Tú no te puedes acordar
del Nazario, eras un crío cuando aquello.
Crees que te acuerdas
de él porque te acuerdas
de mí, pero a mí me ves todos los días, y te confundes
con los chismorreos de la gente. No, no era gitano el Nazario, ni casonero. Si subía por el Losao
era porque su padre trabajaba
de contable en una fábrica
de esparto, más de cien había en el
pueblo. Bueno, ya no por entonces. Te hablo de cuando el sisal y las fibras
sintéticas acabaron con el esparto. Hasta
que no llegó el trasvase
la gente se reme-diaba
como podía, y el que hambreaba hacía la maleta y se iba al extranjero. Yo conozco al Nazario de entonces, de cuando éramos
críos y andábamos de calima en calima, no hacíamos una buena. Era rubio, guapo, con cara de
ángel, como de estampa. Todos los zagales y las zagalas
estábamos enamorados de él, no sé si me entiendes. No te rías, no, que no era
algo sexual lo que te cuento. Yo no soy maricón, y lo sé. Tú a lo mejor lo eres y
no lo sabes, yo me he amocado y sé que no me gusta, el jaco obliga.
Fuimos creciendo, y de las calimas se pasa a los trapicheos sin darse cuenta de que se ha cambiado de palo. Hasta que se ve uno con una recortá temblándole entre las manos mientras le apunta a un gasolinero. La droga encanalla, eso se ve en la cara. Pero uno no sabía cuando miraba al Nazario si era guapo o feo, si era de este mundo o del otro, si era ángel o demonio. Su cara era como la de los cantaores flamencos cuando se arrancan a cantar, no te digo a quién se parecía porque no me gusta mentar a los gitanos. Esa cosa rara del Nazario fue lo que vio don Antonio Espuela de Cosme, el imaginero. La Hermandad de la Pasión le había encargado un Cristo en su agonía. No sé si tú sabes que los mo delos de por aquí siempre han sido gitanos, las vírgenes morenas, sufridas y guapas.
Al principio
el Nazario no quería, no iba con él eso de que- darse en pelotas delante
del personal, y menos de don Antonio,
que tenía un plumazo feo. Pero el
caballo no entiende de buenas costumbres.
Cuando fuimos al estudio para hacer el trato, ya teníamos allí las papelas.
Tenía sicología ese don Antonio, me cago en su estampa.
Antes de que me diera
cuenta ya estaba
el Nazario crucificado en el suelo, con la chuta en
la vena, descojonándose, esa risa suya que no se sentía. Yo nunca estaba
seguro de si reía o lloraba. O de si estaba vivo o muerto, que en eso
está el misterio de rendir el alma.
Aquella tarde le hizo fotografías. Pero fuimos
más veces para que lo dibujara del natural y tomara medidas, no escatimaba la Hermandad con el jaco.
No llegó a verse en la cruz el Nazario. Cuando tenía el
mono no se veía los brazos, y por más que yo le decía tócate Nazario,
no ves que los tienes en su sitio, hasta que no le buscaba
la vena no se los encontraba. En una de esas se me
quedó arrebujado como un pajarico al
lado de una chimenea de una casa en derribo. Yo no me di cuenta al principio porque siempre se quedaba quietecico con esa mueca suya con la que uno nunca sabía.
Era muy reservado el Nazario, no era de muchas
palabras, no. Me di cuenta al amanecer, cuando la lumbre se apagó y yo estaba
caliente y él frío. Días después
me ligaron en Cartagena.
Más de diez años estuve en el trullo, eso fue lo peor. Hasta amoqué como te he dicho, allí se aprende pronto a poner el culo. Al salir, estuve enredando un tiempo por Barcelona, y luego me vine para el pueblo, ¿qué iba a hacer? Al principio no quería verlo, me daban grima las dos largas filas de nazarenos con velas, y no sé cómo aguanté la risa cuando el Rebuscao se arrancó a cantarle una saeta. Toda aquella gente que antes huía de nosotros como de la peste, ahora adoraba al Nazario. Detrás de él, custodiándolo, desfilaban el alcalde y el cura, el jefe de la policía y la guardia civil. Tuve alguna idea, pero me contuve y seguí al Nazario hasta que lo guardaron en el almacén de los Santos. Entonces, aprove ché mientras los anderos se peleaban por quitarle las flores, y me refugié debajo del paso. Allí pasé la noche en vela, con escalofríos, viendo cosas malas y feas, para las que no hay palabras. Hasta que se fue la bicha y encendí la luz y vi en la mueca de agonía del Cristo la cara de niño del Nazario, esa cara como de estampa.
Porque yo a Dios lo llamo Nazario, y tú no sabes lo que me ha costado aprender a rezarle. Al principio yo veía
sólo al Nazario, mi amigo,
no veía a Dios. Poco a poco uno y otro han ido
confundiéndose en lo mismo, y me he acostumbrado a llamarle también
Jesús, o Señor. Si cierro los ojos y rezo, yo lo que veo es al Nazario cuando éramos niños y nos bañábamos
en la Fuente del Ojo, antes de que se lo llevaran al
reformatorio, cuando pasó lo
de Jesús el de la Mónica, ahí empezó su mala suerte. Tú no puedes
ver en el Cristo al Nazario, no lo conociste. Lo que sabes de nuestra historia
lo sabes de referencias. Pero es lo mismo, yo sé que por dentro cada uno ve a Dios como puede.
Lo importante es que tengas
fe.
Federico de Arce. La Vieja. Descrito Ed. 2015
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