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domingo, 14 de mayo de 2017

2 fragmentos de ÉTICA EXTRAMUROS de JORGE RIECHMANN




El psicólogo social alemán Harald Welzer, director del Center for Interdisciplinary Memory Research en Essen y profesor de la Universidad de Witten-Herdecke, ha escrito un libro importante titulado Guerras climáticas.[1] A Welzer le asombra --con razón-- la relativa indiferencia con que las ciencias sociales han tratado hasta ahora el enorme asunto de los desequilibrios climáticos antropogénicos, y con esta obra ha realizado una valiosa contribución a paliar tal desidia. Quizá no resulte extraño que bastantes investigadores alemanes o polacos sean muy sensibles al potencial de catástrofe que entraña la Modernidad industrial: al fin y al cabo, en Centroeuropa resulta menos fácil apartar la mirada del lugar central que el ascenso del nazismo o la Shoah deberían ocupar para la teoría social –y para la autocomprensión humana a secas. Welzer ha escrito obras notables sobre la memoria histórica, los modos de transmisión de experiencias traumáticas, la perspectiva psicológica sobre el Holocausto y los usos de la violencia social.

Tres elementos centrales del penetrante análisis desplegado en Guerras climáticas son: en primer lugar, del calentamiento climático en curso cabe esperar en muchas zonas del planeta la pérdida de recursos básicos para la vida humana: la competencia recrudecida en situaciones de escasez creciente llevará a un incremento de la violencia (en formas viejas y nuevas). En segundo lugar, la violencia organizada –y la violencia extrema— es una posibilidad abierta siempre para los seres humanos. Y –en tercer lugar— esa violencia extremada hasta el genocidio no constituye una desviación o anomalía respecto del curso de progreso de la Modernidad, sino que por el contrario supone una dimensión central de la misma. Zygmunt Bauman mostró esto con respecto al Holocausto; Carl Amery primero, y ahora Welzer, ambos con la experiencia del nazismo intensamente presente, llegan a conclusiones similares analizando la crisis ecológico-social y su probable evolución futura. Ahora que decenas de miles de seres humanos ya han padecido el abrupto desplome del orden social a consecuencia de fenómenos meteorológicos extremos (como en Nueva Orleans con el huracán Katrina, catástrofe se analiza en p. 47 y ss. de Guerras climáticas) y al menos una “guerra climática” (la de Darfur en Sudán, estudiada en p. 107 y ss.), cobra suma importancia ser conscientes de que
“la violencia en tanto opción social, en tanto posibilidad siempre disponible, representa un elemento nuclear, latente o manifiesto de las relaciones sociales, aunque los miembros de las sociedades que poseen el monopolio estable de la violencia [por parte del Estado] suelan preferir pasar esto por alto. Pero en esas sociedades simplemente se ha alojado en otra escala de relaciones sociales, se ha vuelto indirecta (…), pero esto no significa que haya desaparecido” (p. 158).

