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miércoles, 15 de junio de 2022

La gallina de los huevos de oro

 





En alguna foto de la infancia está escrita nuestra vida. No la vida superficial, la de los viajes, las comidas en el campo, los baños en la playa o las fiestas universitarias, sino la vida de verdad, esa médula que algunos llaman alma, que arde gloriosamente y que, según dijera el poeta, más allá de la muerte se convierte en polvo enamorado.

La fotografía que cuenta mi vida fue tomada en la fiesta de fin de curso del colegio de monjas en el que me inscribió mi madre antes de tiempo «porque la niña ya sabe leer y en casa se aburre». No tenía más de cuatro años y comenzaba, entonces sí, un larguísimo aburrimiento, un tedio insoportable que –si no recuerdo mal- solo llegaría a sacudirme con la muerte de Franco, afortunada muerte para mi adolescencia que así pudo conocer, de milagro, la España que bosteza.

La fotografía muestra una mesa presidida por tres monjas, Sor Genoveva, Sor Amada de Jesús y Sor Paula; una mesa sobre la que se amontonan grandes lienzos de papel, diplomas, premios de conducta destinados a las niñas más ejemplares. Al otro lado de la mesa aparezco yo -la que fui yo- sosteniendo entre las manos mi premio, sin atreverme a mostrarlo ostensiblemente al fotógrafo (que vestía de gris, igual que el hombre que traía el hielo a casa, igual que el hombre que venía los jueves al colegio a poner cine, igual era el mismo hombre). Mi premio no era un diploma, porque no había costumbre de entregar diplomas al curso de parvulitos, sino un cuento, La gallina de los huevos de oro. Sor Amada se lo explicó a mi madre: «Hemos inventado este premio para la niña: ha llorado cada día del año escolar, desde el primero al último, pero siempre en silencio, jamás con pataleos, y nunca ha desobedecido, se lo merece por su sufrimiento y su resignación».

Lo leí tantas veces, tantas veces me detuve, minuciosa, en cada ilustración… Y nunca dejé de estremecerme al llegar a la última página: el granjero, impaciente y cegado por la codicia, no conforme con que su gallina le regalase un huevo de oro cada día, mató al animal y abrió su vientre, seguro de encontrar allí un tesoro inacabable; pero la gallina quedó sobre la mesa, muerta y vacía, estéril para siempre, ante el rostro perplejo y descorazonado de su dueño.

El cuento, junto con muchos otros cuentos, lo regalé años después a un niño que no tenía cuentos. No quería desprenderme de él, pero no dudé en hacerlo para así evitar que mi madre me tachara de egoísta: «¿Para qué quieres tú los cuentos?, con la de libros que tienes…». En mi memoria, sin embargo, permaneció impreso, y aún más, fue convirtiéndose en una especie de enigma que de vez en cuando, a lo largo de toda mi vida, me asaltaba interrogándome: ¿qué significaba la gallina que ponía huevos de oro?, ¿por qué su vientre estaba vacío?, ¿por qué mató el granjero al animal que lo había sacado de la pobreza?, ¿qué me fascinaba de ese cuento?

Cuando Iván me abandonó pude resolver cada pregunta. Muerta y vacía, estremecido mi vientre por el cuchillo helado del desamor, fui la gallina que puso un huevo de oro cada día en la vida de un hombre pobre y siniestro, impaciente y codicioso, y fui también la niña que lloró en silencio la soledad y el desamparo, ahora sin que Sor Amada estuviese cerca para advertirlo e inventarse un premio al sufrimiento y la resignación. 

 

María Jesús Ruiz. La música me hacía llorar.  Versátiles Ed. 2022


















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