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domingo, 15 de septiembre de 2019

Y regresan las cosas al origen primero del lenguaje


                  




IV
Y regresan las cosas al origen primero del lenguaje                     


Y sigo aquí preguntando al siglo por sus ausencias,
por lo no resuelto, por las lágrimas intactas y el temblor ajeno,
adivinando lápidas, lo ya borrado, lo que insinúa el signo,
la huella, lo inscrito un día en la carne, lo que fue
alegoría y pasó leve como niña, trazo de luz, vuelo
entre sombras, lo que fue aliento, lo que pudo ser palabra
(si la encontramos, si entra en nosotros y la recibimos
en el hueco de unas manos mudas)
la palabra salida de dentro, caída en el aire,
envuelta, respirada, la voz, la letra grabada,
la que se hace carne o rescoldo, lo dejado,
lo que estuvo y fue, lo que resta y lo que anuncia.


Como huella que impulsa, lanza, tensa,
nos colma de espera y vacío, nos arroja a lo venidero,
nos alcanza en eco, rastro, en lo que fue y nos llama
a lo sucesivo, lo imprevisto, el descubrimiento, el hálito,
lo no andado, sílaba del tiempo, oquedad de la materia,
origen y silencio
que habla en la mirada, alienta, alimenta, se hace carne
y signo (nos hace mundo) palabra salvada
donde espera la profecía, su cumplimiento y su sentido.


Allí donde está escondido el nombre, el instante
en que todas las cosas regresen y asciendan
desde la rama, desde la carne herida, desde las cuatro letras,
los veintidós signos, las diez esferas, desde la brisa,
desde el espacio de pájaros y cielo y descendamos de nuevo
rodeando, sajando, goteando sangre, savia oculta,
sabiduría, luz, seamos raíz, cuerpo de la palabra,
sexo de dios, huella del nombre y regresen al fin
todas las cosas y nos reconozcamos en el año del jubileo
cuando la letra sea palabra que fue carne
pronunciada desde la marca de la ausencia,
dicha en el incólume fulgor de la noche transfigurada.


Habita mundo (lo puebla de sentido, lo crea), reclama
nuestra atenta mirada, exige descifrar, abrir el cuerpo
al milagro de lo vivo, leer las cosas, su azacaneado bullir,
el pálpito de los animales, la impávida lejanía de las esferas.


Leer el mundo como un texto, como piel, un tejido, una piedra,
como constelación (su inventado dibujo, sus nombres hermosos,
falsos, su luz lejana y permanente) o un susurro
(lo que el aire dice de las cosas,
el agua y sus afluentes de esperanza, lo que calma el viento
y sus contornos) la semejanza, los límites del tiempo,
el origen de la voz y el nombre,
leer
el vuelo imprevisto, el instante de luz, hilo, filamento,
una trama tejida de diálogos, correspondencias,
sostenidos ecos, el deslumbramiento y su inquieta sabiduría,
lo que permanece tras la iluminación (como polvo
de luz de un dios desprendido)


Serenidad acaso esta lectura, este comprender,
sentir en la raíz el instante ciego que lo ilumina,
alquimistas de la palabra, astrólogos de la memoria,
profetas de la noche y el repetido asombro,
augures de la armonía y el milagro que circunda
y caminar así entre letras, signos,
guijarros, estrellas, pedacitos de mundo.


¿Ser entonces un signo más?
o tal vez un signo menos
(si contamos las ausencias) ser punto, letra,
vocablo, muesca, 
dejar rastro de lo escrito, una nota,
(una mínima mota) que será hueco, olvido,
pausa, pequeño filamento en la urdimbre de la trama,
en las costuras vueltas del tiempo,
resonancia perdida (¿acaso salvada?) en la sucesión
necesaria, en la inconclusa, errada lectura,
en el texto infinito que débil hilvana lo que permanece,
lo mínimo dejado, el eco de un perdido eco.


Así como los niños juegan a hacerse con la semejanza,
imitan mundo, aprenden las horas, los disfraces,
lo oculto, lo imprevisto y se visten con el miedo
para habitarlo, hacerlo suyo, como juego necesario
entran al oscuro cuarto de los abrigos o ascienden
temblando al tenebroso, polvoriento, desván
o abren la caja y dentro del reloj se esconden
para siempre ocultos en el vientre del tiempo:
heredan así las formas, las múltiples figuras
de sentido, las ocultas correspondencias,
la resonancia de cosas y seres
su diálogo con lo abierto, la permanencia.


Heredan el milagro, el asombro,
todo lo que nos reclama con urgencia de vida
y nos sella a lo que palpita y la memoria,
como alegría lo hacen travestidos con los siglos,
habitando la semejanza como traje de fiesta,
como piedra que salta lanzada al mar o cometa
zarandeada, erguida, impulsada por el viento,
por el tiempo contra el tiempo.


Heredan sentido, luego olvidan:
les damos la vuelta, les hacemos mirar hacia atrás,
perderse en las formas, en su rígida arquitectura,
extraviar lo no vigilado, lo que espera y nos habla,
suman acción y desmemoria, pensamiento
y ambición y destejen la trama, olvidan el hilo,
ovillan, enredan la luz en el tiempo y la historia.
Y nuestros los hacemos, crecidos en la sequedad,
en la aceptación de la costumbre,
para siempre perdido lo pronunciado por vez primera:
la palabra, su repentina caída en el fulgor del mundo.


Olvidan los niños como olvidan los niños
como olvidan los juegos o lo sagrado palpitante,
sus leyes ocultas, la voz que redime las formas. 


Así como ellos juegan a crear mundo
con palabras descubrimos la oculta semejanza,
acariciamos el vocablo, sentimos la áspera
tibieza de las cosas, el rugoso lametón del silencio,
y lo dicho en el instante de luz, en el deslumbramiento,
es de nuevo asombro y de nuevo juego imprevisto
y regresan las cosas al origen primero del lenguaje.




                                                                     
De Elegía en Portbou.
   



Memorial de ausencias
Antonio Crespo Massieu

Tigres de papel, Madrid 2019








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