EN SIRIA, LA SEQUÍA FUE UN FACTOR DESENCADENANTE
DE LA GUERRA CIVIL
A finales de 2010 informaba el New York Times que, tras cuatro años consecutivos de sequía, la más grave de los últimos cuarenta años, el corazón agrícola de Siria y las zonas vecinas de Irak se enfrentaban a una situación muy grave: «[l]os antiguos sistemas de riego se han desmoronado, las fuentes de aguas subterráneas se han secado y cientos de aldeas han sido abandonadas a medida que las tierras de labor se convertían en superficies desérticas cuarteadas y morían los animales. Las tormentas de arena son cada vez más habituales y alrededor de los pueblos y ciudades más grandes de Siria e Irak se han levantado inmensas ciudades de tiendas, en las que viven los agricultores arruinados y sus familias».
La principal zona afectada por la falta de lluvias es el nordeste de Siria, que produce el 75% de la cosecha total de trigo. El Informe de evaluación global sobre la reducción del riesgo de desastres del año 2011, publicado por las Naciones Unidas, señala que cerca del 75% de los hogares que dependen de la agricultura en el nordeste del país ha sufrido pérdidas totales de sus cosechas desde que comenzó la sequía. El sector agrícola de Siria representaba el 40% del empleo total y el 25% del producto interior bruto del país antes de la sequía. Entre dos y tres millones de personas se han visto condenadas a una pobreza extrema ante la falta de ingresos de sus cultivos y han tenido que vender su ganado a un precio un 60 ó 70% inferior a su coste. La cabaña ganadera de Siria ha quedado diezmada, pasando de 21 millones a entre 14 y 16 millones de cabezas de ganado. Esta calamidad ha sido provocada por una serie de factores, que incluyen el cambio climático, la sobreexplotación de las aguas subterráneas debida a las subvenciones para cultivos que consumen grandes cantidades de agua (algodón y trigo), unos sistemas de riego ineficientes y el sobrepastoreo.3
La sequía ha provocado el éxodo de cientos de miles de personas de las zonas rurales hacia núcleos urbanos. Las ciudades de Siria padecían ya tensiones económicas, debidas en parte a la llegada de refugiados de Irak tras la invasión de 2003. Un creciente número de personas indigentes se encuentra ahora en situación de intensa competencia por unos recursos y unos puestos de trabajo escasos. Francesco Femia y Caitlin Werrell, del Center for Climate and Security, escriben que «las comunidades rurales desafectas han desempeñado un destacado papel en el movimiento sirio de oposición, en comparación con otros países de la primavera árabe. El pueblo agrícola rural de Dara’a, afectado con especial dureza por cinco años de sequía y de escasez hídrica, sin apenas apoyo del régimen de al-Assad, fue efectivamente el germen de las protestas del movimiento de oposición en sus primeros tiempos [en 2011]».
La experiencia de Siria sugiere que las tensiones ambientales y de recursos, incluido el cambio climático, podrían convertirse en una importante causa de desplazamientos. Aunque el profundo descontento popular tras décadas de gobierno represivo constituye indudablemente uno de los motivos de la guerra civil de Siria, las tensiones generadas por las alteraciones climáticas han añadido leña al fuego. Y esta es precisamente la cuestión importante: las repercusiones de la degradación ambiental no suceden en el vacío, sino que interactúan con toda una serie de tensiones y problemas sociales preexistentes en un auténtico hervidero.
Michael Renner, “Cambio climático y desplazados ambientales”, en Boletín ECOS 24, septiembre a noviembre de 2013. Puede consultarse en https://www.fuhem.es/media/cdv/file/biblioteca/Boletin_ECOS/24/cambio-climatico-y-desplazados-ambientales_M_RENNER.pdf

Con el calentamiento climático, en muchas zonas del planeta –con impactos especialmente brutales en África-- se desplazarán las zonas habitables y las regiones de cultivo, se perderán recursos básicos como bosques o pesca, avanzarán los desiertos, escaseará el agua, se inundarán las costas, menudearán fenómenos meteorológicos extremos como inundaciones fluviales o tornados… Resulta dudoso que muchos órdenes sociopolíticos fragilizados, y atravesados por diversos conflictos, puedan resistir la magnitud de las embestidas. Los “refugiados climáticos”, que ya hoy son decenas de millones, pueden convertirse a no muy largo plazo en centenares de millones. Todo esto afecta a los equilibrios de poder, a la geopolítica y al acceso a los recursos básicos, de manera que “no hay absolutamente ningún argumento que pueda refutar la idea de que en el siglo XXI el cambio climático generará un potencial de tensión mayor con un peligro considerable de llegar a situaciones violentas” (p. 179). Genocidios causalmente agravados por la superpoblación y la escasez de recursos como en Ruanda,[2] o guerras civiles enconadas por los efectos de graves sequías como la de Siria, prefiguran lo que puede ocurrir en el siglo XXI. Nos dirigimos a toda máquina hacia lo que puede cobrar la forma de un verdadero colapso civilizatorio[3] –y la máquina, de momento, no da señales de parar, ni siquiera de dejar de acelerar su marcha. Rebecca Solnit nos propone que hablemos del cambio climático sin eufemismos: esencialmente es violencia.
“El cambio climático es en sí mismo violencia. Violencia extrema, horrible, de larga duración, generalizada. (…) Hablemos del cambio climático como violencia. Más que preocuparse acerca de si los seres humanos corrientes reaccionarán de modo turbulento a la destrucción de sus medios mismos de supervivencia, preocupémonos por esa destrucción, y por su supervivencia. Por supuesto, la pérdida de agua y de cosechas, las inundaciones y demás ocasionarán migraciones masivas y refugiados a causa del clima -ya está sucediendo –, y esto llevará a conflictos. Estos conflictos son los que ahora se están poniendo en movimiento. Se puede contemplar en parte la Primavera Árabe como un conflicto climático: el aumento de los precios del trigo fue uno de los desencadenantes de la serie de revueltas que cambiaron la faz del África más septentrional y Oriente Medio. (…) El cambio climático hará que aumente el hambre a medida que suban los precios de los alimentos y flaquee la producción de alimentos, pero ya tenemos hambre generalizada en la Tierra, y buena parte de la misma no se debe a fallos de la naturaleza y los agricultores sino a los sistemas de distribución…”[4]




