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miércoles, 10 de enero de 2018

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1

Estamos contaminados por los deseos de otros. Detrás de nuestros ojos son otros los que ven, otros los que leen, otros los escriben, otros los que sienten. Tantas imágenes para llenar nuestro vacío… Vivimos por encargo. Somos prisioneros de los sueños del enemigo. Atesoramos extrañeza.

2

Tomé una palabra limpia, forjada con mis propias manos y me la eché a la boca. Era la primera. Poco después empecé a tener sed, empecé a tener hambre. Entonces yo, que me creía saciado, comprendí hasta qué punto mi cuerpo estaba preñado del ansia eterna de los desposeídos de todo.

3

Poco a poco las palabras verdaderas me acabaron volviendo flaco. El camino se replegó sobre sí mismo. Bajo mis pies, el mundo entero. Abrí la boca y metí mi mano dentro. Tenía mi primer poema. Miré a un lado y a otro, hacia delante y hacia atrás, pero no vi a nadie con quien compartir mi gozo. Supe que estaría siempre solo.


4

Muchas veces pensé en renunciar al aprendizaje. Sí, no pude evitar mirar atrás. Ni sal ni espanto, pero sí arena. La tormenta no se hizo esperar y arrasó mi piel entera. Mi rostro cortado por el cuarzo blanco. Levanté la vista y no vi más allá del torbellino. Imaginé que aquel desierto sería interminable, y que no podría escapar.

5

La sed crecía. Pronunciaba palabras que la tormenta destrozaba al poco. Toda mi piel estaba magullada y seca, quebrada, yerma e irreparable. A pesar de todo, pude seguir en pie. Ni siquiera entonces me sentí cansado. Algo me alimentaba sin yo saberlo.

6

Miré hacia abajo y planté una palabra en la tierra muda. Luego seguí caminando. Anidaba la esperanza en mi interior desde hacia tanto… Luego miré hacia el cielo, miré hacia el sol y reí a carcajadas. Tomé conciencia de que ya no sería vencido.

7

Tanta hambre y tanta sed… La sombra de los buitres me protegía del sol. Mis huellas eran tragadas por la arena ardiente. Nadie me seguiría la pista. Nadie se acordaría de mí. Nadie lloraría mis huesos. Quise decir las palabras justas para acabar siendo silencio.

8

Lejos del ruido y más lejos todavía de la ciudad, el viaje sepultó mi identidad primera. Ni siquiera recordaba a los poetas hiperviolentos. Deambulé por el desierto perdido y desorientado, con sed, con hambre y con todo el dolor del mundo a mis espaldas. Un paso y luego otro, esa era mi única manera de medir el tiempo. Miré mis manos y estaban vacías. Quien conoce la verdad, no desespera ni se vuelve loco.

9

Poco a poco el dominio del silencio se fue imponiendo. Y la tormenta fue menguando. Llegué a la cima de una duna y contemplé extasiado el paisaje de un oasis próximo. Supe que allí acabaría mis días.

10


Entonces recordé aquella palabra clavada en el suelo de la tierra seca. La risa acudió a mi rostro como una brisa fresca, que calma el sufrimiento y aplaca la angustia. Luego recordé el camino, la largura del suplicio, y supe que nada había sido en vano. Ante mí se abría un futuro limpio, en una tierra libre fuera de los mapas; donde viviría siempre.


Juan Cruz. La tribu del abecedeario. Piedra Papel Libros, 2017
Oleo de Martínez Novillo

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