Todos los más
antiguos relatos sobre San Francisco son unánimes en afirmar “la amigable unión
que establecía con todas las cosas”. El más antiguo de sus biógrafos, Tomás de
Celano (1229), atestigua: “Llenábase de inefable gozo cuantas veces miraba el
sol, o contemplaba la luna, o dirigía su vista a las estrellas y al firmamento…
¿Quién se puede figurar la alegría desbordante de su espíritu al contemplar la
lozanía de las flores y la variadísima constitución de su hermosura, así como
la percepción de la fragancia de sus aromas? Cuando daba con multitud de
flores, predicábales como si estuvieran dotadas de inteligencia, y las invitaba
a alabar al Señor. Asimismo convidaba con tiernísima y conmovedora sencillez al
amor divino y exhortaba a la gratitud a los trigos y a los viñedos, a las
piedras y a las selvas; a las llanuras del campo, a las corrientes de los ríos,
a la ufanía de los huertos, a la tierra y al fuego, al aire y al viento.
Finalmente, daba el dulce nombre de hermanas a todas las criaturas, de quienes,
por modo maravilloso y de todos desconocido, adivinaba los secretos como quien
goza ya de la libertad y la gloria de los hijos de Dios”.
Todo el universo de San Francisco está
rodeado de infinita ternura y de “tiernísimo afecto y devoción por todas las
cosas”; “se sentía arrastrado hacia ellas con un singular y entrañable amor”.
Por eso andaba con reverencia sobre las piedras, en atención Aquel que a sí
mismo se llamó piedra angular; recogía los gusanos de los caminos, a fin de que
no los pisaran los hombres; en invierno daba miel y vino a las abejas para que
no murieran de frío y de escasez.
Se trasluce aquí un modo distinto de estar-en-el-mundo
ya no sobre las cosas, sino junto a ellas, como hermanos y hermanas en una
misma casa. Sus propias angustias y dolores “no las conocía con el nombre de
penas, sino con el de hermanas”. La propia muerte era para él amiga y hermana.
Por eso el mundo franciscano está lleno de magia, de reverencia y de respeto.
No es un universo muerto e inanimado; las cosas no están ahí simplemente al
alcance de la posesiva mano del hombre, ni meramente yuxtapuestas unas junto a
otras, sino que son algo animado y personalizado, tienen lazos de
consanguinidad con el ser humano, con-viven en una misma casa paterna. Y puesto
que son hermanas, no se las debe violar, sino que deben ser respetadas. De ahí
que San Francisco, de un modo sorprendente pero consecuente, prohibiera a los
hermanos cortar los árboles de raíz, porque tenía la esperanza de que pudieran
brotar de nuevo. Mandaba a los jardineros que dejaran siempre un rincón del
jardín sin cultivar, para que en él pudieran crecer todas las hierbas,
incluidas las malas, porque también ellas “anuncian al hermosísimo Padre de
todos los seres”.[2]
Leonardo BOFF
en 1981
sobre FRANCISCO
DE ASÍS (aprox. 1181-1226)
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