El buzo
Recordaba la frase de Rosa Luxemburgo que había citado Danuta,
«todas las cosas que producen alegría me interesan»,
y pensó que esa era la actitud correcta.
(Bernardo Atxaga, El hombre solo)
La novela del hombre que no podía huir comenzaba contando cómo hace cuarenta mil años los habitantes de una cueva de Guipúzcoa, distante del Cantábrico más de veinte kilómetros, arriesgaban sus vidas para llegar hasta el mar y hacerse allí con unos moluscos de conchas de colores vistosos, los nassa reticulata, que utilizaban únicamente para adornarse.
Volví a pensar en los nassa reticulata muchos años después, al ver La escafandra y la mariposa, la película de Schnabel. Un hombre sufre un accidente cerebrovascular y durante meses, hasta que muere, solo puede mover su párpado izquierdo. La enfermera le propone un modo de comunicarse: ella deletrea el abecedario y él debe parpadear cuando llega a la letra acertada. Un parpadeo para decir sí, dos para decir no. Así llega a escribir un libro, a recordar lo que el accidente le había borrado de la memoria y a comprender su vida. Es estremecedor cómo el hombre recuerda su abrazo en la playa con su amante, tumbados en la orilla de una marea baja. Su amante no ha sido capaz de ir a verlo al hospital, pero un día se decide a llamar por teléfono; atiende la llamada la enfermera, que hace de “traductora” del hombre paralizado. La amante pregunta “¿Quieres verme?” El hombre va eligiendo las letras entre el recitado de la enfermera y responde: “Cada día te espero”. El hombre sueña, o imagina, que es un buzo, siente su cuerpo enfundado en un aparatoso traje de buzo antiguo y su cabeza aislada en la escafandra, rodeado por el sonido irreal del fondo del mar. El buzo siente una sola emoción, una minúscula alegría, una mariposa en su pecho.
Recibí la llamada de Alex el día en que supe por tercera vez del buzo. Yo estaba en México y Teresa nos había organizado a un grupo de profesores una visita a Teotihuacán, la ciudad azteca. Subimos a la Pirámide del Sol, pero mientras que los demás recorrían la Calle de los Muertos camino de la Pirámide de la Luna, Teresa y yo, cansadas, nos quedamos a la sombra comprando algunas pulseras para nuestras hijas. «Tienes que reinventarte de nuevo», me dijo ella, que acababa de oír mis quejas por la soledad de los últimos meses. «Sí, tengo que ir a buscar nassa reticulata», le respondí, y le conté las historias de los hombres que no podían huir. «Hay otro buzo aquí, en Teotihuacán, vamos, te llevaré a verlo».
Los murales del palacio conservan casi intacto su color, tonos de rojo, azul, verde y amarillo. El buzo está pintado en la parte baja de una pared, casi a ras del suelo; sostiene en su mano izquierda una red y en la derecha una concha que intenta meter en la red, se mueve entre ondas de agua horizontales y diagonales y sus piernas se doblan como si nadara. Está solo y es evidente que en silencio, el silencio irreal del fondo marino, evocando, para quien quiera verlo, el locked in syndrom de la película de Schnabel, el encierro en sí mismo; representando a la vez la esperanza de nassa reticulata, la mariposa-molusco capturada en un mar lejanísimo.
El teléfono sonó a las cinco de la madrugada, mediodía en España. Alex se mostró preocupado, «hace mucho que no sé de ti». «Estoy en México. Ayer, o esta mañana, he estado en Teotihuacán, en un palacio hay un mural, hay un buzo pintado, un buzo pescando conchas, iban hasta el mar para buscar adornos, estamos a quinientos kilómetros del mar». No sé si entendió mi respuesta, pero preguntó: «¿Quieres que nos veamos cuando regreses?», y yo deletreé: «Cada día te espero».
***
Las gaviotas de Portimâo
I
No las vi. Me recosté sobre la maraña de redes amontonadas en la piedra húmeda del puerto y miré hacia el mar. Cegada por el sol anaranjado, solo era capaz de distinguir el perfil negro del noray en el que te sentaste para hacer la fotografía. Y tu silueta, también negra, con un rayo luminoso atravesándote el cuello, partiéndote en dos piezas. Sonreí (creo), intentando abrir algo los ojos. Luego salieron en la foto: tres gaviotas de perfil, a mi lado, muy cerca, inquietantes, casi a punto la más adelantada de abrir el pico y advertirme.
II
Chillaban. Decían así los gritos que yo reprimía. El hotel de aquella noche estaba junto al mar y era húmedo, casi maloliente y decorado con pésimo gusto. Sin plazas en La Quinta do Caracol de dos años atrás, sin oportunidad de oler de noche los naranjos y de escuchar el chorro de la alberca. Hasta el balcón llegaba el olor a pescado podrido de las redes, haciendo incomestible la tarta de higos y algarrobas. Volaban alto, altísimo, chillando, histéricas, vociferantes, locas, como brujas en celo, gatas acaloradas.
III
Están inmóviles. Paseo entre ellas cada vez con menos miedo a sus miradas. Me descalzo y afirmo los pies sobre la arena, camino hasta la orilla y me siento en una roca. Les doy la espalda, miro al sol, no quiero verlas, solo me iré si empiezan a gritar. El sol desaparece y busco el rayo verde de la infancia, otra vez imposible. El frío me ordena regresar, también el hambre. Me pongo los zapatos, me sacudo la arena y me giro hacia las luces del puerto. No están las gaviotas. He regresado, esta vez sola, a Portimâo.
María Jesús Ruiz. La música me hacía llorar. Versátiles Ed. 2022
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