[1] Harald Welzer, Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI, Katz, Madrid/ Buenos Aires 2011. Guerras climáticas es un libro que, en la estantería, habría que dejar cerca de otras dos obras a mi juicio muy importantes: Auschwitz: ¿comienza el siglo XXI? de Carl Amery, y Modernidad y Holocausto de Zygmunt Bauman.
[2] Estudiado en p. 99 y ss., y en otros lugares de la obra.
[3] Véase José David Sacristán de Lama, La próxima Edad Media, Edicions Bellaterra, Barcelona 2008; y Carlos Taibo, Colapso, Los Libros de la Catarata, Madrid 2016.
[4] Rebecc Solnit, “Llamemos al cambio climático por su nombre: violencia”, publicado inicialmente en The Guardian, 7 de abril de 2014. Una traducción se publicó en sin permiso, 20 de abril de 2014: puede consultarse en http://www.sinpermiso.info/articulos/ficheros/ipcc.pdf




Manchar el propio nido

Como escribe otro investigador, el filósofo británico James Garvey,
“podemos esperar un futuro con cientos de millones, incluso miles de millones, de desplazados, hambrientos, sedientos, que intentarán escapar no sólo de los aumentos del nivel del mar sino de tierras de cultivo abrasadas y pozos secos. No resulta muy difícil imaginar los conflictos que tendrán lugar en un planeta que ve cómo sus recursos disminuyen o cambian. Tampoco cuesta ver que los más pobres del mundo serán los que más afectados negativamente se vean, así como los que menos recursos de adaptación tengan. África, por ejemplo, un continente que ya sufre sequía, malas cosechas, conflictos regionales, escasez de agua, enfermedades, etcétera, empeorará su situación mucho más con el cambio climático.”[1]

Tales perspectivas no dejan de entrañar un terrible simbolismo. Porque, como sabemos por la paleoantropología, África es precisamente la cuna de la humanidad actual: el continente donde evolucionó Homo sapiens sapiens, y desde donde se extendió al resto del mundo.[2] Dañar África y a los africanos de la forma en que –con toda probabilidad— lo hará proseguir con el BAU (business as usual) en nuestro uso de la energía y el territorio equivale a un caso extremo de eso que los anglosajones llaman to foul one’s own nest: manchar el propio nido. Y nos hace ver cómo en realidad ese comportamiento destructivo se extiende a nuestra cuna y casa más amplia, el oikos biosférico en su conjunto.

Cuando las culturas humanas topan con problemas de límites, en muchos casos emprenden estrategias de “huida hacia adelante”. Ya se trate de la Isla de Pascua o de nuestras petrodependientes sociedades actuales, se reacciona intensificando las prácticas que tuvieron éxito en el pasado (pero ahora se han vuelto contraproducentes), en vez de poner en entredicho los supuestos –culturales, económicos, políticos…-- que nos están llevando al desastre. Harald Welzer remite expresamente a otra investigación importante, Colapso de Jared Diamond.[3]

