970 o la sequía de Etiopía de 1983, ha llegado a provocar más de 300.000 muertos. Pero lo que sin duda resulta más dramático de lo que refleja el Atlas es la progresión impresionante que se está produciendo en el número total de desastres. Entre 1971 y 1980 se produjeron 743; 1.534 de 1981 a 1990; 2.386 de 1991 a 2000; y 3.496 de 2001 a 2010, es decir, 4,7 veces más en los últimos diez años que en la década de los años setenta del siglo pasado.
[14] Daniel Tanuro, Cambio climático y alternativa ecosocialista (Editorial Sylone, Barcelona 2015, p. 21.


Jorge Riechmann. Ética extramuros. UAM Ed. Madrid, 2017
Fotografía de Juan Sánchez Amorós

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