Para Antonio Orihuela
Cuando desollasteis al gato negro
hubiera bastado para hacer la revolución.
Cuando acusasteis de bruja a la anciana
hubiera bastado para hacer la revolución.
Cuando quemasteis aquel bosque
hubiera bastado para hacer la revolución.
Cuando la mujer abortó por vuestras patadas
hubiera bastado para hacer la revolución.
Cuando colgasteis del árbol al negro
hubiera bastado para hacer la revolución.
Cuando arrancasteis la uña del meñique
hubiera bastado para hacer la revolución.
Cuando os quedasteis mirando la agonía
hubiera bastado para hacer la revolución.
Cuando sonreísteis al recibir el soborno
hubiera bastado para hacer la revolución.
Cuando lanzasteis la bomba número uno
hubiera bastado para hacer la revolución
Ahora el estupor nos impide calcular
cuál
sería vuestro merecido
y
nuestro resarcimiento.
Desnudarte, emperador.
También cuando yo sea
parte de tus ropajes
o uno de tus miembros.
Desnudarte, emperador.
I.
Y mientras vosotros maquináis
nosotros aturdidos
nos boicoteamos
un día y otro día
dejando que el cansancio
sea todo lo que nos pase.
II
Por la mañana el cansancio
por la tarde la ansiedad.
Nos acostamos confusos
como perros de anciana
que no entienden para qué
les ha sido concedida
la alegría de vivir.
III.
El descanso como tarea.
Las tareas como castigo.
Somos peces fabricando anzuelos.
Y ahora no sé quién soy
o si solo soy un qué.
No hice las preguntas.
Nadie se molestó en explicar.
Cómo interrogar a aquellos
que por toda bandera
enarbolaban la tristeza.
Cómo extraer las ideas
de los fieles a la ausencia.
Por eso trabajo el recuerdo
aunque sea de prestado
porque en los libros de historia
ya no me mira mi madre.
Estoy dispuesta a amar
las gotas que el miedo
dejó en su frente:
no la arrogancia de los garantes
ni el arrobo ante los zapatos
que nos aprietan el pie.
Desbrozo el recuerdo
como un huerto en la esquina
de un cementerio.
El tiempo que no se compartió
siempre se traviste de leyenda
y sus ropajes me quedan enormes
como jerséis heredados de gigantes.
En la sangre de los hijos de nada
un discurso sigue buscando dueño.
No mendigo la respuesta.
La olvidé porque la enterraron
sin una equis sobre su tumba.
La entrada de la mina
fue volada; muertos mis abuelos
que escribieron poesía
quemando altares.
Persigo señales de humo.
La buenaventura
no nos la dará dios.
Pero aun no siendo yo quien
algún día daré fe.
Con la vida se paga el espectáculo
que no es circo ni drama ni comedia.
Los actores nos escupen las palabras
y sin orden intercambian sus papeles.
Sólo queda abrirle al maquillaje
surcos para las lágrimas;
escribir en los párpados cómplice
y luego arrancar pestañas y letras.
Uno a uno afilarse los dedos
y empuñar las garras que pujan
por escapar del disfraz.
Por último, volverse al patio de butacas
-el público tiene mi rostro
y mi rostro es una careta rota-
y gritar, gritar, gritar:
si hay muertos, esto no es teatro.
Cuando hay muertos, es una guerra.
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