La historia de los siglos XIX y XX fue la historia de cómo el capitalismo industrial construyó un mundo. La del siglo XXI, salvo que seamos capaces de imprimir en tiempo récord un fuerte giro de racionalidad colectiva a la actual carrera fuera de control, será la historia de cómo el capitalismo destruye el mundo –natural y social--. Y, pese a las fantasías de exoplanetas habitables alimentadas por los mass-media, no hay ningún otro mundo de recambio.[4] El capítulo final de Guerras climáticas de Welzer se abre con una advertencia del gran dramaturgo germano-oriental Heiner Müller –“el optimismo no es más que falta de información”— y concluye con las benjaminianas palabras siguientes:
“El proceso de globalización puede describirse (…) como un proceso de entropía social que se acelera, desintegra las culturas y al fin, cuando termina mal, sólo deja tras de sí la indiferenciación de la voluntad de supervivencia. Aunque eso sería la apoteosis de esa misma violencia de cuya abolición la Ilustración (y con ella la cultura occidental) creyó hallar la clave. Pero desde el trabajo esclavo moderno y la explotación inmisericorde de las colonias hasta la destrucción perpetrada en la industrialización temprana del sustento vital de personas que no tenían absolutamente nada que ver con ese programa, la historia del Occidente libre, democrático e ilustrado escribe precisamente su contrahistoria de falta de libertad, opresión y contrailustración. La Ilustración (y esto lo demuestra el futuro de las consecuencias climáticas) no podrá liberarse de esa dialéctica.” [5]

¿Seremos capaces de contrariar este amargo pronóstico?





[1] James Garvey, La ética del cambio climático, Proteus, Barcelona 2010, p. 40.
[2] Algo que a menudo olvidamos, pero que nos recuerdan los paleoantropólogos, es la espesa ramificación de nuestro árbol genealógico. Desde hace dos millones de años, hasta hace unos 400.000, vivieron en el este de África más de quince especies de homínidos, parientes cercanos nuestros. En cualquier caso, este campo de conocimiento está en ebullición desde hace decenios, y cada nuevo descubrimiento enmaraña un poco más el árbol de nuestro pasado evolutivo… Por ejemplo, los fósiles y herramientas que están hallándose en 2011  en el yacimiento de Dmanisi en Georgia (donde se empezó a excavar en 1991) parecen apuntar a que Homo georgicus existía hace 1’85 millones de años, ¡antes de que Homo erectus saliera de África! Eso indicaría que la salida hacia Eurasia fue anterior en el tiempo –unos dos millones de años— y que la protagonizaría Homo habilis más que Homo erectus, el cual, quizá, habría evolucionado en Asia (a partir de Homo habilis) dando lugar a Homo erectus, quien después habría regresado a África –hace 1’6 millones de años aproximadamente— rebautizado como Homo ergaster… En fin, complicado.
[3] Jared Diamond Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, Debate, Barcelona 2006.
[4] Una “carta al director” del diario El País, en febrero de 2016, decía: “Tan pronto como pueda, me mudaré a otro planeta; el nuestro ya no es un lugar saludable para vivir. En poco más de doscintos años lo hemos convertido en una gran factoría infecta. Los terrícolas nos hemos convertido en termitas insaciables devoradoras de recursos. Nuestra única finalidad en la vida parece no ser otra que el consumo desaforado en busca de un atisbo de felicidad. Hemos ensuciado la tierra, el agua y el aire y, ahora, pobres ignorantes, nos quejamos de que ellos nos ensucian a nosotros. Hemos heredado un paraíso y lo hemos convertido en un infierno maloliente, humeante y tóxico. La filosofía capitalista nos ha abducido el espíritu. El capitalismo es una droga tóxica y adictiva. Todo se lo perdonamos a cambio de una dosis diaria de consumo y artificio. Vivimos en un permanente baile de san Vito dando vueltas absurdas, estamos atrapados en una fuerza centrífuga de la que nadie puede escapar para pararse a reflexionar sobre el sinsentido que nos mueve. Nos han dicho que hay que subirse al tren del progreso y ahí vamos todos, como borregos, a gran velocidad y sin conductor ni destino cierto…” (Pedro Serrano, El País, 14 de febrero de 2016; http://elpais.com/elpais/2016/02/13/opinion/1455381986_747316.html ). Pero no habrá mudanzas a otro planeta…
[5] Harald Welzer, Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI, Katz, Madrid/ Buenos Aires 2011, p. 316.

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