A mi padre que, pese
a los virajes que muchas veces impone la travesía, supo mantener el rumbo de la
nave y nunca cesó en su empeño de luchar por un mundo más justo y más libre. Y
que, en sus casi sesenta años, sigue siendo ejemplo de dignidad y de coherencia
ideológica.
Nunca
me inspiraron confianza los himnos nacionales.
Frente
a ellos esgrimo el trino de los mirlos,
la
acústica del copo de nieve en las ventanas.
En
el insumiso ejército de las corrientes de viento
me
reconozco, ante el ruido de sables, apátrida confeso.
Nunca
nadie me ha impuesto una cruz del mérito
ni
me he cuadrado ante el paso de ninguna enseña.
Reniego
de las salvas de artillería
que,
con la absurda excusa de rendir honores,
alborotan
el vuelo del pájaro
y
disuelven la sublime forma de las nubes.
Rechazo
las condecoraciones en el pecho,
las
marchas militares, los hueros escudos de armas.
No
conozco ni galones, ni insignias
y
siempre pensé que un cuartel
era
el antónimo perfecto de la palabra hogar.
Con
la suficiente lejanía que ofrece la trinchera,
sin
casaca y sin espuelas,
la
única frontera que defiendo desde la atalaya
acorazada
de la costumbre
es
el costado de tu espalda en la noche de los tiempos.
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